Waiãpi (Brasil) – Sebastian Smith (AFP)

Miembros de una tribu de la Amazonía brasileña miran fijamente hacia el cielo y exclaman: «¡Un avión!», señalando un lejano punto plateado.

La visión de la aeronave que sobrevuela la reserva Waiapi de Manilha hipnotiza a los indígenas, ataviados con brillantes taparrabos rojos y los cuerpos pintados con motivos rojinegros hechos con achiote y jenipapo, un fruto local.
«¿Crees que vienen a observarnos?», pregunta Aka’upotye, de 43 años, el primogénito del cacique.
Incluso cuando desaparece el avión -desde el cual la Amazonía debe parecer apenas una alfombra verde – persiste una sensación de malestar.

La tribu fue contactada por autoridades brasileñas en la década de 1970. Hasta ese momento, vivía como sus ancestros antes de que los europeos llegaran a América hace cinco siglos, en armonía con la mayor floresta del planeta.
Pero el llamado ‘mundo moderno’ se acerca y los cerca.

Para alguien llegado de fuera, la vida en Manilha y en una docena de pequeñas comunidades de casas sin paredes y con techos de paja parece a primera vista un cliché de otra era.

Los hombres cazan y pescan, mujeres con pechos descubiertos cosechan yuca y preparan la leña para el fuego. Y todos, incluidos los niños, se cubren con pinturas naturales para proteger sus almas y sus cuerpos.

No hay tiendas ni necesidad de dinero. A diferencia de tribus que casi se han convertido en atracciones turísticas, los waiapi casi nunca aceptan visitas de extraños, ni siquiera periodistas.

A pesar de ese aparente aislamiento, no hace falta llevar la mirada al cielo para encontrar señales de cambio.
Un hombre de la tribu tiene un teléfono celular en su taparrabo: en el lugar no hay señal, pero lo usa para sacar fotos. Otro posee el único auto de Manilha. Bajo un techo de paja resuena una radio alimentada con energía solar, utilizada para conectar a las comunidades waiapi diseminadas por la floresta.

Y mientras Manilha da la impresión de estar perdida en el palpitante corazón de la selva, todo el mundo sabe que la sociedad de consumo acecha a solo dos horas de carretera, en el soñoliento pueblo de Pedra Branca.

– Dos galaxias a un paso de distancia –

La mayoría de los cerca de 1.200 waiapi casi nunca van a Pedra Branca. Jawaruwa Waiapi viaja en cambio allí cada semana, alternando entre dos mundos, casi como un viajero intergaláctico.

A sus 31 años, vive en una colina pronunciada en la selva e hizo historia el año pasado al convertirse en concejal. Es el primero de su tribu en ocupar un cargo político por elección popular, un raro ejemplo de la incursión waiapi en territorios del «hombre blanco».
En Pedra Branca, donde ocupa un escritorio, viste jeans y una camisa a cuadros.

Al regresar a su pago, cada fin de semana, lleva apenas el tradicional taparrabo. Su esposa, Monin, vestida de forma similar, lo adorna con achiote, favor que él devuelve.

«Aquí tienes que seguir las reglas de la ciudad. Necesitas dinero para vivir, necesitas pagar por todo», dice en Pedra Branca. «De regreso a la aldea, no pagas por nada: el agua y el fuego son gratis».

Jawaruwa Waiapi dice que se postuló para el Concejo Municipal porque no había ningún representante indígena en esa instancia, así como tampoco hay diputados indígenas en el Congreso brasileño. «¿Quién más va a pelear por nuestra gente?», se pregunta.

Marina Sa, dueña de un restaurante en Pedra Branca que ha ayudado al concejal a integrarse, dice que la presencia de Jawaruwa Waiapi es una novedad. «Poca gente ha ido (a territorio waiapi). Es otro mundo».

– Siempre waiapi por dentro –

Jawaruwa Waiapi y su familia parecen desprenderse de una pesada carga cuando regresan a su tribu, donde el sol gobierna las rutinas y los cantos de los pájaros son los ruidos más fuertes que se oyen.

«A los niños no les gusta la vida en el pueblo», dice su esposa Monin, de 24 años. «Tienen que usar ropa y ducharse», en lugar de asearse en el río, explica.

Mirando a uno de sus cuatro hijos, de 4 años, Jawaruwa Waiapi se preocupa.

Los jóvenes que salen de la aldea para estudiar generalmente regresan. ¿Pero qué pasa si los suyos no?

«Si él se va de la aldea y le gusta la ciudad, no querrá conservar nuestra cultura», comenta.

Un hombre de la tribu que vivió dos décadas fuera de la aldea dijo que le costó cuatro años «volver a ser un waiapi».

«Hay mucha maldad en el mundo», dice Calbi Waiapi, de 57 años.

Pero para Kamon Waiapi, que viaja regularmente a Pedra Branca y es asistente de Jawaruwa, la clave está en recordar quién realmente eres.

En un viaje reciente al pueblo, salió del carro y cambió su taparrabo por jeans, zapatos de cuero y una camiseta.

«Ahora soy un hombre blanco», dice.

¿Se siente menos waiapi?

«No», responde sin sombra de dudas el joven de 25 años. «Por dentro, nunca cambio».