Por: Camilo Cortés- Useche, PhD.

Danilo nació un lunes a medio día en una aldea calurosa donde las olas revelaban secretos a voces a las caracolas y los acantilados llevaban siglos vigilando las verdades de los hombres y mujeres. El aire allí no era aire, era una mezcla hechicera de tambores sudorosos, frutas fermentadas y de salitre bendito. Decían las matriarcas que Danilo tenía alma de alambique, porque olía cosas que los demás no sabían que existían, el sudor que nace antes del deseo, el aliento de las tormentas en celo, el aroma que los cuerpos dejan flotando cuando se aman sin palabras y con solo miradas.

Pero Danilo no se conformaba con solo oler el mundo. Quería entender sus lágrimas. ¿Por qué lloraban las flores al anochecer? ¿Qué veneno dulce escondía la fruta cuando era mordida con ansias por víboras? ¿Por qué, al dormirse, el mar le murmuraba su nombre con voz de amante nocturno?

Desde niño caminó descalzo entre arena blanca y piedras angulares, persiguiendo el alma palpitante de lo invisible. Los viejos del pueblo lo veían tocar los troncos, olfatear las conchas, llorar al ver caer un rayo sin aviso, y decían que ese muchacho no tenía sangre sino agua salada en las venas. Ya todo un hombre con el corazón, aún virgen de certezas y los labios llenos de fuego, llegó al Puerto de los Remedios, un lugar donde la noche se extendía como un gato sobre los tejados, y las farolas lloraban luz color rojizo. Allí lo esperó una mujer de finos lunares y ojos de ceniza volcánica, que le habló sin él entender una sola palabra. Le mostró que el deseo puede ser un canto o un anzuelo, y que no todo roce es caricia. Él huyó con el pecho lleno de ceniza caliente y la piel oliendo a miedo.

Pero aprendió algo que cambiaría su rumbo, el miedo también tiene perfume, y a veces huele a revolución interior. Con esa fragancia, ardiéndole bajo el ombligo, Danilo siguió el rastro de la sal hacia el sur, cruzando estuarios y archipiélagos donde los hombres besaban a todas las mujeres como quien agradece a los dioses por la lluvia.

Fue allí, en tierras ecuatoriales, donde el sol cocina los pensamientos, que conoció cuerpos que olían a cacao fermentado, a piel de plátano, a licor de caña. Aprendió que en el trópico el amor no promete, solo arde. No es promesa futura, es estallido. Y cada beso tiene el peso del océano.

Su perro, de mirada humana y alma de chamán, lo acompañaba siempre. Juntos cruzaron sabanas que dormían bajo el aliento de los jaguares, pueblos donde los hombres eran ofrenda y las mujeres, sacerdotisas del gozo de muchos. Dondequiera que iban, Danilo olía antes de ver: el hambre, la traición, la ternura, la resurrección, el propio camino.

Hasta que una madrugada sin viento, guiado por el ladrido de su leal acompañante y un silbido salido del fondo del sueño, llegó a los arrecifes secretos del Caribe profundo. Allí, los corales no eran corales, eran bibliotecas vivas, catedrales sumergidas donde las estrellas de mar rezaban por los náufragos del amor.

Danilo se sumergió sin miedo. La arena blanca le acarició el pecho arrugado como un amante antiguo. Las algas le envolvieron los tobillos como promesas cumplidas. Los peces, de colores que aún existían, le susurraron canciones sin idioma. Y al fondo, entre columnas de luz líquida, su luz lo esperaba.

La Diosa del Mar, con piel de morena que solo conocen las medusas y ojos que contenían todos los amaneceres del trópico. Lo miró con el hambre serena de quien ha esperado siglos. No hubo palabras, pero su voz le vibró en el corazón.

Tú no viniste a buscar el origen, Danilo. Tú eres el perfume de lo que aún no ha comenzado a trascender.

Y lo besó. Y al besarlo, lo deshizo. Lo convirtió en brisa marina, en sal que permanece en la piel de los que se aman a la orilla, en memoria de corales que aún recuerdan los cantos de las primeras olas.

