Por: Walter Pengue (Argentina).

El efecto antrópico de la humanidad sobre el planeta no se circunscribe solamente a sus irrefrenables pautas de consumo que de por sí ya lo destruyen sino que escala – muy previsible aunque desatendidamente – a números impensados cuando focalizamos la cuestión en el tema de la guerra y la explotación de los recursos y el ambiente.

No deberían existir a estas alturas instancias tan medievales para dirimir conflictos. Pero existen. El drama de la guerra es tan serio, doloroso y dañino que desde el punto de vista social, no puedo articular palabra, más que oponerme de manera ferviente contra todo tipo de conflicto bélico, donde este se desarrolle. Pero poco ha visto la especie humana sobre el enorme daño que también estamos provocando sobre la biodiversidad y los enormes servicios que se cancelan cuando afectamos a la naturaleza.

Mirando el mundo, tenemos hoy 27 conflictos activos de escala regional y uno que podría llevarnos a una hecatombe nuclear. Los humanos pelean por disputas territoriales, guerras civiles, inestabilidad política, terrorismo internacional y hasta cuestiones sectarias, religiosas, étnicas, tribales o de raza que conllevan a la búsqueda de la eliminación de una sobre otras (etnocidios).

África y Asia se llevan las palmas en sus conflictos territoriales, pero es en Europa donde se dirime hoy uno de los conflictos más amenazantes por el poder de fuego que está implícito en la discusión. Y un poder destructivo, que merced al “desarrollo científico y tecnológico”, nos ha puesto a las puertas de una conflagración de resultados impredecibles.

Decía el filósofo inglés Thomas Hobbes “el hombre es el lobo del hombre” (homo homini lupus), y de alguna forma hoy nuevamente el león de la guerra ha probado carne humana y está cebado. No sólo apunta a destruirse a sí mismo, sus propias obras, su cultura e historia sino también apunta, a la obliteración del ambiente y miles de especies, que ciertamente no son sus enemigos. Y nada le han hecho.

Pero esta destrucción, no arranca ahora, sino que tiene su historia de más de 5.000 años, que repetimos con mayor intensidad. El historiador Richard Tucker, en una charla para El mundo más allá de la guerra, destacaba que las prioridades militares (tanto para defensa como para ofensiva) han sido las más importantes para casi todas las sociedades y sistemas estatales a lo largo del tiempo.

Esas prioridades han formado organizaciones políticas, sistemas económicos y sociedades. Siempre ha habido carreras de armamentos, administradas por el estado y producidas por la fuerza laboral de la industria militar. Pero en el siglo XX las distorsiones de economías enteras han crecido sin precedentes. Vivimos ahora en el Estado de Guerra que fue creado en la Segunda Guerra Mundial y sostenido por la Guerra Fría.

Pareciera entonces que la guerra no termina, sino que los estadios de momentos de paz, son simplemente interfases o intersticios siempre entre dos guerras. Una parte de la humanidad, vive peleando o preparando instancias para la pelea que pone a sus inocentes congéneres y a todas las otras especies viviendo siempre sobre una delgada línea roja.

Hasta hace muy poco, tales deseos de supuesta paz definitiva, casi nos impedían plantear hipótesis de conflictos y hasta proponer instancias de alivianamiento del dolor frente a futuras posibles guerras y prepararnos al menos con sistemas alimentarios locales y la protección de algunos espacios naturales imprescindibles para la vida.

Las Naciones Unidas reconocen el 6 de noviembre como el Día Internacional para la Prevención de la Explotación del Medio Ambiente en la Guerra y los Conflictos Armados. Es un día para reconocer la devastación infligida a las comunidades y los ecosistemas por la guerra sin fin y el papel que juega la crisis climática en el fomento de los conflictos en todo el mundo.

Los Objetivos del Desarrollo Sostenible 2015-2030, ODSs, que focalizan muy fuertemente en la sostenibilidad de los ecosistemas, destacan en su Objetivo 16 (de los 17 presentados), la importancia de la Paz, la Justicia y las Instituciones Fuertes. 

