Por: Camilo Cortés- Useche, PhD (Colombia).
Dicen que la primera palabra nunca es cierta. Que toda historia comienza a mitad de otra, o al final de una memoria que ya nadie quiere recordar.
Aquella noche fría, en el último piso del lujoso Hotel Nacional, el más alto que la ciudad tenía por aquellas épocas, y con la mal nombrada fama de cuatro décadas de moda, más cerca del cielo que del polvo un hombre elegante, mayor, inocente a las habladurías, fuerte de personalidad, pero receptivo al corazón, como el mar lo es al oleaje, como el pantano a sus grandes raíces, llegó al punto más alto de romanticismo esa noche en la barra de madera del viejo bar del hotel llamado Aura. Para empezar, lo guiaron hacia arriba las luces rojas del ascensor, algunas voces melodiosas de quienes nunca han tenido cuerpo, y un humo espeso que olía a hoguera antigua, a leña mojada por lágrimas y que prometía risas a carcajadas.
Él, de ojos pequeños y oscuros como la noche sin luna, nunca dijo no a las copas que recibió. Brindaron con él antiguos aliados entre abrazos y canciones, también enemigos vestidos con terciopelos ordinarios y con los dientes de color amarillo, allí estaban por supuesto las sombras con rostros apenas insinuándose como lo hacían de costumbre. En el aire, flotaba el aroma de una flor de campo escarlata, como aquellas que crecen en la penumbra donde nadie mira, pero que la curiosidad de aquel hombre siempre le llevo a tomarla.
Y ella. No estaba allí, pero su recuerdo era tan tangible como el calor que siempre sintió en la espalda. No sintió ningún perfume. El olor del lugar era más bien una mezcla de los puertos que había recorrido en cada continente y afluente, se sintió la madera vieja, la sal, el agua, el oro y la plata que muchos presumían en las alturas del Aura, el vino derramado, los barriles de cervezas y las botellas llenas de promesas susurradas adornaban el lugar.
Cada rostro y anécdota se perdía al fondo del vaso. Cada trago era una historia que se disolvía. El deseo, el placer, la ambición, la victoria, el resplandor.
Y entonces, todo se volvió oscuridad. Cuando despertó, el ascensor descendía solo. Todavía llevaba consigo su reloj de cuero, las botas bien lustradas, el cinturón de hebilla plateada, y su blazer de lino empapado en sudor. Cada piso que descendía era un peso menos en la espalda, pero una punzada más profunda en el alma.
Cuando las puertas del lobby se abrieron, un aire fresco lo envolvió. Cientos de hojas secas danzaban tras el ventanal como si quisieran cubrir la luz de aquella madrugada de abril.
Caminó hacia la salida tambaleante por supuesto, como si acabara de nacer de entre los escombros de una noche infinita.
—Un hombre más joven, fiel a su semejanza, susurró su apodo. ¡Anda tío!
Y su voz tuvo un eco largo, como si el hotel entero respirara con ese nombre.
La piel del joven brilló a lo lejos, como si su recuerdo nunca se hubiera apagado. Él también bajaba por la madrugada, por calles empedradas, húmedas, con el olor fétido de cientos de ruines que hacían de las suyas en la noche. Iba herido en el pecho, no por un disparo, sino por un sentimiento común en la primavera, ese desamor que no avisa, que llega como un cartero punzante a la puerta, que se acuesta en tu ser y tarda para marcharse.
Mientras tanto en la ciudad se orquestaba una revuelta, sedienta de un culpable, cualquiera que haya sido el motivo, sin pruebas y solo con habladurías, atraparon al joven al inicio de la calle Paseo del Edén. El hombre viejo no fue testigo callado. Suplicó primero, se manchó las manos con la guardia arriba bien puesta. Recibió los golpes que iban dirigidos a su par, que con desamor e injusticias acariciaban los porrazos. Compartieron el mismo corazón roto y la misma rabia. Pero ni la furia ni los gritos detuvieron su ímpetu por defenderlo.
