Waiãpi (Brasil) | Por: Sebastian Smith – AFP
En lo profundo de la selva amazónica, ha llegado -de nuevo- la hora de beber.
Miembros de la pequeña y remota tribu waiapi, en el norte de Brasil, se acercan los cuencos de calabaza a sus rostros pintados y beben caxiri, un brebaje casero.
Generalmente de un solo trago, vacían el bol de gran tamaño y vuelven a llenarlo en un enorme tronco en forma de canoa, rebosante de ese líquido que parece más una sopa que una bebida alcohólica.
Los hombres de la aldea de Manilha, vestidos con taparrabos colorados y con los cuerpos pintados de rojo y negro, se embriagan rápidamente.
La fiesta, que arranca después del almuerzo y sigue con el cielo ya poblado de estrellas, honra al espíritu del río: una serpiente gigante parecida a una anaconda, llamada Sucurí, que debe ser apaciguada constantemente.
Pero los waiapi necesitan pocas excusas para organizar rondas de tragos, de preferencia con música.
«Cuando bebes, tu visión cambia. Sientes menos vergüenza. La alegría se apodera de ti y tus pies empiezan a moverse», dice Japarupi Waiapi, un cacique de 45 años de una comunidad vecina.
Media docena de hombres tocan flautas de bambú, otros cantan, pero todos hacen fila para soplar un instrumento del mismo tipo de tres metros de longitud tallado en un ‘árbol flauta’, una especie de cecropia.
«Tocamos las flautas para que Sucurí esté feliz y no capture a la gente en el río», explica Japarupi. «El río es muy importante. Lo usamos para pescar, lavar y divertirnos».
Limpiándose la boca después de un largo trago, el cacique waiapi evoca otra razón lógica por la cual ese caudal de agua merece ser homenajeado: «Sin río, no habría fiesta».
– Un trabajo titánico –
Los waiapi son autosuficientes. Pueden vivir sin electricidad, teléfonos, coches, casi sin ropa e incluso sin dinero. Todo lo que necesitan está en la selva, pero cazar y practicar una agricultura de subsistencia puede resultar extenuante.
El caxiri es su único lujo.
Algunas mañanas, los hombres se reúnen para un encuentro informal y un par de tragos. Otras veces se trata de algo mucho más complejo, como la organización de una gran fiesta con otras comunidades invitadas, que se prolongará toda la noche.
«Estas rondas de caxiri fueron mencionadas por varios viajeros en la Guayana Francesa en el siglo XIX. No hay duda de que emborracharse era una tradición importante para los waiapi», escribió el antropólogo Alan Tormaid Campbell, que vivió con los waiapi en los años 70 y en 2002 publicó el libro «Conociendo a Waiwai» («Getting to know Waiwai»).
Mantener la tradición exige un trabajo titánico y son las mujeres, que beben menos, quienes se encargan de él.
El caxiri es una bebida fermentada de un tipo de yuca, o mandioca, beige o morada, con diferentes graduaciones alcohólicas.
El tubérculo, con el que también se hace harina (la tapioca), se cultiva en un claro en las afueras de Manilha expuesto a la ferocidad del sol.
Para llegar hasta allá, las mujeres tienen que cruzar un río, andar con grandes mochilas tejidas con hojas de palma y regresar cargadas con kilos de tubérculos.
Luego empieza el proceso de rallar, hervir, colar, escurrir, hornear y fermentar la yuca.
Eriana Waiapi, de 48 años, quien al igual que las demás mujeres de la expedición lleva el pecho descubierto y carga un machete, rechaza la idea de que el esfuerzo sea desproporcionado.
«Somos mujeres. Somos guerreras cuando cargamos la mandioca», afirma.
– Sin caxiri, el futuro amenazado –
En pocas horas, los parranderos de Manilha han vaciado la canoa de caxiri. Afortunadamente, hay otra que aguarda al otro lado de la aldea.
Los músicos avanzan apiñados, tocando con un entusiasmo creciente las dos únicas notas de un ritmo hipnotizador. Con un movimiento oscilante, recorren la aldea como flautistas poseídos.
Primero visitan al viejo cacique de Manilha que, descansando en su hamaca, canta con ellos. Luego van a ver a las mujeres, que beben de manera más controlada.
La noche cae, iluminada solo por algunas fogatas. Pero la fiesta continúa.
Los músicos siguen danzando y tocando la flauta, mientras hombres y mujeres ríen y cuentan historias en torno a la hoguera principal. Un hombre achispado, con el cuerpo pintado con diseños tradicionales, reproduce una escena de caza, extendiendo sus brazos para dar idea del tamaño de la presa.
El primogénito del cacique, Aka’upotye Waiapi, de 43 años, parece satisfecho.
Tomar caxiri no es apenas una forma de emborracharse, afirma. Es una manera de unir a los waiapi a sus tradiciones ancestrales y de evitar que los jóvenes se pierdan en las tentaciones de las ciudades.
«Si no mantenemos nuestra cultura a través del caxiri, los jóvenes irán a las ciudades y tomarán bebidas no indígenas. Y si perdemos el caxiri, perdemos nuestra cultura», advierte.
A medida que las estrellas espesan su manto sobre la selva y un coro de ranas se impone a cualquier otro ruido, los invitados empiezan a buscar sus hamacas.
Algunos despertarán con dolor de cabeza, pero la tribu conoce el antídoto: el tucupí, un caldo extraído de la mandioca brava mezclado con pimientas. «Si bebes eso, la resaca se va», asegura Japarupi Waiapi.
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