Por: Car­los Iván Mo­reno (Mé­xi­co).

 

La universidad moderna y la democracia liberal son instituciones entreveradas que se alimentan mutuamente. Las democracias, por un lado, impulsan y fortalecen a las universidades y éstas, a su vez, promueven los valores de diálogo, pluralidad y búsqueda de la verdad. La esencia universitaria es, pues, la formación de ciudadanos comprometidos con la polis.

Por ello, resulta paradójico que, no obstante el avance educativo global, los valores democráticos padecen uno de los peores momentos en la historia reciente. Según la Encuesta Mundial de Valores 2022, que evaluó a 64 países, sólo 46% de las personas considera “absolutamente importante” vivir en democracia. Menos que hace 10 años. Incluso en democracias longevas como Estados Unidos, esta cifra es de 48%.

En América Latina, según el Latinobarómetro 2023, sólo 48% de la población apoya a la democracia; 15 puntos porcentuales menos que en 2010. Lo más grave: entre jóvenes de 16 a 25 años sólo 43% la respalda. Incluso, uno de cada cinco jóvenes latinoamericanos apoyaría a un régimen autoritario. Comparado con 2020, Venezuela y Costa Rica son los países con el mayor porcentaje de disminución de apoyo a la democracia en la región, con una caída de 12 y 11 puntos porcentuales respectivamente.

En México la situación no es mejor, en sólo tres años el porcentaje de habitantes que apoya a la democracia disminuyó de 43% a 35%. El 61% de las y los mexicanos afirman estar poco o nada satisfechos con la democracia y al 56% no le importaría tener un gobierno autoritario si éste “resuelve los problemas”.

¿Qué hemos dejado de hacer las universidades? Se pregunta Ronald Daniels, rector de Johns Hopkins -la universidad más antigua de Estados Unidos­-­ en su libro What universities owe democracy. Una respuesta: las universidades hemos apostado demasiado a la especialización técnica, con lógica de mercado, y cada vez menos al humanismo.

Asumimos, erróneamente, que todo estudiante universitario ejerce y valora a priori la vida en democracia, cuando la cultura democrática es un aprendizaje cotidiano, esmerado, no es un atributo innato. El estudio del pensamiento filosófico clásico, el debate en las aulas y los conversatorios después de las clases son algunos de los elementos que se han ido perdiendo en beneficio de una educación tecnificada, deshumanizada.

Justo Sierra, al inaugurar la Universidad Nacional, en 1910, decía que “el sistema de educación nacional es matriz fecunda de las democracias vivas” y “penetrados por el deber de convertir a la población mexicana en una democracia, nos consideramos obligados a usar el medio más importante para ello, la escuela”.

Las universidades -y los docentes- tenemos la responsabilidad de fortalecer, desde las aulas, los cuatro pilares de la ciudadanía: conocimiento, habilidades, valores y aspiraciones. Tenemos trabajo por hacer.

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Car­los Iván Mo­reno es Li­cen­cia­do en Fi­nan­zas por la Uni­ver­si­dad de Gua­da­la­ja­ra (UdeG), Maes­tro en Ad­mi­nis­tra­ción Pú­bli­ca por la Uni­ver­si­dad de Nue­vo Mé­xi­co y Doc­tor en Po­lí­ti­cas Pú­bli­cas por la Uni­ver­si­dad de Illi­nois-Chica­go. Reali­zó es­tan­cias doc­to­ra­les en la Uni­ver­si­dad de Chica­go (Ha­rris School of Pu­blic Po­licy) y en la North­wes­tern Uni­ver­sity (Ke­llog School of Ma­na­ge­ment). Ac­tual­men­te se desem­pe­ña como Coor­di­na­dor Ge­ne­ral Aca­dé­mi­co y de In­no­va­ción de la Uni­ver­si­dad de Gua­da­la­ja­ra.