Desde entonces, cuando el viento sopla olor a sudor y coral, los pescadores dicen que Danilo ha vuelto a pasar. Que no se le ve, pero se le respira. Y que quienes lo huelen, aunque sea una vez, no vuelven a amar igual que los simples mortales.

Tal vez por eso, cada 1 de junio, cuando el mar guarda silencio para escuchar mejor sus propios secretos, honramos a quienes, como Danilo en su leyenda, dedican su vida a comprenderlo y protegerlo, las y los biólogos marinos, guardianes del azul profundo.

Esta semana conmemoramos el compromiso y la labor de las y los biólogos marinos, profesionales fundamentales en la generación de conocimiento, la gestión sostenible de los ecosistemas marinos y la implementación de soluciones basadas en ciencia para los desafíos que enfrenta el océano.

Estos científicos especializados en biología marina y ciencias del mar realizan investigaciones sobre biodiversidad acuática, dinámica de poblaciones, ecología de arrecifes coralinos, conectividad ecológica, restauración de hábitats y monitoreo de indicadores clave del cambio climático. Su trabajo contribuye de forma directa al cumplimiento de múltiples Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), especialmente el ODS 14: Vida Submarina, que promueve la conservación y uso sostenible de los océanos, los mares y los recursos marinos.

En regiones costeras y marino-insulares, como el Caribe, el rol de los biólogos marinos es esencial para preservar la integridad ecológica de ecosistemas estratégicos como manglares, pastos marinos y arrecifes de coral, los cuales brindan servicios ecosistémicos críticos como la protección costera, el almacenamiento de carbono azul y el sustento de economías locales dependientes de la pesca y el turismo.

En contextos de crisis climática, acidificación oceánica, pérdida de biodiversidad y contaminación por plásticos, la labor de estos profesionales se ha vuelto aún más relevante. Desde la investigación aplicada hasta la incidencia en políticas públicas, los biólogos marinos forman parte de una red interdisciplinaria de actores que trabajan por la resiliencia socio ecológica de los territorios marinos y costeros.

Reconocer el Día del Biólogo Marino es también visibilizar el papel de la ciencia en la toma de decisiones, en la adaptación basada en ecosistemas, y en la transición hacia modelos de desarrollo sostenibles y justos. Los biólogos marinos no solo estudian el mar: también lo sienten, lo cuidan y lo presentan para que todos podamos entenderlo mejor. Como Danilo, que escuchaba los susurros del mar y entendía su lenguaje invisible, los biólogos marinos combinan conocimiento y sensibilidad. Saben que cuidar el océano no es solo un trabajo: también es una forma de amor.

 

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Ca­mi­lo Cor­tés- Use­che es bió­lo­go Ma­rino. Maes­tro en Ma­ne­jo de Eco­sis­te­mas Ma­ri­nos y Cos­te­ros, con doc­to­ra­do e in­ves­ti­ga­ción post­doc­to­ral en el área de las Cien­cias Ma­ri­nas. Su tra­ba­jo en el cam­po de la ges­tión y eco­lo­gía ma­ri­na en la Re­pú­bli­ca Do­mi­ni­ca­na le va­lió el re­co­no­ci­mien­to del “Pre­mio Dr. Alon­so Fer­nán­dez Gon­zá­lez 2020” a las Me­jo­res Te­sis de Pos­gra­do del CIN­VES­TAV en la Ca­te­go­ría Doc­to­ra­do. In­no­va­dor de la sos­te­ni­bi­li­dad, cien­tí­fi­co y dis­tin­gui­do por sus apor­tes en la con­ser­va­ción de la na­tu­ra­le­za. Du­ran­te los úl­ti­mos años ha liderado coa­li­cio­nes para un mo­de­lo re­si­lien­te al cam­bio cli­má­ti­co ba­sa­do en la cien­cia, con una idea fir­me del desa­rro­llo so­cial jus­to.