Por: Carlos Iván Moreno (México).

Cuestionar a la educación superior y a la universidad es necesario, desde luego indispensable para dar forma a nuevos y mejores modelos académicos. Los universitarios negaríamos nuestra vocación dialéctica, reflexiva y propositiva si rechazáramos la crítica, pero sobre todo la autocrítica (ojalá así fueran también nuestros gobiernos, más autocríticos).

De hecho, el debate sobre “La Universidad” sucede todos los días, en los departamentos, las academias, los consejos, las aulas. Eso no es nuevo, el disenso y el conflicto estructurado son esencia de la vida universitaria.

Lo novedoso -y muy riesgoso- es que desde la más alta tribuna del país se llame a “un nuevo modelo de universidad”, más orientado hacia el control que hacia la libertad académica; más cerca del adoctrinamiento que del pensamiento crítico; más nacionalista que global e innovador. Una transformación por mandato, bajo la premisa de un pensamiento único e irrefutable: el del gobierno en turno; no el que agrupa los intereses del Estado-nación, más diversos y complejos.

El debate sobre la transformación de las universidades es global, como lo son los retos que enfrentamos. Con ese enfoque se debe dar la discusión.

Hay ejemplos relevantes. En EE. UU., cuna de las universidades más prestigiadas del mundo, crece la discusión sobre una “nueva universidad norteamericana”; más accesible, incluyente y con mayor contribución a la solución de problemas sociales.

Michael Crow, rector de la Universidad Estatal de Arizona (ASU) y artífice de estas ideas, afirma que las universidades deberían caracterizarse por el número de estudiantes que admiten y no por los que dejan fuera: “la mayor preocupación debe ser ampliar el acceso a espacios de aprendizaje, reservados hasta ahora para los más privilegiados” (…) pues, “Un sistema que premia a unos pocos no logra estimular un progreso social significativo” (ver su libro La Quinta ola: Evolución de la educación superior norteamericana).

Bajo esta premisa, en 10 años la ASU ha incrementado su matrícula en más del 80 por ciento, al pasar de 70 mil estudiantes a 130 mil, con la meta de llegar a los 175 mil en 2025. El número de universitarios de “primera generación” se ha triplicado desde 2002, el 52 por ciento de los estudiantes de primer año pertenecen a grupos minoritarios y el número de títulos entregados aumentó 76 por ciento desde 2008.

Se trata de una visión disruptiva para un país con el sistema universitario más elitista del planeta: las universidades Ivy League (por ejemplo Harvard) admiten, en promedio, a 5 de cada 100 aspirantes. Y, además, lo presumen como un “éxito”. Un elitismo bastante criticable, en eso coincido con el presidente de México.

Por cierto, curiosamente, el modelo de “universidad nacional de servicio” que impulsan la ASU y otras universidades como Penn State y Purdue, es muy similar al modelo por diseño de la universidad pública mexicana: masiva, de alcance nacional e impulsora del desarrollo. Ahí están los ejemplos de la UNAM, con 360 mil estudiantes y presencia en todo el país, y de la Universidad de Guadalajara (UdeG), con 310 mil estudiantes y una Red Universitaria innovadora y de alcance regional.

En 10 años, por ejemplo, la UdeG incrementó su matrícula en 100 mil nuevos espacios, aumentó en más del doble (126 por ciento) el número de investigadores reconocidos en el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) y se consolidó como la Red Universitaria de Jalisco; mientras que en 1994 tenía presencia en 9 municipios, hoy se encuentra en prácticamente todo el estado.

¿Qué necesitamos para consolidar un nuevo modelo de universidad mexicana?

Más innovación y más orientación al éxito estudiantil. En los últimos años las políticas para aumentar la matrícula han sido un éxito, más no así los resultados de innovación tecnológica.

En los últimos 40 años, China logró multiplicar por 250 su tasa de patentes por millón de habitantes; pasó de 4 a 1,000 patentes. En Corea del Sur multiplicaron su tasa por 100; de 33 patentes por cada millón de personas a 3,150. En EE. UU. la tasa se ha más que triplicado, al pasar de 270 a 900. En contraste, en América Latina la tasa media de patentes es 70 veces menor a la EE. UU. (Hausmann, 2021) (https://cutt.ly/3R0M7WD). En México, pasamos de 133 patentes por millón de habitantes en el año 2000 a 125 en el 2020 (IMPI, 2021; INEGI, 2021).

Bienvenido el debate sobre una “nueva universidad mexicana”: más incluyente, más innovadora y más global. Pero bajo ciertas premisas irrenunciables: que venga desde las comunidades universitarias, que fortalezca presupuestalmente a las instituciones educativas y que garantice la libertad académica y de investigación.

***

Car­los Iván Mo­reno es Li­cen­cia­do en Fi­nan­zas por la Uni­ver­si­dad de Gua­da­la­ja­ra (UdeG), Maes­tro en Ad­mi­nis­tra­ción Pú­bli­ca por la Uni­ver­si­dad de Nue­vo Mé­xi­co y Doc­tor en Po­lí­ti­cas Pú­bli­cas por la Uni­ver­si­dad de Illi­nois-Chica­go. Reali­zó es­tan­cias doc­to­ra­les en la Uni­ver­si­dad de Chica­go (Ha­rris School of Pu­blic Po­licy) y en la North­wes­tern Uni­ver­sity (Ke­llog School of Ma­na­ge­ment). Ac­tual­men­te se desem­pe­ña como Coor­di­na­dor Ge­ne­ral Aca­dé­mi­co y de In­no­va­ción de la Uni­ver­si­dad de Gua­da­la­ja­ra.