Senador Pompeu, Brasil | AFP

Casi nadie en Brasil se acuerda o quiere acordarse de esta historia, pero existió. A inicios del siglo XX, cuando el nordeste vivía -como hoy- terribles sequías, las autoridades levantaron «campos de concentración» para evitar que los campesinos famélicos de Ceará migraran en masa a la capital.

Los registros históricos y los periódicos de la época los describen como campamentos donde miles de familias del semiárido eran obligadas a vivir en condiciones infrahumanas: hacinadas, casi sin comida, en un espacio insalubre, cercado y custodiado por guardias.

Las autoridades del estado los llamaron «campos de concentración», una denominación que aún no se asociaba al horror del nazismo alemán.
Los primeros fueron levantados en la gran sequía de 1915 y volvieron, posteriormente, durante un año en la de 1932.

En total fueron siete campos estratégicamente establecidos cerca de las vías del tren que los campesinos del ‘sertao’ cearense tomaban para huir a Fortaleza, la capital del estado que hoy sufre su peor sequía en un siglo.

Las autoridades los promovían como una suerte de protección a esos miles de «flagelados», pero las crónicas sugieren que sólo buscaban evitar que se repitiera el episodio vivido en la sequía de 1877, cuando más de 100.000 campesinos «famélicos» llegaron a triplicar la población de Fortaleza, que en los años 30 vivía en la modernidad y riqueza de su ‘Belle Epoque’.

– «Corrales del gobierno» –

Los campesinos, de hecho, acabaron bautizando esos lugares como «Corrales del gobierno» porque se sentían tratados como el ganado que habían perdido.

«Los campos de concentración funcionaban como una prisión», rememora la historiadora Kenia Sousa Rios en el libro «Aislamiento y poder: Fortaleza y los campos de concentración en la sequía de 1932».

«Los que llegaban ahí ya no podían salir. Sólo tenían permiso para desplazarse cuando eran convocados para trabajar en la construcción de calles o embalses u obras de mejoramiento urbano en Fortaleza, o cuando eran transferidos a otro campo», detalla.

Los únicos vestigios de este episodio siniestro de la historia brasileña están en Senador Pompeu, un humilde municipio en pleno ‘sertao’, a unos 300 km de la capital.

Ahí quedan aún en pie las carcasas de los edificios donde los guardias hacían sus controles o los almacenes donde se guardaba comida, pero todos están completamente abandonados.

– La última testigo –

Carmela Gomez Pinheiro, hija de uno de los vigilantes del campo, tiene 96 años, pero la memoria fresca.

«Cada día cuatro o cinco personas morían, incluido niños. Todos de malos tratos o de hambre», explica esta anciana enjuta en su sencilla casa en Senador Pompeu.

«El hambre era demasiado grande (…) No había qué comer, ni pan y las personas se enfermaban y sus barrigas se hinchaban», recuerda, con algunas dificultades para hablar.

Aunque esa tragedia es desconocida para millones de brasileños, no quedó completamente olvidada. En Senador Pompeu se celebra anualmente la ‘Caminata de la sequía’ en honor a esas víctimas, un memorial ideado en 1982 por el padre italiano Albino.

Año tras año, la multitudinaria romería acaba en el ‘cementerio de la presa’, que se creó alrededor de las fosas comunes donde los lugareños dicen que hay enterradas más de un millar de personas de los campos.

Alrededor de una cruz, decenas de botellas de agua son hoy el testimonio de las ofrendas populares a esos sedientos difuntos.