Por: Walter Pengue, (Argentina).

El suelo es la base fundacional y funcional de nuestra civilización. Alguna vez, frente a la oportunidad y en una charla en el Resource Panel, me permití destacar que “El suelo es la canasta de alimentos de la humanidad”. Un suelo es mucho más que un sustrato desde dónde – con mejores o peores técnicas – se producen y extraen los alimentos, las fibras, la biomasa o la energía con los que la especie humana ha avanzado a través de sucesivas civilizaciones. Prácticamente el 95 por ciento de los alimentos que consumimos provienen o se vinculan directamente con los suelos del planeta.

Pero así, como sucediera en tiempos pretéritos con otras sociedades – ya desaparecidas, en varios casos por degradación de los recursos – y en otras escalas, el suelo que nos nutre se está agotando. El actual proceso de expoliación natural, impulsado por el consumo exacerbado por una parte de la población está generando una impronta sobre este recurso vital, que lo tiene amenazado. 

La tierra disponible es limitada. Hay alrededor de 15 mil millones de hectáreas de suelos (de todo tipo) en el mundo. Alrededor del 2 por ciento de esta área está cubierta por ciudades e infraestructuras (puentes, carreteras, puertos, aeropuertos). Y seguirá creciendo. Se espera que la tierra construida cubra entre el 4 al 5 por ciento de la superficie terrestre mundial en 2050.

En muchos casos, se produce una expansión del área edificada a expensas de las tierras agrícolas. En algunos, sobre excelentes tierras agrícolas (como sucede con Buenos Aires o Chicago). Este proceso de cementación de tierras, “cancela” importantes servicios productivos y ambientales, entre ellos los del alimento.

La agricultura utiliza más del 30 % de la superficie terrestre

Actualmente, la agricultura utiliza más del 30 por ciento de la superficie terrestre mundial y las tierras de cultivo cubren alrededor de 1.500 millones de hectáreas (o alrededor del 10 por ciento de la superficie terrestre mundial). Durante las últimas cinco décadas, el área utilizada para la agricultura se ha expandido en el mundo, a expensas de los bosques, en particular en regiones tropicales y subtropicales.

América Latina, la gran proveedora de “alimentos”, es en realidad, una enorme prestadora de suelos, agua y biodiversidad, a costo prácticamente cero para el capitalismo global. La tendencia muestra que, considerando la demanda mundial de tierras, esta será satisfecha aún más por  América del Sur, por ejemplo, mediante la selva amazónica,  los bosques del Chaco, la sistematización del Pantanal y los Cerrados o la recurrente degradación del delta bonaerense, a las puertas mismas de Buenos Aires.

En los países en vías de desarrollo, el cambio de uso de la tierra para satisfacer la demanda internacional está promoviendo un fuerte proceso de deforestación. Reportes recientes del Panel de los Recursos de las  Naciones Unidas  advierten que aún estarían disponibles para ser explotadas en los próximos años (hasta 2050) el 40 por ciento de tierras que pasarán de bosques y selvas a tierras para cultivos. Pero, prácticamente al enorme costo de la savanización y la pampeanización de ecorregiones enteras que no tienen abolengo agrícola sino de bosque.

La explotación de los recursos naturales en América Latina y el Caribe (LAC) ha llevado a la propia CEPAL a reconocerlo como una tragedia ambiental en la región y como el fracaso de las políticas ambientales y productivas desarrolladas en LAC en los últimos cincuenta años (CEPAL, 2020).

Otro relevante reporte mundial (IPBES 2019) alerta que la deforestación contribuye con alrededor del 10 por ciento de todas las emisiones de gases de efecto invernadero inducidas por los seres humanos y que directamente la degradación de la tierra –entre el 2000 y el 2009– provocó la emisión de hasta 4.400 millones de toneladas de CO2.

No es un tema que solamente preocupe a “los ambientalistas”.  La cuestión es preocupante y el proceso siempre es el mismo. Primero llegan las topadoras y la deforestación, luego una agricultura intensiva y extractiva que en poco tiempo degrada el recurso. Inmediatamente los efectos erosivos, sea por el viento o por el agua, conllevan a la desarticulación de la fina cobertura superficial del suelo y con ello su voladura o movimiento. Avanza la desertificación.  Cada vez menos potencial productivo. Llega el hambre. Y con ello finalmente, el proceso más triste y doloroso de la migración.

Durante las últimas cinco décadas, la deforestación ha ocurrido a un ritmo de alrededor de 13 millones de hectáreas en promedio anual.  No obstante, a nivel regional existen diferencias. Mientras el área forestal europea viene aumentando desde los años noventa (ahorrando tierra y mejorando su performance ambiental), las superficies forestales de América del Sur, África y el Sudeste de Asia experimentan tasas de deforestación elevadas (Resource Panel 2014).

La degradación de los suelos, nuestras acciones antrópicas (humanas) y el cambio climático están directamente vinculados.  El reciente reporte mundial sobre la Sequía 2021 de la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción de los Riesgos de Desastres alerta que La sequía está a punto de convertirse en la próxima pandemia y no hay vacuna para curarla…”.

Destaca algo que ya prácticamente a los gritos, están advirtiendo algunos científicos hace tiempo y es que la mayor parte del mundo vivirá con estrés hídrico en los próximos años. La demanda superará a la oferta en determinados periodos y la sequía es un factor importante en la degradación de la tierra y la disminución del rendimiento de los principales cultivos”.

Por ello, el manejo de los recursos de base, de los bienes fondo, como lo destacaban economistas ecológicos como Joan Martínez Alier, José Manuel Naredo o David Barkin, es imprescindible en un mundo que tendrá hambre de agua.  Y esto no se condice con una dieta carnívora y energívora como promueve el modelo occidental de consumo (y ahora también claramente seguido y hasta impulsado por China).

La famosa científica de suelos y relevante agroecóloga brasileña Ana Primavesi (1920-2020) fallecida a los 99 años, nos enseñaba con su ciencia y con su ejemplo, lo relevante que era un suelo sano, para la salud de un cuerpo humano y una mente saludable.

Hoy que el peligro del riesgo ambiental y alimentario se yergue sobre esta generación y amenaza directamente a las siguientes y a todas las otras especies, acercarnos a nutrirnos de su plato de conocimientos puede enseñar tanto a científicos, como a decidores de políticas y a la humanidad toda, por qué camino deberíamos irnos,  para salir de una tormenta – y que parece perfecta – podría ser una buena idea.

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Wal­ter Pen­gue es In­ge­nie­ro Agró­no­mo, con for­ma­ción en Ge­né­ti­ca Ve­ge­tal. Es Más­ter en Po­lí­ti­cas Am­bien­ta­les y Te­rri­to­ria­les de la Uni­ver­si­dad de Bue­nos Ai­res. Doc­tor en Agroe­co­lo­gía por la Uni­ver­si­dad de Cór­do­ba, Es­pa­ña. Es Di­rec­tor del Gru­po de Eco­lo­gía del Pai­sa­je y Me­dio Am­bien­te de la Uni­ver­si­dad de Bue­nos Ai­res (GE­PA­MA). Pro­fe­sor Ti­tu­lar de Eco­no­mía Eco­ló­gi­ca, Uni­ver­si­dad Na­cio­nal de Ge­ne­ral Sar­mien­to. Es Miem­bro del Gru­po Eje­cu­ti­vo del TEEB Agri­cul­tu­re and Food de las Na­cio­nes Uni­das y miem­bro Cien­tí­fi­co del Re­por­te VI del IPCC.