Por: Walter Alberto Pengue (Argentina).
“La suerte de las naciones depende de su manera de alimentarse”,
Jean-Anthelme Brillat-Savarin(1755-1826)
La fisiología del gusto (Paris, 1825)
Uno de los actos más relevantes para el sostenimiento de la vida – y a la vez, uno de los más difíciles – es la compleja acción de obtener la comida y así lograr algo imprescindible: comer. Una acción que para todo ser biológico, implica un proceso integrado por el catabolismo y el anabolismo que completan la actividad metabólica para crecer, desarrollarse, reproducirse y finalmente morir. Y en el proceso de la evolución humana, comenzamos también desde los primeros tiempos a buscar cómo, de forma gregaria, comemos conjuntamente.
Para los humanos, la batalla por el alimento, ha sido su gran lucha y lo sigue siendo en nuestros días. De distintas formas, desde el paleolítico, hasta aquí. Antes, enfrentando riesgos directos a la vida y hoy, afectando a la misma, por dietas de distinta calidad nutricional. Increíblemente, en este siglo XXI enfrentamos dos grandes crisis frente a la comida: millones de personas que comen demasiado y otros tantos millones de personas, que lo hacen poco y mal. A ello sumamos el hecho, que por un motivo u otro existe una recurrencia de enfermedad y alimentación vinculada, imposible de soslayar.
A pesar de todos los avances científico y tecnológico desarrollados para la agricultura y la alimentación, la población del mundo – en su conjunto – está hoy en día, más enferma que antes. Igualmente, vivimos más, pero parece, que mucho peor. Pareciera ser que enfrentamos un círculo vicioso de alimentación y enfermedad, que en lugar de cerrar brechas a través de las poderosas industria farmacéutica y alimentaria, éstas se estuvieran incrementando.
Las personas acceden hoy en día, a un conjunto de alimentos, con componentes que siempre le fueron esquivos a nuestros ancestros y que hoy en muchos casos, son incorporados al sistema alimentario por la propia industria: azúcar, sal y grasas. Las enfermedades no transmisibles vinculadas a la obesidad y la alimentación representan costos de siete mil millones de dólares (entre los años 2011 a 2024), el costo global en el tratamiento de la diabetes implica para el mundo unos 673 mil millones de dólares (2012), los gastos en tratamiento de la obesidad representan 760 mil millones, las enfermedades transmitidas por alimentos llegan a los 14 mil millones, la malnutrición implica unos 3.500 millones de dólares, la resistencia a los antibióticos asciende a los 34 mil millones de dólares (Food Systems 4 Health 2019).
Y es el alimento que contiene más azúcar, grasas y sal, generalmente el más económico, pero a su vez, el más atractivo al paladar. Lo mismo sucede con las bebidas cola o los energizantes. Una atracción fatal que también por cuestiones de acceso económico, “separa” la calidad de los alimentos que come el segmento más pobre de la población con respecto al más rico. Y esto también se denota luego en los cuerpos. Pareciera ser que la parte más pobre del mundo, está engrosando más de lo debido, con el consiguiente aumento de enfermedades prevenibles que el segmento más rico del planeta, focalizado especialmente en algunos países europeos. Empiezan a aparecer los “cuerpos de clase” (Aguirre 2024).
Pero más allá de pensar en el proceso anterior, está aún pendiente el comprender qué cambios están sucediendo en la población que no sólo los llevó a la actual situación y los diferenciales importantes entre quienes habitan el Norte y el Sur Global. ¿Qué, cómo y dónde come la gente?. Algo que se manifiesta tanto en la salud como en los cuerpos de nuestros propios congéneres, su transformación y la tendencia futura, que impactará para bien o para mal, sobre le conjunto humano.
Son muy pocos, los que comen lo que quieren y muchos, sólo lo que pueden, de la gran mesa global alimentaria. Mucho tiene que ver con el precio de los alimentos, barreras políticas, sociales, bélicas, la educación alimentaria, la política nutricional y de salud de los países, los recursos naturales disponibles y hasta los intereses económicos que prevalecen en uno u otro espacio.
