Por: Walter Pengue (Argentina).

Una parte del mundo, está tomando conciencia que de alguna manera el sistema alimentario tiene distorsiones importantes que afectan tanto a la salud humana como a la planetaria.

Un conjunto de científicos en todo el globo está clamando por una radical transformación de este sistema que mejore la calidad alimentaria y nutricional de millones de seres humanos y a la vez, proteja y restaure, inclusive a los recursos naturales degradados. Especialmente recuperen el suelo, el agua y el cuello de botella formado por la intensificación agrícola que presiona sobre los recursos genéticos, particularmente los vegetales.

Hace poco más de un mes, las Naciones Unidas acaba de finalizar una Cumbre Mundial sobre Sistemas Alimentarios. La misma, promovida por objetivos transformadores y metas ya planteadas en el marco de los ODS se impuso un proceso de aceleración en todos los caminos de cambio, puesto que los desafios son enormes y el sufrimiento global lo es aún mayor.

Graziano Da Silva, ex Director de FAO – un líder, al menos interesante –  en la promoción de sistemas transformadores dentro del complicado sistema de la FAO, incorporaba en su gestión una perspectiva que no sólo transformara el sistema agrícola sino las pautas de consumo, en una región por ejemplo, como la nuestra, donde la principal pandemia es la de la obesidad.

Actualmente, el nuevo Director de esa organización multilateral, el chino Qu Dongyu, se comprometió a trabajar “con todas las partes interesadas para transformar los sistemas agroalimentarios” y «mantener el impulso y hacer realidad la visión de 2030».

La FAO nuevamente, autoasumió el rol de liderazgo en este cambio, indicando que impulsaría un enfoque mundial para la transformación de los sistemas agroalimentarios, con el fin de luchar contra la pobreza y el hambre, reducir las desigualdades y preservar el medio ambiente. Sin embargo, la hoy anquilosada organización ha cumplido recientemente 75 años de una dilatada historia, contando en su haber con algunos éxitos y también fracasos contundentes.

De alguna forma, parecen haber olvidado algunos de sus funcionarios, lo que de forma contundente, ese destacado estadista que fue su primer Director General, el brasileño Josué de Castro, resaltaba indicando que “la cuestión del hambre” residía más en un conjunto de problemás sociales y económicos que, ciertamente técnicos.

Sus obras icónicas, como Geografía del Hambre (1946), Geopolítica del Hambre (1951) o El Libro Negro del Hambre (1972), no remiten solamente a la historia y los efectos del hambre en el Brasil y en el mundo, sino que ahora mismo nos ayudan a contextualizar la recurrencia humana de sumirnos hoy día, tanto en los problemas del hambre como en los de la malnutrición.

El problema es político, y muchísimo menos, científico y técnico. Algunos funcionarios y funcionarias de mi país – la Argentina – , que crearon una mal llamada “Mesa del Hambre”, quizás se hubieran visto beneficiados de haber leído y por tanto instruído, sobre cuestiones tan relevantes.

Urge una transformación en el sistema alimentario

Actualmente otros grupos de interés, organizaciones y científicos independientes se han planteado con singular preocupación sobre la posible cooptación que se está dando en los encuentros globales y cómo actualmente poco se lograría si se focaliza y permite dirigir en el mundo real, el andarivel de los alimentos de la humanidad,  por parte de los crecientes grupos concentrados del poder agroindustrial, financiero y tecnológico.

Más allá de las lógicas y genuinas preocupaciones de unos y otros, es claro que el sistema alimentario amerita urgentemente de una drástica transformación. Tanto porque impacta sobre la vida, obra y salud de la humanidad como que también está destruyendo nuestro único planeta.

El “abaratamiento” del sistema agroalimentario, para mantener la gobernanza de nuestros sistemas sociales y especialmente sus clases medias y pobres, cuesta demasiado a la naturaleza y a la propia sociedad.

La comida producida hoy, especialmente por las grandes cadenas, no incluyen los enormes costos ambientales y a la salud causados por su sistema productivo: “la comida barata termina siendo muy cara, si no se incluyen estos serios costos sociales y ambientales”.

Los intangibles ambientales utilizados en la agroindustria y nunca reconocidos, comienzan a ser visibilizados y ponderados. Y su magnitud, no es una cuestión menor. El enorme costo que involucra a la industria de los ultraprocesados está generando pasivos importantes en la salud humana, al inundar los alimentos que consumimos, con azúcares, grasas, sales, aditivos y productos sintéticos “simil alimentos”.  El costo es altísimo.

Reportes previsionales del Food Systems 4 Health 2019, nos informan que los costos generados por NCDs (Enfermedades no transmisibles vinculadas a la obesidad y la alimentación en los países de Ingresos Bajos y Medios entre 2011 y 2025), llegan a los siete mil millones de dólares o la misma obesidad a los 760 mil millones hacia el año 2025. Claramente es una pandemia alimentaria. Pero estos costos, le cuestan incluso mucho más a la naturaleza, escondida detrás del alocado abaratamiento de esa cadena.

Otro producto estrella, genera también importantes consecuencias. La carne, cuyo aumento de la demanda ahora se sostiene por China, que también crece. El consumo mundial de carne, se duplicó en los últimos 20 años a más 330 millones de toneladas.

Detrás de ese consumo y su abaratamiento, están los recursos naturales involucrados. La tierra, el agua y los recursos genéticos se degradan rápidamente de la mano de estos procesos y la nueva demanda. El principal proceso, la deforestación, es una emergente por la satisfacción de estas demandas. El paso de lo natural a lo rural agrícola y de allí a las pasturas para carnes, está transformando el perfil productivo de Sud América. Un cambio igual o mayor que lo producido por la propia soja.

La calidad alimentaria y nutricional también está siendo afectada. La concentración en la producción de ganado estabulado (feedlots) que hoy comen los latinoamericanos y la exportación de carnes de mayor calidad (ganado alimentado a pasto) hacia compradores con mayor poder adquisitivo como el mercado europeo, sólo genera una nueva distorsión alimentaria. Los ricos consumen bien, los pobres…, bueno. Nos preguntamos así, si “La buena comida es para todos…”, algo que trataremos en mi próxima columna.

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Wal­ter Pen­gue es In­ge­nie­ro Agró­no­mo, con for­ma­ción en Ge­né­ti­ca Ve­ge­tal. Es Más­ter en Po­lí­ti­cas Am­bien­ta­les y Te­rri­to­ria­les de la Uni­ver­si­dad de Bue­nos Ai­res. Doc­tor en Agroe­co­lo­gía por la Uni­ver­si­dad de Cór­do­ba, Es­pa­ña. Es Di­rec­tor del Gru­po de Eco­lo­gía del Pai­sa­je y Me­dio Am­bien­te de la Uni­ver­si­dad de Bue­nos Ai­res (GE­PA­MA). Pro­fe­sor Ti­tu­lar de Eco­no­mía Eco­ló­gi­ca, Uni­ver­si­dad Na­cio­nal de Ge­ne­ral Sar­mien­to. Es Miem­bro del Gru­po Eje­cu­ti­vo del TEEB Agri­cul­tu­re and Food de las Na­cio­nes Uni­das y miem­bro Cien­tí­fi­co del Re­por­te VI del IPCC.