Evidentemente, una vez vencida la diplomacia y avanzada la beligerancia, las premisas de las Instituciones, las Leyes o los Tratados y hasta el sistema Multilateral y las propias Naciones Unidas se convierten en letra muerta y prima exclusivamente el Derecho de Guerra. Gana y toma todo. A cualquier costo. Y esto que para algunos parece inadmisible, encuentra justificaciones increíbles de aceptar en el siglo XXI, donde la única guerra real debería ser contra nuestra propia impericia y estupidez por sostener la estabilidad planetaria, claramente bajo un serio riesgo.

El cambio ambiental global y el cambio climático que enfrentamos tienen también relaciones indiscutibles con los cambios producidos por la propia guerra. Todo esto se exacerba.

Como el mayor consumidor de petróleo del mundo y uno de los principales emisores de gases de efecto invernadero, el Departamento de Defensa de los EE. UU. tiene un impacto desproporcionado en el cambio climático. Estas emisiones militares no están incluidas en los totales de emisiones nacionales de los Estados Unidos, merced al poder de lobby ejercido durante las negociaciones del Protocolo de Kioto 1992. Pero estos gases de efecto invernadero están directamente relacionados con el cambio climático y la amenaza del calentamiento del planeta.

Un camino similar han seguido las economías militares de Rusia y China en un desproporcionado crecimiento de su armamento bélico y sus consiguientes emisiones. La Unión Europea, liderada por Alemania, aún en tiempos de guerra actuales, sigue dependiente del gas ruso y su ajuste climático parece estar más lejos ahora de los objetivos de mantener al planeta por debajo de las emisiones aceptables para un sistema mundo aún estable. Incluso pretendieron ahorrar costos a través de sus gasoductos en el Mar Báltico, cuyos costos ambientales estaban por dirimirse, perdidos en la disputa geopolítica,  a través de la continuidad en el consumo del gas ruso, que parece no dejarán de demandar hasta el año 2030. Incluso en las actuales contingencias bélicas.

En fin, a lo largo de la historia, la guerra ha traído consecuencias impredecibles para el ambiente y las especies que le acompañan, por supuesto en función de las capacidades tecnológicas de cada época. La crisis alimentaria generada por la tierra chamuscada, la destrucción de los campos y las emergentes hambrunas, fueron y parece que hoy día siguen siendo una estrategia de eliminación y sometimiento del otro.

El avance hacia las armas químicas, como las utilizadas en Vietnam, aprendidas por los norteamericanos de las guerras de conquista de franceses e ingleses previamente, son sólo un ejemplo de los efectos de muchos agroquímicos, probados primero en la industria bélica y luego extrapolados hacia algunos de los momentos de paz que hemos tenido.

En la guerra de Vietnam destruyeron prácticamente un cuarto de los bosques de Vietnam del Sur y la tercera parte de los manglares. Fue la primera vez donde se testearon dos elementos químicos muy potentes, uno utilizado para atacar directamente a los humanos, el napalm y otro para deforestar rápidamente la selva, como el Agente Naranja, un herbicida muy potente, que es una mezcla al 50  por ciento de dos compuestos con grupos fenoxi: el 2.4-D (ácido 2,4-diclorodifenoxiacético) y el 2,4,5-T (ácido 2,4,5-triclorofenoxiacético).

Asperjaron más de 50 millones de litros sobre el territorio vietnamita con este compuesto, cuyos efectos afectaron sólo al medio ambiente sino a las personas y a las propias tropas que lo utilizaban.

En un reporte técnico de Daphnia se destaca que las guerras de Vietnam, Afganistán, América Central, el Golfo Pérsico o Yugoslavia han evidenciado que la guerra moderna implica una devastación del medio ambiente a gran escala.

La destrucción del hábitat y el cambio del paisaje al menos a nivel local y regional son también claros. En la Guerra del Golfo, primó la idea de tierra arrasada al retirarse las tropas iraquíes. El petróleo que no se incendió conformó unos 300 lagos de petróleo que contaminaron unas 40 millones de toneladas de suelo.

La mezcla de arena del desierto con el petróleo sin quemar y el hollín formó capas de cemento alquitranado que cubrió cerca de un 5 por ciento del país, mientras que las emisiones de las quemas llegaron a representar el 2 por ciento del total global. La escasa vegetación, tardó 10 años en recuperarse, mientras que las aguas subterráneas en Kuwait, siguen aún hoy contaminadas.