En tiempos pretéritos, los recursos naturales disponibles determinaban el hábito alimentario y lo que podríamos llamar las “dietas locales”. En América, los yámanas y los selkman de la Tierra del Fuego se alimentaban de carne de foca, de ballena, de cholgas, ostras y centollas, mientras que en el norte del mundo, los inuit hacían lo mismo con las focas, morsas, la ballena boreal, caribús y pescados. Dietas ricas en proteína animal, que generalmente consumían en grupos, alrededor de los fuegos que les abrigaban y a su vez calentaban sus comidas. Muy poca fibra y alimentos vegetales en general. Los querandíes de las Pampas argentinas, balanceaban un poco más esto y siendo tremendamente hábiles con las boleadoras cazaban nutrias, ñandúes, choiques, perdices o ciervos completando su dieta con algunos granos y frutas.
Quizás el esfuerzo de la caza, los unía a través del fuego que sería el elemento conector, emulando a una primera mesa que acercaba a los comensales. Y les permitía compartir vida, aventuras, cultura, necesidades. Comían en grupos, entre los más cercanos, entre las familias.
Los incas en cambio, consumían poca carne, apenas cuises, carne de llama o charque (carne secada al sol). Basaban su alimentación diaria en verduras, quinoa, tubérculos, frijoles, granos y frutas. La diversidad de maíces y papas siguen aún hasta nuestros días y el procesamiento de los platos y su manejo como en el caso de la papa seca – chuño – llega hoy a las cocinas más sofisticadas. No había hambrunas en el imperio y todos accedían a los alimentos básicos. La familia inca cuidaba de si misma en grupos incluso más grandes, colaborando en las tareas de producción llevadas adelante en los ayllus. También, comían juntos.
Es bien conocido que la llegada de la agricultura reemplazó rápidamente a los cazadores, recolectores y pescadores. Pasamos de nómades a sedentarios. Y fuimos cada vez más gregarios, gracias a la agricultura que dio pie a más recursos disponibles, las civilizaciones y a la base de las ciudades. Permitió también una diferenciada producción de granos, cereales, verduras y frutas y la domesticación de los animales, facilitó el acceso a proteínas animales, aunque más grasosos, al contener más grasa y un marmolado particular, distinto del animal salvaje.
Nuestras culturas precolombinas dieron un claro ejemplo de producción agrícola y pecuaria ordenada que sostuvo a una creciente masa de población urbana y rural. La milpa, uno agroecosistemas mesoamericanos más conocidos mundialmente, se componía de una integración horizontal y vertical de tres cultivos relevantes como el maíz, los porotos y la calabaza, a la que se sumaban distintos tipos de chiles o pimientos. Asimismo, se consumían ciervos, manatíes, armadillos, monos, cuíses, distintos tipos de aves, tortugas, iguanas a los que sumaban camarones, pescado y una gran variedad de insectos, huevos y larvas de insectos.
También, con el avance civilizatorio, comienzan las primeras diferenciaciones sociales fuertes, entre ricos y pobres. Lo que los pobres podrían comer sería lo producido en la parcela o lo cazado, restringido y limitado a lo allí producido y los ricos, con un acceso diverso a alimentos de toda índole. Y por supuesto con los asentamientos, llegan todas las normas sociales, institucionales, políticas, de clase, etarias, de género, que comenzaron a trabar y reorientar lo que los individuos comen, cuando comen y con quienes comen. Además de la concentración y el hacinamiento que dio pie a enfermedades, epidemias y nuevos efectos sobre los cuerpos, que en algunos casos, mejorarían la genética o al menos el fenotipo de los humanos, pero por el otro, lo empeorarían o diferenciarían fuertemente. Llegaron también frente a las crisis ambientales, climáticas, económicas o bélicas, potentes hambrunas, que en escala bíblica, sólo finalizarían – hasta ahora en esa escala – en este siglo XXI.
Y con la producción de alimentos creciente, diferenciada, más accesible y constante, fueron los cuerpos los que fueron cambiando a lo largo del tiempo. En las primeras etapas de las ciudades, la comida de los pobres, sostenida en la producción básica como lo fuera el arroz en Asia, el maíz para América o el trigo para Europa y el cercano Oriente, fue la base alimentaria, mientras los ricos consumían mucho más y diverso. Eran en esos tiempos, los ricos más obesos – con sus enfermedades asociadas – y los pobres, más fibrosos, pero en varios casos, terminaban subnutridos y anémicos.
