Por: Walter Pengue (Argentina).

La agricultura y el sistema alimentario actual en su totalidad están en crisis. Si bien reconocemos, que desde el punto de vista productivo, los principales cultivos del mundo han tenido un crecimiento expansivo desde la incursión de la Revolución Verde, esto se logró a costa de un aumento de las externalidades (daños socioambientales), las que -justamente los propios promotores de la misma- intentaron darles una cuantía menor o considerarlas sólo parcialmente.

Además, la agricultura industrial ha venido intensificando el uso de insumos externos y el consumo de energía que la llevó a un gigantismo rural concentrado en la productividad por unidad de área pero sin aceptar los efectos sociales y ambientales que generó muchas veces esta incorporación tecnológica a ultranza.  Es una agricultura energívora, inviable en un mundo amenazado por el cambio climático.

La expansión de esta agricultura industrial es el principal factor de cambio de uso del suelo y un aportante relevante de agroquímicos y fertilizantes sintéticos. La Revolución Verde – una primera oleada de esta escalada global que arrancó luego de la segunda guerra mundial – inundó al mundo con agroquímicos y fertilizantes sintéticos y sentó los cimientos de una segunda revolución a finales del siglo pasado.

La “Biorevolución” o Segunda Revolución Verde, nos pone por un lado frente a espacios concentrados de poder dados por las multinacionales de los agroquímicos y por el otro frente a las megaempresas de semillas. A ello debemos agregar el creciente rol que las multinacionales de los alimentos retienen en un mercado cada día más concentrado.

Ya con la Primavera Silenciosa, la científica norteamericana Rachel Carson advertía sobre los serios impactos en el ambiente y la salud humana de los agrotóxicos. En el propio New York Times de Julio de 1962 – ¡y antes de la propia salida del libro! de Carson – destacaba que la industria química “se levantaba en armas” contra Carson e intentaba falazmente desacreditar sus argumentos.

La seguidilla de investigadores perseguidos, llegaría hasta nuestros días, en contra de otros científicos que frente a una segunda oleada de químicos como el glifosato, el glufosinato y un variado cóctel químico – más nuevas semillas transgénicas (siempre vinculadas a agroquímicos con un fuerte sesgo meramente comercial) –  alertaban de los posibles daños.

Pero ya más de veinte años después de la liberación de los primeros eventos transgénicos resistentes a herbicidas, algo está cambiando. La poderosa industria agroquímica cae de bruces por donde más le duele: el obligado pago de multimillonarios juicios perdidos. Es que las externalidades comienzan a cuantificarse a través de estudios y resultados de la ciencia independiente.

Más ciencia y más conciencia

Son variados los grupos que comienzan a dar visibilidad a los intangibles del fallido modelo rural. Un reciente Informe Preliminar del TEEB (ONU Ambiente 2015) reporta que los costos a la salud, que podrían producir los agroquímicos que actúan como disrruptores endócrinos alcanzarían los 157 mil millones de dólares al año (discriminados en 132 mil millones por efectos neurológicos (incluidos ADHD), muertes prematuras, 6 mil millones, desórdenes reproductivos masculinos, 4 mil millones de dólares y  obesidad y diabetes, 15 mil millones).

Y los costos de toda esta agroindustria son aún más enormes. La Alianza Global por el Futuro de la Comida y el Panel de Expertos sobre Sistemas Alimentarios Sostenibles (2019) lo han puesto también en números: morbilidad ocupacional 250 mil millones de dólares (en EE.UU.), diabetes, 673 mil millones (globales), inseguridad alimentaria/malnutrición 3.500 mil millones, obesidad 760 mil millones y las cifras siguen.

Desde el TEEB, un organismo que cuantifica los impactos en la agricultura y el ambiente, comienzan a ponerse además sobre la mesa, el valor de impactos e intangibles de esta agricultura (Sandhu et al 2019).

El mundo, comienza a observar que cuando este modelo agroindustrial agotado comienza a incluir también en sus costos las externalidades producidas, ya no es ni tan eficiente ni tan productivo. Y se hace evidente que debe cambiar.

Y por el lado de la demanda, una sociedad informada y creciente no sólo alerta sobre los impactos de los agroquímicos utilizados sino también por los ultraprocesados (con elevados contenidos de sal, azúcar o grasas) y que preludian una próxima pandemia alimentaria.