Las guerras biológicas a través del uso de virus, bacterias, hongos o los nuevos desarrollos biotecnológicos generados por la ciencia y la tecnología actual, buscan también infligir daños corporales tanto a los soldados como a la propia naturaleza.

Debido a que los organismos vivos pueden ser impredecibles y muy resistentes, las bioarmas son potencialmente devastadoras a escala mundial y eventualmente necesitarán de un control mucho más estricto, más allá de los acuerdos que aparentemente les limitarían. Y que vemos que, una vez iniciada una hostilidad por un gobierno poderoso, serán restringidos, y hasta ridículos los esfuerzos por detenerle.

Los países más industrializados, que cuentan con el 26 por ciento de la población, consumen el 78 por ciento de la producción mundial de bienes y servicios, demandan más del 75 por ciento de los recursos naturales y el 80 por ciento de la energía, son demandantes del 70 por ciento de fertilizantes sintéticos y consumen el  87 por ciento del armamento mundial. 

El impacto ecológico no es una característica exclusiva de las organizaciones militares del primer mundo o propiamente de las unidades norteamericanas. Las fuerzas armadas de los grandes estados imperiales del pasado probablemente también provocaron tales impactos. Seguramente que el aparato militar soviético – ahora ruso – ejerció una influencia ecológica poderosa dentro de su territorio, en sus satélites de Europa oriental y en sus bases de ultramar.

En Ecología Política, McNeill y Painter destacan que fue especialmente negligente, por ejemplo, respecto a las armas nucleares. Pero ninguna potencia ha provocado efectos ecológicos tan profundos hasta ahora,  como los Estados Unidos.

En su artículo “Consecuencias ambientales de las actividades militares de Estados Unidos”, realizan un muy útil raccontto histórico sobre los procesos de la industria armamentística, sus impactos y también como luego muchos de sus desarrollos sirvieron incluso para la construcción capitalista actual y hasta las mejoras sustantivas que las sociedades utilizan en su propio beneficio. Además de su expansión por todo el orbe.

Pero sin dudas, los efectos más duraderos y destructivos más allá del enorme arsenal armamentístico convencional residen en el potencial de aniquilación que tienen las armas nucleares.

Creadas en general con un efecto disuasorio, fueron hasta el día de hoy, utilizadas dos veces por un estado, en Hiroshima y Nagasaki, con consecuencias por todos conocidas.

Actualmente son nueve los países que cuentan con armas de destrucción masiva. Rusia lidera el ranking global con casi el 50 por ciento de armamento nuclear, seguido muy de cerca por los Estados Unidos.

A pesar de la enorme presión internacional por el desmantelamiento del armamento nuclear, con datos de 2021, se anunciaba que eran varios los países que planteaban sus expectativas de continuar incluso haciendo crecer su armamento nuclear como China, India o Pakistán, o el mismo Reino Unido que plantea autolimitarlas a 260.

Israel no presenta ni somete a discusión su plan nuclear, pero lo tiene. La utilización de sólo una de estas cabezas nucleares, implica un poder de destrucción multimillonario comparado con las de Hiroshima y básicamente la aniquilación del otro.

La energía nuclear, tanto para la guerra pero también para la paz, puede llegar a tener consecuencias. Más allá de los costos ambientales derivados de las explosiones mencionadas, de las pruebas nucleares para la guerra, en las Islas Marshall, en Mururoa, en Noyaya Zemlya – donde los rusos probaron la bomba nuclear más poderosa, la llamada Bomba del Zar – el daño ambiental es inconmensurable.

También lo ha sido, los efectos de las fallas nucleares en los entretiempos de paz, para la producción de la ahora llamada “energía limpia” por parte de usinas atómicas. Hoy en día hay cientos de usinas energéticas atómicas en el este de los Estados Unidos, el centro este europeo, el Japón y el este de China, entre otros. En este caso, si bien es una zona desnuclearizada para la guerra, América Latina, tiene entre Brasil y la Argentina, cinco plantas nucleares activas, ubicadas cuatro de ellas, cerca de las poblaciones más importantes de ambos países, San Pablo y Buenos Aires.