En nuestros días y bajo campañas recurrentes por un lado de “buena salud” y por el otro, promoviendo el consumo de alimentos en forma permanente, las cosas están cambiando nuevamente. Los cuerpos hablan. Somos lo que comemos. Y esta diferencia es crecientemente notable en estos días.
Especialmente en el mundo occidental y oriental, con acceso a recursos económicos o donde las grandes cadenas de producción y comercialización llegan hasta las casas y poblaciones más recónditas, las diferencias en los cuerpos y en las formas de comer se hacen notables. Muy distinta es la situación sobre el alimento, en los pueblos originarios y las poblaciones más aisladas del mundo. Pero focalizados en los primeros, las diferencias en los cuerpos y en las formas de comer en las últimas décadas, se hacen cada vez más notables.
Actualmente, la población “sana” es la población más delgada. Se orientan a una dieta vegetariana y sin aditivos ni agregados externos. Mientras que la población “obesa” se la representa como más enferma y suma a ello, una serie de discriminaciones sociales importantes.
Ya queda claro a una parte del mundo, que el primer atractor de la humanidad moderna para comer más recurrentemente, es el azúcar. Las empresas lo saben y por ello sobrecargaban con azúcar tanto los alimentos como las bebidas cola. Y hasta los alimentos “salados”. Y metabólicamente, el hombre comienza a consumir cada vez de un alimento que antes le era esquivo y desde la revolución industrial, se basó en el principal elemento disponible para promover que las fuerzas de trabajo, laboraran sin cansancio. Raj Patel, en Obesos y Famélicos (2008) detalla claramente esa búsqueda de las jóvenes obreras, combinando azúcar, té y leche, para su alimentación y los trabajadores, compensaban la falta de alimentos sustantivos, con cerveza.
Allí empezó una historia, que nos llega hasta nuestros días. La de los agregados y aditivos en los alimentos para hacerlos más atractivos, palatables e irresistibles para el consumo. La comida “sin aditivos” es ahora más cara, que aquella que los tiene. Y como indican algunos autores, la “comida barata” es muy cara (TEEB 2018). La comida barata es muy costosa realmente, al generar externalidades ambientales y sociales, muy altas. Y además de ello, la comida barata, es cada vez más baja en nutrientes, motivo por el cual, se las llama alimentos vacíos. Ricos en energía y vacíos en nutrientes. Alimentos “ultraprocesados”, sobre los cuáles no se puede identificar su origen ni los productos que estos contienen. Con “sabores artificiales” que engañan el cerebro y las glándulas gustativas, y que cada vez son más atractivos y “baratos” para los pobres del mundo.
Un abordaje particular, para conocer cómo come la gente, lo está haciendo – entre otros – un conjunto de investigadores que provienen desde la agronomía, la filosofía, la geografía, la política o la nutrición, sobre lo que consideran como un nuevo “comensalismo”. En el marco del HIAS (Hamburg Institute for Advanced Study de la Universidad de Hamburgo) se están analizando un conjunto de procesos que nos lleven a comprender de mejor manera, cómo se come, dónde y con quién tanto en el Norte como en el Sur del mundo (HIAS 2025). El abordaje especial que se está haciendo intenta comprender los procesos de cambio a través de una mirada interior y hasta transdisciplinar sumando perspectivas y escalando en el análisis la complejidad del acto alimentario.
Los hábitos de consumo y dónde come la gente, también se están transformando fuertemente. En las economías desarrolladas y las subdesarrolladas también, los alimentos “se empaquetan” de una forma atractiva, donde todos por igual, tienen un destino individual. Esta individualización del alimento promueve un consumo separado del resto. Con comida disponible a todo momento y en todo lugar y transformando los hábitos de alimentación de sociedades enteras. Las personas comen en las oficinas, en los trabajos, frente a foodtracks o en los bancos de una plaza. Pero muchos de ellos comen ahora de forma separada. No comen juntos. Y menos aún en familia. La gente come sola, también quizás frente a una mesa. Pero de un único comensal.
