Por: Walter Pengue (Argentina).
La llegada del trigo resistente al glufosinato de amonio

La crisis alimentaria está poniendo bajo tensión al modelo global de producción de alimentos. El escenario está abriendo interrogantes, preocupaciones y oportunidades que no dejarán pasar los grandes actores del negocio internacional.

La combinación de factores climáticos – como la sequía -, la crisis económica post COVID19 y la guerra en países productores, junto a la dependencia de muchos países consumidores y pobres, ponen un conjunto de presiones adicionales sobre la delgada línea que tiene a la producción de granos, y especialmente al trigo – como un alimento básico de una buena  parte del mundo – en su centro. Por otro lado, es una oportunidad para grandes grupos corporativos. Que no dejarán pasar.

El escritor Dan Morgan se preguntaba 40 años atrás en Los Traficantes de Granos sobre lo difícil que resultaba explicarse cómo las compañías cerealeras internacionales, a pesar de su enorme poder,  pasaban tan inadvertidas por la historia. Y de hecho por la sociedad global, siendo que los granos representan la canasta básica de alimentos de la humanidad.

En esos años de petróleo barato, petrodólares y nuevamente Rusia influyendo en la discusión alimentaria internacional, se planteaba un escenario geopolítico desafiante. Trigo en Occidente y arroz en el Oriente, dominados por un puñado de compañías que se cuentan con algunos dedos de la mano.

Un mercado oligopólico aún más concentrado que el del propio petróleo. Pero que se sustenta también en él al ser este la base de toda la “industria petroquímica moderna”. La Revolución Verde – una primera oleada de esta escalada global que arrancó luego de la segunda guerra mundial – inundó al mundo con agroquímicos y fertilizantes sintéticos y sentó los cimientos de una segunda revolución a finales del siglo pasado.

La “Biorevolución” o Segunda Revolución de las Pampas – como la llaman por la Argentina – nos pone por un lado frente a espacios concentrados de poder dados por las multinacionales de los agroquímicos y por el otro frente a las megaempresas de semillas. Dos caras de una misma moneda.  “Quién domine las semillas dominará el mundo y entonces ¿Por qué si tenemos la tecnología, no íbamos a hacerlo?”, argumentaba un ex CEO de Monsanto en los albores de los años noventa.

En parte lo hicieron. Pero no contaron con los impactos producidos ni pretendieron contabilizar sus  costos. Son estos, los Invisibles (daños ocultos) que hoy en día están aflorando por doquier. Ya con la Primavera Silenciosa, la científica norteamericana Rachel Carson advertía sobre los serios impactos en el ambiente y la salud humana de los agrotóxicos.

El New York Times de Julio de 1962 – ¡y antes de la propia salida del libro! – destacaba que la industria química “se levantaba en armas” contra Carson e intentaba falazmente desacreditar sus argumentos. La seguidilla llegaría hasta nuestros días, en contra de  otros científicos que frente a una segunda oleada de químicos como el glifosato y un variado cóctel químico – más nuevas semillas transgénicas – alertaban de los posibles daños.

Hace ya casi quince años atrás, luego del fenomenal éxito de su cultivo estrella  – la soja transgénica resistente al glifosato – las compañías semilleras focalizaron su interés justamente no ya en cultivos forrajeros o proteinosos, sino en aquellos granos y por ende, alimentos, vinculados con la directa comida humana.

Así avanzaron por un lado sobre el arroz y ciertamente en la búsqueda de nuevas patentes,  sobre otro grano de oro como el trigo.  Pero con este cultivo y particularmente por el hecho de ser una especie autógama, los problemas con las llamadas bolsas blancas – que en algunos países manejaban agricultores o mismo cooperativas, escapando al control corporativo – desalentaron inicialmente la continuidad de estas líneas comerciales, no así de la investigación sobre cultivos tan relevantes.

No obstante, en países trigueros por excelencia, como la Argentina, con el falaz argumento de una ciencia nacional y popular y el trabajo conocido sobre la resistencia a la sequía en girasol, más la oportunidad de controlar malezas con un “nuevo” herbicida como el glufosinato de amonio, la cuestión siguió avanzando.

Y cristalizó, luego de un meticuloso trabajo de investigación, en un nuevo evento, denominado HB4 (tanto para el trigo como para soja) (que es el nombre comercial del factor de transcripción HAHB4 – Helianthus annuus Homeobox 4 – y que modula la comunicación entre distintas vías de respuesta a factores bióticos y abióticos en plantas de girasol), en rigor, tolerante a los fenómenos previamente mencionados.