La posibilidad de una falla en las centrales, si bien tremendamente baja, existe y sus consecuencias ambientales pueden llegar a ser catastróficas.  Desde Three Mile Island en los Estados Unidos, pasando por Chernobyl en Ucrania hasta el último gran evento de Fukushima, el daño a una central puede aparecer y por lo tanto el riesgo no es cero.

Son quizás aquí los movimientos socioambientales – más que los propios científicos – los que alertan sobre estos riesgos y la necesidad de migración hacia verdaderas energías limpias más allá del costo coyuntural que su implementación conlleve. Aunque dependiendo de la geopolítica y a las necesidades consumistas, se avanza y retrocede.

Ahora mismo, Alemania, que otrora se había convertido en la paladín de las energías limpias, para sostener su economía, vuelve a promover la producción de energía a través de plantas nucleares, con el supuesto –  cuestionable científicamente, con sus pros&cons – que representa también una parte del abanico de las fuentes renovables.

El riesgo puede verse exacerbado, cuando las centrales en tiempos de tensión social eventualmente podrían enfrentar daños sea por el ejército regular de otra nación atacante como también por un ataque terrorista y generarse entonces alguna fuga en la planta, que a veces no da tiempo a bajar barras de boro para su enfriamiento.

En Chernobyl o desde allí y luego centralizado en Kiev, nació en Ucrania un potente movimiento ambientalista en la defensa de valores básicos de la vida y bajo la luz de una incipiente democracia, hoy también desbordado por un conflicto que parece borrará todo atisbo de un pueblo y territorio golpeado en dos guerras anteriores.

Si la guerra de destrucción del suelo para diezmar la agricultura y la alimentación en los siglos anteriores fue un objetivo militar alcanzado durante sucesivas guerras, en este siglo XXI la amenaza de una conflagración nuclear, en manos de uno de los nueves países que hoy detentan el poder de destruir no una sino varias veces al otro, es también una realidad.

De ahí el terror, miedo o quizás cobardía presentada por algunos países en detener a su atacante. Toda Europa, enfrenta el problema hoy mismo. Y cuando entonces un poderoso lo decide, por el motivo que considere, puede avanzar sobre las tierras, recursos, propiedades y sociedades del otro, sin restricción alguna.  El mundo parece, hará poco o nada para detenerle.

Hoy enfrentamos una situación inédita sobre los valiosos campos ucranianos. Estos, están entre los siete suelos más ricos del mundo: Los famosos Molisoles o chernozem en este caso ucraniano rusos. En lugar de ver sembradoras y gentes trabajando en el impulso de una de las actividades más nobles del mundo, la producción de alimentos, lo que encontramos es maquinaria bélica avanzando sobre las tierras que alguna vez dieron de comer a una buena parte de Europa y del mundo.

Ojalá el mundo entienda, que una bomba termobárica no será nada comparada con una conflagración atómica. Que toda guerra debe detenerse. En cada uno de los lugares del globo donde ahora mismo se están dando.

Y tal como alguna vez lo advirtió Albert Einstein, el mundo y especialmente quienes detentan el poder imperial tanto de Occidente como de Oriente deberían atender a uno de sus dichos luego de la Segunda Guerra Mundial: “No sé con qué armas se peleará la tercera guerra mundial, pero la cuarta será con palos y piedras”. Está directamente en juego la civilización, tal como la conocemos. Y quizás la ciencia tenga también que reflexionar y mucho, sobre los productos de su desarrollo y los objetivos con los que los crea y utiliza.

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Wal­ter Pen­gue es Ingeniero Agrónomo, con formación en Genética Vegetal. Es Máster en Políticas Ambientales y Territoriales de la Universidad de Buenos Aires. Doctor en Agroecología por la Universidad de Córdoba, España. Es Director del Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente de la Universidad de Buenos Aires (GEPAMA). Profesor Titular de Economía Ecológica, Universidad Nacional de General Sarmiento. Es Miembro del Grupo Ejecutivo del TEEB Agriculture and Food de las Naciones Unidas y miembro Científico del Reporte VI del IPCC.