El fogón y el fuego, elemento circular de primera unión gregaria de los humanos, dio pie a las primeras mesas, apoyándose en piedras para su alimentación. Las primeras mesas fueron creadas en Egipto, durante el imperio antiguo, con la finalidad de separar la comida del suelo, alejada de las alimañas. Desde ese momento, se convirtió en el mueble más común y más utilizado por el hombre. Alrededor de la misma, los humanos por centurias, se reunieron para compartir el alimento. La mesa sirvió a los humanos para sostener y apoyar sus alimentos, tenerlos disponibles a una altura cómoda, mientras comían sentados y generalmente de características amplias que permitían que todos a su alrededor pudieran compartir los alimentos. Hablar y compartir. La mesa y quienes comen a su alrededor, lo hicieron conjuntamente desde la época de las cavernas.
En la Edad Media, la mesa era desmontable y se conformaba como un tablero largo y estrecho que se apoyaba en un juego de anillos disimulados con tejidos. Durante el Renacimiento, la mesa adquiere carácter fijo y hasta el siglo XIV consistía en un tablero que podía ser de mármol montado en dos anchos pedestales. A partir del siglo XIV, en Italia se empiezan a fabricar mesas con patas en forma de balaustre y en el siglo XV, en Francia, con patas en forma de columnitas unidas o patas acanaladas. A su vez, en Inglaterra, se sustituye la mesa desmontable por el refectorio: una mesa de patas poderosas que en general están unidas a través de una madera central. Las mesas para los alimentos se conocieron desde siempre como “mesas de comedor”. Y había un lugar en la casa, justamente identificados con este espacio específico: “el comedor”. O bien dos lugares. En el caso de los pobres, el lugar de la mesa coincidía casi siempre, con la cocina y por tanto, con el fuego.
Desde Los Caballeros de la Mesa Redonda, base del mito artúrico tan popular en la cultura británica a la Ultima Cena de Jesucristo, todos en la cultura occidental, de forma mítica o real, se reunían alrededor de la mesa para sus interacciones sociales, compartir y comer.
Y así, cada una de las personas que se reúnen alrededor de una mesa, se llamaron comensales. En la mayoría de los casos, comparten más que una mesa. Y generalmente, en el origen, familia, comedor y comensales estuvieron unidos y compartieron las mismas vivencias.
La mesa familiar reunía a la familia, con y sin comida. En “Sin pan y sin trabajo” (De la Cárcova, 1894) esto queda marcado en una pintura, donde los comensales se sientan a la mesa, sin comida. Una mesa vacía, que denota la pobreza, el hambre y la falta de trabajo de una clase obrera, migrante y desfavorecida, antes como ahora, igualmente en pujantes ciudades del tercer mundo como Buenos Aires. Aunque a veces, los pobres ni siquieran tenían una mesa, pero igualmente comían juntos. En «La sopa de los pobres» (1884) de Reinaldo Giudici, lo plantea en una pintura singular, donde se comparte la comida, sin una mesa presente. Años más tarde, con el mismo título (Die Armensuppe ), será Albert Anker en 1894, quien vuelve a poner la mesa, la distribución de comida y llamativamente con todos los comensales alrededor de ella, que son niños. Los adultos miran y esperan, todos de pie. Una situación muy similar a la actualidad, en varios países del Sur Global, donde existen comedores colectivos. O la misma obra perdida en 1955 de Frida Kahlo (Kahlo 1940), que trasciende el acto de comer sobre la mesa y nos retrotrae a los fundamentos, los miedos, las pasiones, las traiciones, los alimentos y la propia muerte.
Hoy, tanto a nivel mundial, como nacional, la transformación alimentaria y la fuerte incidencia del nuevo régimen alimentario de las transnacionales, es el que prevalece en la mayoría de los países. Y es notable que se ha quebrado la lógica comensalista y las formas de alimentarse. La calidad alimentaria, en términos de disponibilidad de nutrientes en los alimentos, es muy diferente.
