Por: Carlos Iván Moreno (México).

Cada país tiene a sus innombrables, el de Rusia se llama Alexei Navalny. Este nombre jamás ha sido pronunciado por Vladimir Putin en público, pero está muy presente en sus reuniones privadas -y es origen de muchas de sus preocupaciones-. Se trata del líder más popular de la oposición y para muchos, el futuro presidente de Rusia, sólo si sobrevive al dictador.

¿Qué lo ha hecho tan popular? Dos ideas disruptivas: transparencia y democracia. Navalny, carismático abogado y líder de una organización anticorrupción rusa, saltó a la fama global en 2020 tras sobrevivir a un atentado por envenenamiento con Novichok, potente toxina rusa de “nivel militar”. Vivió para contarlo, y se ha encargado de hacerlo, evidenciando a su paso la tiranía, corrupción y torpeza del régimen de Putin (ver documental «Navalny» (CNN)).

Mientras se recuperaba del envenenamiento, exiliado en Alemania, Navalny y su organización iniciaron una investigación de lo que llaman “el mayor soborno de la historia”, una red de corrupción para financiar “el palacio de Putin”, un excéntrico complejo con casino, pista de hockey y hasta viñedos. Su tamaño es 39 veces el del principado de Mónaco y está valorado en 1,370 millones de dólares (¡29 mil millones de pesos!).

Aún más, apenas hace un par de semanas el gobierno de Italia confiscó un yate presumiblemente de Putin. El súperyate, de 140 metros de largo, tiene la herrería de baño chapada en oro, un helipuerto y una gran pista de baile que se transforma en piscina, está valuado en 650 millones de euros (¡14 mil millones de pesos!). Los dictadores socialistas suelen ser quienes más disfrutan de las mieles del capitalismo.

Se tratan de apenas dos casos, los más recientes dados a conocer, de tantos que evidencian la patente corrupción de la élite rusa en el régimen de Putin. En 22 años de gobierno, Putin ha creado a una nueva generación de oligarcas, billonarios, que han sido beneficiados por su administración con diversos objetivos; “Es imposible entender el régimen de Putin sin comprender la corrupción que por turnos lo ha creado, alimentado, moldeado y restringido” (NYT).

En el Índice de Percepción de la Corrupción 2021, que evalúa de cero (muy corrupto) a 100 (nada corrupto) el desempeño de los sectores públicos, Rusia obtuvo apenas 29 puntos; por debajo del promedio mundial (43 puntos) y de países como Hungría (43), Etiopía (39) y Ecuador (36), por mencionar algunos. Resultado que han permanecido sin mayor cambio en los últimos 10 años.

Ahora mismo, Rusia es el país con mayor desigualdad económica de Europa; el 1 por ciento de los ciudadanos más ricos posee el 48 por ciento de la riqueza nacional. En Francia, por ejemplo, el 1 por ciento más rico concentra el 27 por ciento de la riqueza (Observatorio Fiscal de la Unión Europea). En México tal relación de acumulación es del 31 por ciento.

No es sorpresa que entre los mayores defensores y aliados latinoamericanos de Rusia se encuentren los dos países más corruptos de la región: Venezuela (con 14 puntos de 100) y Nicaragua (con 20). México no está exento, la corrupción es un problema añejo y persistente que no solo se mantiene, sino que se agrava.

“Los líderes corruptos apuntan contra activistas y consolidan su poder, al tiempo que se atacan los derechos de la prensa y la libertad de expresión”, argumentó Delia Ferreira, Directora de Transparencia Internacional; tiene razón.

Navalny lleva preso un año y acaba de recibir una condena de 9 años por “fraude y desacato”, argucia del manual del dictador moderno (Spin Dictators). Aun tras las rejas, su voz y sus investigaciones han llegado a millones de personas en todo el mundo. Su fama es su principal seguro de vida (24 opositores de Putin han sufrido ataques; 16 han muerto, 9 envenenados). La amenaza es real.

La guerra con Ucrania le está dando algo de oxígeno al régimen de Putin, pero la corrupción y la crisis económica más temprano que tarde colapsarán a la cleptocracia rusa, tan admirada por muchos comunistas Latinoamericanos.

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Car­los Iván Mo­reno es Licenciado en Finanzas por la Universidad de Guadalajara (UdeG), Maestro en Administración Pública por la Universidad de Nuevo México y Doctor en Políticas Públicas por la Universidad de Illinois-Chicago. Realizó estancias doctorales en la Universidad de Chicago (Harris School of Public Policy) y en la Northwestern University (Kellog School of Management). Actualmente se desempeña como Coordinador General Académico y de Innovación de la Universidad de Guadalajara.