La lucha contra la sequía, ha sido una demanda histórica a solucionar, buscada por agricultores de todo el mundo. Es muy conocido el proceso de selección de líneas de arroz tolerantes a la sequía o la salinidad (otra limitando extrema de los cultivos) o del girasol, una especie icónica en este proceso.

La relevancia de trabajar en solucionar serios problemas de los agricultores frente a la crisis climática pasada y la que tal como lo advierte el IPCC, aquellas por venir no puede dejar de soslayo, el papel que juegan los agroquímicos y especialmente los herbicidas en este juego recurrente del gato y el ratón, de resistencias y por otro lado, crecientes costos ambientales. 

El “nuevo trigo transgénico” promovido por el mismo Ministerio de Agricultura  de la Argentina, que por otro lado sindica apoyar a la agroecología, llega en apariencia al mundo, en un momento álgido y por ende con oportunidades incluso más amplias que aquellas que encontraran a la soja transgénica resistente al glifosato a mediados de los noventa.

Si en esos tiempos manifestábamos un paquete de preocupaciones sociales, económicas y ecológicas planteadas en Cultivos Transgénicos, ¿Hacia dónde vamos? (UNESCO, 2000), hoy las mismas se multiplican con un cultivo que se convertirá en alimento directo de los humanos. Y que puede afectar a uno de los graneros del mundo, anclados en el sur de América, impactando claramente también a la economía triguera mundial.

El trabajo de mejoramiento genético (convencional) en la Argentina inició muy tempranamente, prácticamente con la agricultura moderna y durante todo este tiempo, se fueron aportando desde la genética convencional aspectos que fueron contribuyendo a mejorar tanto su productividad como especialmente la calidad de los mismos.

El desarrollo fitomejorador a lo largo del tiempo de variedades mejoradas y cultivares, permitió aprovechar distintas condiciones agronómicas y ecológicas para promover tanto el desarrollo de trigos duros y blandos (T. durum u T. aestivum), en una de las regiones trigueras más importantes del mundo. Este desarrollo genético convencional y las tremendamente especiales, particulares y óptimas de los suelos argentinos, facilitaron la realización de trigos mejorados de altísima calidad.

Muchas veces desde el punto de vista agronómico, en las distintas regiones trigueras, utilizamos “por manejo”, uno u otro cultivar que va de trigos de ciclo corto, largo e intermedio/largo y especialmente también tener muy en cuenta que los trigos en la Argentina, en general, se producen en la mayoría de las regiones, en secano. Y hasta ahora, es evidente que han funcionado, muy bien.

Los trigos argentinos, hasta antes de la llegada del HB4, además de ser el país uno de los cinco grandes exportadores, prácticamente “no son un commoditie”, sino que por su calidad son reconocidos y adquiridos incluso por aquellos países trigueros, para mejorar la calidad de su propia producción, al mezclarlos con esta por ejemplo. En este sentido, los trigos argentinos, son trigos mejoradores. De muy buena calidad y con una base de desarrollo genético relevante.

Pero parece que, a pesar de la búsqueda por demostrar bondades que pueden ser cuestionables, cuando no existen todas las respuestas científicas pertinentes y las verdades son mediatizadas por distintos grupos de interés, nos encontramos nuevamente con que el centro del asunto, en la realidad no es ni será la tolerancia a la sequía sino claramente la tolerancia al glufosinato de amonio, un herbicida más potente que el glifosato y que se encuentra prohibido en varios países compradores, aunque en rigor de verdad, también permitido en muchos otros.

En este sentido, hasta la industria molinera y los compradores internacionales de trigo argentino han puesto el grito en el cielo, cuando a sabiendas de las preocupaciones de sus consumidores la cuestión podría convertirse más que en una solución en un nuevo dolor de cabezas.

Generalmente, el comprador es el que manda. Pero por supuesto, que bajo situaciones de crisis alimentaria global, las cosas pueden cambiar y se compra lo que se puede. Quizás Argentina y sus políticas comerciales, agropecuarias y científicas en este punto, vayan por la política de los hechos consumados. Pretendiendo imponer un nuevo modelo transgénico.

La cuestión no fue un tema menor, cuando en los tiempos de prohibición de la soja transgénica en Brasil, a principios del 2000, todo el sur de ese país comenzó a recibir – por vías ilegales – soja transgénica desde el país productor, que justamente llamaban soja “Maradona” y de hecho, en poco tiempo, al inundarse su mercado interno, con esta nueva soja,  el país terminó aprobando la transgénica.