En el Norte rico, la población de mejores ingresos, cuenta con opciones de alimentación de calidad, nutricional y energética en el marco de dietas adecuadas a su salud. Incluso provienen en varios casos, de regiones pobres del mundo, dónde no puede ser consumidos, por la restricción presupuestaria de sus ciudadanos. Y además, los gobiernos tienen en esto una enorme responsabilidad y a veces la cumplen. Los estados, bajo presión social han impulsado la reducción de las dosis de azúcares, sales, grasas en los alimentos, especialmente los procesados. Incluso la legislación lo castiga y las empresas, en el mundo desarrollado, están transformando los productos que ofrecen y comercializan. Sus cuerpos hablan y denotan una población, en algunos países del Norte global, más saludable y delgada. Por supuesto no en todos los casos, pero notable en algunas economías como la alemana. Y muy diferente a las dietas grasas de los EE.UU., Sudáfrica o la misma China. Pero, la mesa familiar y la acción comensalista, está cada día más distante. Aunque las dietas pueden ser más sanas, la gente come en soledad. En sus empleos, fuera de horario o a lo largo del transcurso del día.
En el Sur pobre, la comida de baja calidad es la más barata y por ende, la que los pobres consumen más asiduamente. Es una comida de baja calidad nutricional pero energéticamente muy potente. Realizan sus acciones cotidianas, de trabajo o algún estudio, en condiciones subóptimas. Los gobiernos impulsan este proceso de consumo, a través de la promoción de alimentos baratos en los supermercados, o incluso por compras mayoritarias, que luego reparten entre los pobres. Sea por la compra o por la donación, la oportunidad para los pobres por comer alimentos de mejor calidad, es una utopía.
Lo llamativo y diferente en estos días, es que los gobiernos – como en el caso de la Argentina – distribuyen alimentos baratos y generalmente de pésima calidad y menor valor nutricional, a comedores colectivos, hacia dónde van los pobres, pero por separado: Los niños primero, comen en el mismo comedor, cuando se puede. Y los padres, reciben, cuando queda disponible, los alimentos que sobran. Lo mismo sucede con los ancianos, generalmente los más desnutridos y mal alimentados.
Estos comedores, son lugares abiertos por personas solidarias, organizadas o no, pequeños grupos de ciudadanos u ONGs locales, cooperativas y asociaciones sociales, iglesias y organizaciones de beneficencia, que reciben los alimentos – en la mayoría de los casos – del gobierno. Luego, un conjunto de cocineras, hacen lo que pueden con los alimentos recibidos e intentan brindar un plato caliente a quienes están sin alimentos. La mesa familiar y la actividad comensalista de la misma, pasó a ser una mesa colectiva, en la cual, personas que a veces ni siquiera se conocen, pasan a estar reunidas por un tiempo, sólo para el acto de comer. Estos comedores, han recibido el nombre displicente de “comederos” en virtud, que pierden su sensibilidad social para convertirse en un pie de igualdad, al lugar utilizado para alimentar a los animales.
El paso a este nuevo comensalismo entre desconocidos, esconde otras cosas tanto o más preocupantes. La pérdida de los vínculos familiares, el elevado nivel calórico de comidas vacías, la pérdida de la vinculación cultural con el alimento de base local, el desconocimiento y acostumbramiento a alimentos procesados y ultraprocesados, la cancelación de la formación en las formas de preparar la comida por las nuevas generaciones y la dependencia directa – como una dádiva – de los gobiernos de turno. Demasiada azúcar, sal y grasas para los pobres.
Y no es sólo la comida, sino también la bebida. En uno de los países con una mayor raigambre cultural vinculado a los alimentos de base local y cultural, como México, la fuerte penetración de la industria de las bebidas cola, es pasmosa. Llegaron hace más de cien años y su consumo es aún mayor que en el propio Estados Unidos: Se toman más de 163 litros por persona y año, mientras que en el país de Donald Trump, se beben 118 litros anuales. Las bebidas cola azucaradas, son un atractivo letal para la población indígena, que tomando su “refresquito”, enferman de diabetes y se ven afectados por otras enfermedades producidas por las bebidas y los alimentos.
Las políticas nacionales, son claramente responsables de lo que comen, cómo come y dónde come la población de un país. En el caso de los países del sur – por ejemplo, Argentina o Brasil -, la promoción de las exportaciones granarias y de carnes esconden la pérdida de la calidad nutricional de una población que antes la tenía. Las carnes de calidad – certificadas por sus distintos tipos – son exportadas a los países que pueden pagarlas, dejando a los pobres con los cortes menos nutritivos, menudos o de peor calidad. La leche y los huevos siguen por el mismo camino.