Después de unas cuantas vueltas sobre el pavimento sucio, con los pies aún tambaleantes, el viejo comprendió que había sobrevivido no para olvidar, sino para recordar con justicia los mercenarios de esa noche de dolor.
El reloj marcaba las 3:34. El blazer del viejo se le pegaba a su espalda ahora por el sudor y la sangre revuelta, y ahora con el peso de los actos que solo se sacuden caminando hacia lo alto.
Y empezó a andar igual, aunque esta vez solo.
No bajó más. Subió con brío.
Buscando la desembocadura de los ríos en el mar. Buscándola a ella. A ellos. A todos los que creyeron que el tiempo daría la razón. Que hay una forma de justicia que no se dicta en estrados, sino en la memoria y en el acto de caminar hacia adelante.
Donde el estado de derecho no es una ilusión, donde la presunción de inocencia y el debido proceso rigen, no solo en la tierra, sino también en el cielo.
Dicen que se le vio fundirse con la neblina, rumbo al mar, con la mirada limpia y el corazón por fin en paz.
El pasado 10 de marzo se celebró el Día Mundial del Arrecife Mesoamericano, una fecha que invita a reflexionar sobre la interconexión entre pueblos, territorios y la vida marina. En este 2025, la celebración cobra un nuevo sentido de urgencia ante las crecientes amenazas y golpes que también de forma injusta enfrenta este ecosistema vital.
El Sistema Arrecifal Mesoamericano (SAM) se extiende por más de 1,000 kilómetros a lo largo de las costas de México, Belice, Guatemala y Honduras. Este tesoro submarino alberga una biodiversidad asombrosa: más de 500 especies de peces, 65 tipos de corales y una gran cantidad de invertebrados y plantas marinas que sostienen a millones de personas mediante la pesca, el turismo y la protección costera.
Sin embargo, el SAM está en peligro. El cambio climático, la contaminación marina, la sobrepesca y el desarrollo costero sin control han provocado el blanqueamiento de los corales, la pérdida de hábitats y una disminución alarmante de la vida marina. A esto se suma la amenaza de especies invasoras como el pez león, que alteran el equilibrio ecológico de los arrecifes.
En este 2025, organizaciones ambientales, gobiernos locales y comunidades costeras se han unido bajo el lema “Unidos por el arrecife” para promover acciones concretas de conservación. Entre las actividades destacadas se encuentran campañas de limpieza submarina, talleres educativos en escuelas, proyectos de restauración de corales y foros binacionales para impulsar políticas de protección.
Preservar el Sistema Arrecifal Mesoamericano no es solo una tarea ambiental, es un acto de justicia intergeneracional. Proteger este ecosistema es proteger la fuente de vida de miles de comunidades, el equilibrio del planeta y la belleza natural que nos conecta con lo más profundo del océano. Este Día Mundial del SAM es una invitación a mirar hacia el mar no solo como un paisaje, sino como una responsabilidad compartida.
En tiempos donde se discute la necesidad de fortalecer el Estado de Derecho, la presunción de inocencia y el debido proceso, esta narrativa nos recuerda que no hay verdad absoluta, pero sí hay un camino de dignidad en la búsqueda de justicia, tanto en el mar, como en tierra como en lo divino.
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Camilo Cortés- Useche es biólogo Marino. Maestro en Manejo de Ecosistemas Marinos y Costeros, con doctorado e investigación postdoctoral en el área de las Ciencias Marinas. Su trabajo en el campo de la gestión y ecología marina en la República Dominicana le valió el reconocimiento del “Premio Dr. Alonso Fernández González 2020” a las Mejores Tesis de Posgrado del CINVESTAV en la Categoría Doctorado. Innovador de la sostenibilidad, científico y distinguido por sus aportes en la conservación de la naturaleza. Durante los últimos años ha liderado coaliciones para un modelo resiliente al cambio climático basado en la ciencia, con una idea firme del desarrollo social justo.
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