Por: Aldo Saavedra (Chile).

Es indudable que la actual pandemia global, cuyo impacto está aún lejos de ser controlado, ha gatillado una megacrisis global social, humana y económica de la cual no se tiene precedentes. Los esfuerzos y esperanzas están centrados en el desarrollo de sofisticadas vacunas que permitan vencer a un microscópico virus, que a su vez se defiende reproduciéndose constantemente en mutaciones genéticas.

Los seres humanos estamos enfrentando a un enemigo tenaz, sin tener claridad de cómo y cuándo lograremos resolver con éxito este trance. Por el momento, se ha demostrado que tanto el confinamiento, las cuarentenas y el distanciamiento social, son las más eficientes herramientas para contener la expansión de los contagios.

No obstante, la pregunta básica que deberíamos hacernos es: ¿Cómo llegamos a esta situación tan crítica? ¿Ha sido producto del azar o bien debemos hacernos cargo de la causalidad? Al respecto y sacando provecho de la enorme cantidad de información disponible, podemos intentar respuestas elaborando teorías, buscando culpables, cruzando cifras y por qué no, algunos también realizando consultas a sus oráculos.

En mi opinión, pienso que la actual y dramática pandemia debería ser utilizada como una oportunidad, tal vez única en la historia, para obligarnos a pensar y extraer lecciones, relevando como nuestros estilos de vida, que nos conceden el denominado “bienestar” basado en un consumo desenfrenado y en procesos productivos que emiten enormes concentraciones de materiales contaminantes, han afectado gravemente los ecosistemas y al planeta en su conjunto. De esta manera, podremos colegir que la génesis de la actual pandemia está estrechamente asociada a cómo hemos edificado nuestra relación con nuestro entorno y con la naturaleza.

Durante la primera mitad del Siglo XX se acuñó el término “antropocentrismo” para establecer una concepción ética en la cual el ser humano se instaló como el sujeto principal y absoluto en derechos frente a la naturaleza. En esos años aún no se tenía claridad del enorme, irreparable y acumulativo daño ambiental que ya estaba produciendo la quema de miles de toneladas diarias de hidrocarburos fósiles, generando gases de efecto invernadero que desencadenaron el incremento de la temperatura global del planeta.

Tampoco había evidencia científica de cómo los fluorocarbonos, materiales empleados intensivamente en refrigeración, estaban deteriorando la capa de ozono; así como también la producción, uso y descarga de miles de toneladas de productos plásticos, literalmente eternos, incrementaban la polución de suelos, ríos, lagos y océanos, al punto de generar verdaderas islas de residuos flotantes de miles de kilómetros cuadrados, que terminarían siendo irremediablemente digeridos por peces, mamíferos, moluscos y aves marinas.

En este contexto, el ambientalista estadounidense Aldo Leopold, ingeniero forestal, quien dedicó su vida a la observación y conservación de los bosques, planteó un conjunto de ideas que quedaron plasmadas en su libro “Una ética de la tierra” publicado el año 1941. Leopold desarrolló sólidos conceptos que ampliaron la ética establecida para los seres humanos, “a toda la comunidad biótica, extendiendo las fronteras de la comunidad para incluir los suelos, las aguas, las plantas, los animales, es decir, a toda la tierra”.

El antropocentrismo, que reservaba al ser humano la cúspide de la pirámide y debajo al resto de los seres vivos, fue duramente criticado por Leopold quien desnudó el comportamiento del ser humano frente a la naturaleza, en cuanto a otorgarse sólo derechos y privilegios pero no deberes, por cuanto disponía de poderosos instrumentos que le permitían decidir cuales especies vegetales, animales e insectos, se mantendrían con vida y cuales debían morir.

De esta manera, y en nombre del “progreso humano” se permitió eliminar a miles de especies habitantes del planeta, incrementando la destrucción de la propia naturaleza, a sus integrantes y dañando los delicados equilibrios materiales y energéticos que han sido el resultado de la evolución y selección natural, desde millones de años a la fecha.

También, en aras del mencionado progreso se invadían y colonizaban extensas regiones y hábitats, perdiendo miles de hectáreas de naturaleza silvestre, sin demostrar mayor interés en su protección, y sin constatar que la conservación de la naturaleza silvestre es justamente la llave maestra para contener la crisis ambiental y la irrupción de nuevas enfermedades, y de esta manera evitar poner en entredicho la propia existencia de los seres humanos.

En conclusión, en estos tiempos de pandemia estamos obligados a mirar las cosas de otra forma. Así, mientras esperamos autoconfinados que se logre la derrota del mortífero virus, no es una mala idea realizar el ejercicio intelectual de asociar la pandemia con la deteriorada salud del planeta, con el cambio climático, el calentamiento global y los casi irreversibles desequilibrios del medio ambiente. Lo urgente no puede hacernos perder de vista lo importante.

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Aldo Saavedra es aca­dé­mi­co del De­par­ta­men­to de In­ge­nie­ría Quí­mi­ca de la Uni­ver­si­dad de San­tia­go. Doc­tor en In­ge­nie­ría Quí­mi­ca, In­ge­nie­ro Ci­vil Quí­mi­co, in­ves­ti­ga­dor del La­bo­ra­to­rio de Pro­ce­sos de Se­pa­ra­ción por Mem­bra­nas del De­par­ta­men­to de In­ge­nie­ría Quí­mi­ca. Su prin­ci­pal lí­nea de in­ves­ti­ga­ción es la desa­li­ni­za­ción y tra­ta­mien­to de aguas para su em­pleo en rie­go agrí­co­la, agua po­ta­ble y pro­ce­sos pro­duc­ti­vos.