Por: Walter Pengue (Argentina).

El Día Mundial del Medio Ambiente se celebra desde 1974. Se eligió el 5 de junio porque en esa misma fecha dos años antes, se había realizado en Estocolmo (Suecia) la primera gran Conferencia sobre temas relativos al Medio Ambiente, conocida como la Cumbre de Estocolmo o Cumbre de la Tierra.

Cincuenta años después, el mundo volvió a reunirse allí alrededor de las mismas fechas en una nueva cumbre Estocolmo+50 que representa una reunión internacional acordada por resolución de la Asamblea General de la ONU, los pasados días 2 y 3 de junio de 2022.

Imagen: La Conferencia de Estocolmo, Primera Cumbre de la Tierra,  que sentó las bases de las primeras preocupaciones globales sobre el ambiente humano (Fuente: Naciones Unidas).

Cincuenta años atrás,  la primera conferencia sentó objetivos indisolubles de mitigación de la pobreza y la protección del medio ambiente y dio origen a una diplomacia y burocracia ambiental, en un esfuerzo por conciliar el desarrollo económico y la gestión del medio ambiente, que fueron el pilar para el nacimiento del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y el concepto de desarrollo sostenible, con este mandato específico.

También dio lugar a la formación de ministerios nacionales para abordar el “Medio Ambiente” – todos con este título y el rimbombante agregado de Desarrollo Sostenible – y a una serie de nuevos acuerdos mundiales destinados a proteger a la naturaleza (los AMUMAS, Acuerdos Multilaterales de Medio Ambiente).

En los mismos tiempos, aparecían los primeros grupos ambientalistas con agenda mundial, algunos de los cuales provenían desde el Norte y otros tantos, más afligidos por los impactos recibidos, desde lo local y el Sur global.

La campaña actual del Día Mundial del Medio Ambiente 2022 – #UnaSolaTierra – pide – otras vez – cambios profundos en las políticas y en nuestras decisiones para permitir una vida más limpia, ecológica y sostenible, en armonía con la naturaleza. “Una sola Tierra” fue el lema de la Conferencia de Estocolmo de 1972. Cincuenta años después, el llamado sigue siendo el mismo.

Cincuenta años de advertencias y discursos es mucho tiempo. Y en virtud de ello, a pesar de los enormes esfuerzos de científicos, investigadores, diplomáticos ambientales, gestores, activistas, ONGs, gobiernos comprometidos, ecologistas la situación no es mejor, sino peor.  De tener un medio ambiente, estamos pasando a tener solamente un cuarto… de él. 

Nuestros hábitos de consumo se han exacerbado, la vida humana en general deteriorado, las especies comienzan a desaparecer a tasas impredecibles, la aceleración del aumento de las temperaturas globales es un hecho y con ello el cambio climático. El cambio ambiental global se están llevando puesto al planeta y con él a nosotros y muchas otras especies, estando con datos de la propia ONU,  la biodiversidad global bajo una enorme presión y con más de un millón de especies en riesgo de desaparecer.

Imagen: El Primer Reporte de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Ambiente Humano, Estocolmo, Junio de 1972 (Fuente Naciones Unidas)

Pero veamos cómo estamos ahora

Los últimos reportes de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad y sobre Cambio Climático en 2019, 2020, 2021 y 2022 relatan un estado de situación que nos lleva a reconocer una aceleración en la tasa de desaparición de especies con respecto a periodos largos previos muy importante. Lo mismo sucede, en términos de aceleración del cambio climático y su vinculación con el aumento de las temperaturas globales.

La combinación de ambos factores y su relación con el consumismo internacional nos trae nuevamente a una necesidad inmediata de cambiar el andarivel actual de producción y consumo hacia otro totalmente distinto. Pero ahora lamentablemente esto no estaría pasando, sino todo lo contrario.

Nuevos factores, no considerados, al menos globalmente, como las guerras o las pandemias, ponen aún mucha más presión, claramente sobre las sociedades, pero también sobre la naturaleza y las otras especies. Somos, como dice en su último film, la querida colega y cineasta francesa, Marie Monique Robin, una “fábrica de pandemias”.   Y parece que en esto, la humanidad ya es una futura industria generadora de las mismas.