Estos últimos, llamados OCNIs (Objetos Comestibles No Identificados) por la reconocida nutricionista argentina, Miryan Gorban, no permiten reconocer con claridad lo que se está consumiendo. Otra relevante científica, la primatóloga británica Jane Goodall, nos alertaba sobre los agroquímicos preguntándose “¿en qué momento de nuestra historia como especie, nos pareció que sería una buena idea, producir nuestros alimentos con venenos…?”…

Los alimentos ultraprocesados con altos contenidos de sales, grasas y azucares, también tienen sus costos en América Latina. Los datos por las muertes provocadas por obesidad según la FAO, tres de cuatro muertes en América Latina y el Caribe son causadas por enfermedades no transmisibles generadas por el sobrepeso y obesidad tales como enfermedades cardiovasculares, cáncer y diabetes.

Países como Argentina, Chile o México están entre los más afectados. En Chile, el 80 por ciento de las muertes son por esta causa. La FAO explica que independientemente de su nivel de desarrollo, la mayoría de los países tienen algún grado de malnutrición por exceso: casi 2000 millones de personas se ven afectadas.

Nuevas alternativas productivas están ahora mismo sobre la mesa: formas de producir alimentos de buena calidad nutricional, acceso de precios justos y amigables con el ambiente y la sociedad al no utilizar ni agroquímicos ni fertilizantes sintéticos, escalan rápidamente de lo local a lo regional y de lo regional, a lo mundial.

Se necesita transformación de los sistemas productivos

Hoy en día la agroecología como nueva oferta no sólo tecnológica sino amigable social y ambientalmente viene a resolver los serios problemas creados por la agricultura industrial. La Sociedad Científica Latinoamericana de Agroecología (SOCLA), un emergente científico aportativo en conocimientos hacia los campesinos y la agricultura familiar, viene mostrando su enorme potencial técnico para resolver desde los problemas de la producción hasta el consumo.

Desde los movimientos sociales en América Latina se demanda por otra agricultura: “Agroecología o Barbarie” nos dicen. Y es así, apoyan y demandan a la ciencia por una ampliación y dedicación más conspicua por sistemas agronómicos que gestionen sosteniblemente a la naturaleza y extraigan sus frutos con externalidades mínimas.

La población alertaba sobre el cóctel químico con el que se la cubrió durante décadas, hoy en día demanda por una transformación desde la base. El “Movimiento de Pueblos Fumigados” un colectivo público que propone una transformación de los sistemas productivos, una eliminación de la carga de agrotóxicos y una promoción de sistemas basados en la agroecología crece reactivamente frente a la amenaza de una agricultura industrial que poca atención ha llevado a sus propios impactos.

Es evidente que en distintas escalas, una parte del mundo está demandando por un cambio desde la base. Son muchos los que van incluso más allá, y proponen un viraje de todo el modelo agroindustrial. Y dadas las enormes presiones ya identificadas en toda la cadena, se busca una transformación de fondo que vaya finalmente hacia un sistema ecoagroalimentario.

Esto es, un nuevo modelo rural, que integrando a la agroecología, la naturaleza y la sociedad bajo un ciclo más sostenible, pueda confrontar con datos contundentes y alternativas reales, a esta alicaída agricultura industrial, que tiene sus días contados.

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Wal­ter Pen­gue es In­ge­nie­ro Agró­no­mo, con for­ma­ción en Ge­né­ti­ca Ve­ge­tal. Es Más­ter en Po­lí­ti­cas Am­bien­ta­les y Te­rri­to­ria­les de la Uni­ver­si­dad de Bue­nos Ai­res. Doc­tor en Agroe­co­lo­gía por la Uni­ver­si­dad de Cór­do­ba, Es­pa­ña. Es Di­rec­tor del Gru­po de Eco­lo­gía del Pai­sa­je y Me­dio Am­bien­te de la Uni­ver­si­dad de Bue­nos Ai­res (GE­PA­MA). Pro­fe­sor Ti­tu­lar de Eco­no­mía Eco­ló­gi­ca, Uni­ver­si­dad Na­cio­nal de Ge­ne­ral Sar­mien­to. Es Miem­bro del Gru­po Eje­cu­ti­vo del TEEB Agri­cul­tu­re and Food de las Na­cio­nes Uni­das y miem­bro Cien­tí­fi­co del Re­por­te VI del IPCC.