Quizás sea cuestión de tiempo, quizás no, pero es claramente una jugada comercial en un momento grave para la especie humana. La compañía argentina que detenta el trigo HB4, Bioceres, que este año sembrará 55 mil hectáreas indica que se encargará de la identidad preservada de los granos, para que no haya ningún escape de semillas y se les pueda hacer su seguimiento. A la luz de los casos anteriores de otra semilla autógama como la soja, la garantía indicada, cuando los volúmenes crezcan, tiene “muchos escapes” que es claro que no podrán ser cubiertos.

¿Quiénes controlarán tales situaciones?, ¿el Estado?, ¿los Estados?, ¿otros consumidores?, ¿cuáles son las verdaderas capacidades de la compañía para hacerlo?,  ¿funcionará con mercados segmentados?, ¿o caerá este trigo en mercados a granel?, en una nueva política de volúmenes y no de calidades – ¿emulando a Rusia, con sus trigos baratos para los países africanos pobres? -.   Más preguntas que respuestas, al menos, certeras, y no sólo discursivas.

La dependencia alimentaria es un hecho (Ver Mapa) y la actual crisis ruso-ucraniana lo exacerba. Por lo que es posible que las economías más pobres, adquieran a los principales países exportadores, por ejemplo de trigo, finalmente lo que estos decidan darles. O quizás no.

Fuente: Malpass, D. (2022).

Se está gestando una nueva crisis alimentaria mundial. VOCES.

Por otro lado, la genuina preocupación de los consumidores, en recibir alimentos en forma directa asperjados con glufosinato de amonio, debería estar saldada antes de la gran expansión del cultivo. Y no después. Todo lo dicho para la soja anteriormente, se aplica ahora para el trigo, a lo que se suma la pregunta relevante sobre los impactos del glufosinato en la salud humana.

Previamente el glifosato, no sólo por la resistencia en malezas, sino porque comienza a ser limitado en su uso en varios países (por ejemplo la Unión Europea lo vaneó para Diciembre de 2022 y México lo tiene prohibido), sabemos que tiene los días contados.

Si los principales países europeos no renuevan su permiso. Para los convencionales de la producción, la alternativa viene dada por la atrazina, el 2,4 D y claramente el glufosinato. Un herbicida, que si bien puede subir los costos de producción, su impacto para el cultivo de trigo podría rondar entre el 5 al 10 por ciento en las condiciones actuales.

No es mucho, para los actuales precios de estos granos. Pero sí lo puede ser, para la salud humana, como comienzan a alertar los médicos y científicos independientes.  La documentación inicial y los primeros trabajos sobre especies “guía” en el mundo animal, alertan sobre los posibles impactos en nuestra salud.

Si se produce una situación parecida al glifosato en los noventa, es claro que los impactos, a pesar de los nuevos argumentos en favor del herbicida de los grupos de interés comercial, serán sólo parciales y anulados por la fuerza de los hechos. O lo mismo y conocido que pasará para los cultivos, al aumentar la presión de uso y promover la emergencia en nuevas malezas.

En soja transgénica con glifosato ya pasó. Parece que la historia, antes de largarse, puede comenzar a repetirse: hace poco más que un año, investigadores de la Universidad de Arkansas, anunciaron la resistencia de Amaranthus Palmeri al glufosinato de amonio.

Hace unos cuantos años, en una charla viajando por la red de subterráneos de  Estocolmo, sobre mis respuestas a sus preguntas acerca de la soja transgénica en la Argentina y sus impactos sobre el ambiente y la salud humana, el reconocido científico francés, Gilles-Éric Séralini me expresó lo que luego se expandiera como un comentario generalizado: “Pero Ustedes, están haciendo un experimento a gran escala…”.

Esperemos que con esta nueva oleada transgénica, que ahora recae sobre un alimento imprescindible para la humanidad, nos demos el tiempo de reflexionar con seriedad sobre los pros y contras de un nuevo evento transgénico, considerando incluso el uso potencial y de otra manera útil a la humanidad de los genes resistentes a la sequía, quizás bajo otras prácticas de producción y manejo con las premisas de una buena agronomía, aquella  ciencia que conoce y está obligada a analizar integralmente los procesos de producción de los cultivos que nuestra humanidad luego consumirá.  Ojalá…

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Wal­ter Pen­gue es Ingeniero Agrónomo, con formación en Genética Vegetal. Es Máster en Políticas Ambientales y Territoriales de la Universidad de Buenos Aires. Doctor en Agroecología por la Universidad de Córdoba, España. Es Director del Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente de la Universidad de Buenos Aires (GEPAMA). Profesor Titular de Economía Ecológica, Universidad Nacional de General Sarmiento. Es Miembro del Grupo Ejecutivo del TEEB Agriculture and Food de las Naciones Unidas y miembro Científico del Reporte VI del IPCC.