Alternativas a este desastroso panorama alimentario, emergen desde las propias bases de la población y tienen a la agroecología como una de sus banderas más potentes. Si bien no es posible, paliar a nivel colectivo la enorme crisis alimentaria y la pérdida de los lazos sociales que permitía el comensalismo, el esfuerzo de quienes hacen agroecología, tanto urbana, periurbana como rural, permite encontrar una nueva esperanza, que contribuye a resolver tanto problemas de acceso a los alimentos, como de producción, de comercialización local y de recuperación de la dignidad perdida.
Miguel Altieri, referencia mundial en Agroecología, decía: “lo que sacó a la gente del hambre y la miseria, no fueron los sistemas de la agricultura sojera transgénica, sino los sistemas de autoproducción de alimentos, que crecieron en todo el país y dieron de comer a la gente más pobre” (Altieri 2003). Existen desde hace tiempo modelos productivos agroecológicos que, superando el asistencialismo alimentario, se convirtieron en ejemplos de autoproducción y generación de excedentes comestibles de calidad y sanidad indiscutible. Ha habido incluso algunos intentos de viraje hacia la producción orgánica a gran escala en la propia economía capitalista de EEUU, o los procesos de transformación a nivel nacional realizados por la agricultura en Cuba, que después de los noventa permitió a este país casi duplicar su producción y reducir a la mitad el consumo de insumos externos; ambos constituyen casos interesantes.
Este planteamiento, al igual que el de la agroecología, se funda en las experiencias productivas de la agricultura ecológica para elaborar propuestas de acción social colectiva que se enfrentan a la lógica depredadora del modelo productivo agroindustrial hegemónico para sustituirlo por otro que se oriente a la construcción de una agricultura socialmente justa, económicamente viable y ecológicamente sustentable. Con el mismo objetivo, las ferias agroecológicas, que se organizan y expanden en todo el sur del Brasil configuran un espacio de recuperación donde campesinos y consumidores forman una asociación basada en principios éticos y solidarios, proporcionando a su vez autonomía y autoestima al agricultor y mejores condiciones de calidad y precio para el consumidor.
Las crisis económicas o ambientales también generan ciertas oportunidades. Argentina lo vivió a principios del presente milenio y Europa le siguió después de 2008. En ambos casos, las propuestas agroecológicas emergieron y dieron soluciones. Hoy mismo en España, además de la producción agroecológica en ciudades como Madrid, Granada, Barcelona o Córdoba, se suma las creaciones originales de la economía social y solidaria. Desde el año 2014 la FAO reconoce formalmente la agroecología como una de las prácticas de la agricultura sostenible más relevantes para enfrentar la crisis alimentaria emergente. Y es en esta última década, cuando la agroecología, especialmente desde los periurbanos pauperizados de pueblos y ciudades, emerge con mayor potencia. Existen programas desde nacionales a municipales que la promueven y grupos de ciudadanos que no sólo buscan una mejor producción sana de alimentos, sino volver a reunir a las familias, alrededor de una mesa. Y en muchos casos, lo han logrado.
Los programas de autoproducción de alimentos, focalizados en la familia, han contribuido a resolver los problemas de alimentación como los de localización de dónde se come: nuevamente los hogares. Y además, facilitaron la posibilidad de producir alimentos propios, de mayor calidad nutricional. Por ejemplo, en el caso de la Argentina, la superficie promedio de estas huertas, oscila en los 100 m2 para las familiares, 200 m2 para las escolares y unos 1.000 m2 en el caso de las comunitarias. La producción anual de una huerta familiar, que abastece a una familia de cinco personas (tres adultos y dos menores, por ejemplo), supera los 200 kg de hortalizas frescas (entre las de primavera/verano y otoño/invierno) (Pengue 2023). Fueron siempre las mujeres las que lideraron los procesos en estos programas de autoproducción como así también, quienes de forma más permanente se mantuvieron vinculadas a los mismos.
En el exitoso programa PROHUERTA, que funcionó en Argentina – cancelado hoy en día por el gobierno actual en el año 2024 – además de las semillas, se entregaban a las familias, animales de postura (gallinas Negra INTA) y de carne (pollos camperos), o parejas de conejos. La mayoría de las hortalizas, en una dieta equilibrada proveen de minerales como fósforo, calcio, hierro y magnesio, muy ricas en vitaminas A, B, C y D, aportando fibra que favorece la digestión y en algunos casos son proveedoras de proteínas. Se promueve la autoproducción de zapallos, perejil, espinacas, acelga, tomate, zanahoria, porotos, lentejas, ajo, maíz, brócoli, coliflor, pimiento, alfalfa, soja, repollo, papa, berenjena, melón, cebolla, y otras verduras durante todo el año calendario, en distintas combinaciones y rotaciones en los ciclos primavera-verano y otoño-invierno.
Es llamativo que en un país como la Argentina, reconocido por la excelente calidad de sus suelos y el contenido de nutrientes más destacado – los conocidos Molisoles -, la población más pobre – más del 53 % de la población del país – se viera obligada a acceder a alimentos de la peor calidad y recurrir a comedores, donde las pautas de contacto familiar están perdidas. Suelos ricos y población, pauperizada. Han sido los programas de autoproducción, los únicos que dieron, un poco más de equilibro a un desbalance no sólo nutricional sino social y cultural que pierde la sociedad a una velocidad pasmosa. Y de la que seguramente, tardará generaciones en recuperarse. Si es que lo logra. La mesa, hoy vacía, sigue esperando…a los comensales y a la buena comida, de calidad, y para todos.
Referencias
Aguirre, P. (2024). La desigualdad, la comida y los cuerpos de clase. Nueva Sociedad. NUSO N° 311 / mayo – junio 2024. https://nuso.org/articulo/311-la-desigualdad-la-comida-y-los-cuerpos-de-clase/
Altieri, M. (2003). Una respuesta agroecológica al problema del monocultivo en la Argentina, una entrevista al profesor Miguel Altieri, Universidad de California, Berkeley. Interview of Fabian Banga. https://www.agroeco.org/doc/miguel/
Anker, A. (1894). La sopa de los pobres (Die Armensuppe). https://www.meisterdrucke.es/impresion-art%C3%ADstica/Albert-Anker/32241/La-sopa-de-los-pobres.html
De la Cárcova, E. (1894). Sin pan y sin trabajo. Pintura. Museo Nacional de Bellas Artes. https://www.bellasartes.gob.ar/coleccion/obra/1777/
Food Systems 4 Health (2019). https://www.behance.net/gallery/76807373/EAT-Report-2019-Food-Planet-Earth
Giudice, R. (1884). Painting. Lo sguazzetto o La sopa de los pobres (Venecia). https://www.bellasartes.gob.ar/coleccion/obra/1778/
HIAS (2025). Hamburg Institute for Advance Study. https://hias-hamburg.de/en/about-us/institution/
Kahlo, F. (1940). La mesa herida. Pintura (Obra extraviada en Polonia). UNAM. https://www.dgcs.unam.mx/boletin/bdboletin/2018_019.html
Müller, A.(2021). Cheap food is expensive. Why the World Food Systems Summit must usher in a fundamental change to our food system. https://www.tmg-thinktank.com/blog/cheap-food-is-expensive
Patel, R. (2008). Stuffed and Starved: The Hidden Battle for the World Food System. Melville House Pub. 398 páginas.
Pengue, W.A. (2023). Economía Ecológica, Recursos Naturales y Sistemas Alimentarios ¿Quién se Come a Quién?. Orientación Gráfica Editora . https://www.researchgate.net/publication/370068450_Economia_Ecologica_Recursos_Naturales_y_Sistemas_Alimentarios_Quien_se_Come_a_Quien
TEEB (2018). TEEB For Agriculture & Food Scientific and Economic Foundations Report. https://teebweb.org/wp-content/uploads/2018/11/Foundations_Report_Final_October.pdf
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Es Ingeniero Agrónomo, con formación en Genética Vegetal. Es Máster en Políticas Ambientales y Territoriales de la Universidad de Buenos Aires. Doctor en Agroecología por la Universidad de Córdoba, España. Es Director del Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente de la Universidad de Buenos Aires (GEPAMA). Profesor Titular de Economía Ecológica, Universidad Nacional de General Sarmiento. Es Miembro del Grupo Ejecutivo del TEEB Agriculture and Food de las Naciones Unidas y miembro Científico del Reporte VI del IPCC.
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