Las decisiones que tomamos y el estilo de vida que llevamos tienen un profundo impacto en nuestro planeta. Y a ello se suma, la enorme inequidad entre ricos y pobres.  El 1 por ciento más rico de la población mundial emite más gases de efecto invernadero que el 50 por ciento más pobre. Pero el impacto del cambio climático, es primero sobre los más pobres, en términos de sequías e inundaciones y la clara dependencia de su sistema alimentario.

La inequidad es alarmante y las crisis la incrementan. Un reciente informe de Oxfam Internacional (2022) reporta que las diez personas más ricas del mundo han duplicado su fortuna, mientras que los ingresos del 99 por ciento de la población mundial se habrían deteriorado a causa de la COVID-19. Las crecientes desigualdades económicas, raciales y de género, así como la desigualdad existente entre países, están fracturando nuestro mundo.

Desde el inicio de la pandemia, ha surgido una nueva persona multimillonaria en el mundo cada 26 horas. Sigue diciendo Oxfam, que más de 160 millones de personas han caído en la pobreza y que cerca de 17 millones de personas han perdido la vida a causa de la COVID-19, una magnitud de muertes sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Millones en África y otras regiones no acceden a las condiciones de tratamientos médicos necesarios tanto para esta como para las múltiples causas de enfermedad en estos territorios.

Además, existe una diplomacia por vacunas, que ha dejado ver también, la cara más vergonzosa y egoísta y estúpida de la humanidad. Las desigualdades han provocado que la pandemia de coronavirus resulte más letal, más prolongada y más dañina para los medios de vida.

La demanda de recursos naturales es más alta que nunca y continúa en un aumento permanente, tanto para la comida, ropa, agua, vivienda, infraestructura y otros aspectos que reconfortan, al menos a una parte – la que puede pagar – de la vida humana. Desde los mismos años setenta de la primera Cumbre de Estocolmo, la extracción de recursos ha aumentado más del triple, con un incremento del 45 % en el uso de combustibles fósiles.

La extracción y el procesamiento de los materiales, los combustibles y la comida son responsables de la mitad de las emisiones de gases de efecto invernadero mundiales y de más del 90 por ciento de la pérdida de biodiversidad y el estrés hídrico. Estamos utilizando el equivalente a 1,6 Tierras para mantener nuestro actual modo de vida hecho que los ecosistemas no pueden seguir el ritmo de nuestras demandas. Ya no pueden absorber ni reciclar naturalmente nuestros residuos.

En la última década, los desastres naturales provocaron más de 600 mil muertes y significaron una pérdida de más de 500 mil millones de dólares. El 40 por ciento de la población mundial tiene serios problemas de acceso al agua potable y un porcentaje elevado consume aguas contaminadas. 2,2 millones de personas mueren al año por causas evitables derivadas de la contaminación del recurso hídrico.

En los últimos cien años, el nivel del mar ha aumentado de 10 a 20 centímetros y el desplazamiento de pueblos y ciudades ya es un hecho en las zonas costeras de los países, en los países insulares (¡que piden ayuda a los gritos en las Naciones Unidas!, para convertirse en pueblos migrantes) y hasta en poblaciones impensadas como en Alaska, donde ya son más de 25 los pueblos desplazados.

El hambre, sigue golpeando

Mucho de ello, más allá de la inequidad distributiva de los alimentos, está pegando fuerte cuando se la relaciona al cambio climático y la disminución de las cosechas, la especulación y la guerra. Y lamentablemente lo será aún más.

Enfrentamos nuevas hambrunas. Dentro de 8 años, según las Naciones Unidas, casi 8.000.000 de niños y niñas tendrán problemas de crecimiento y la mitad de ellos tendrán retrasos graves. Para el 2050, la cifra llegaría a superar los diez millones de niñas y niños.

La deforestación no se ha detenido

En algunos países de América Latina, como la Argentina, Brasil o México se siguen impulsando para la producción de cashcrops, carne industrial o biocombustibles. Deforestamos más de 15 millones de hectáreas por año, lo que pone al cambio de uso del suelo como el otro gran problema de la humanidad.

La pérdida de biodiversidad se suma a la enorme liberación de gases de efecto invernadero que retenían los bosques. Todo esto se sabe. Lo leen los políticos en sus reuniones de “medio ambiente”. Lo producen los científicos a través de sus papers y reuniones científicas. Lo empieza a escuchar una parte de la sociedad.

En América Latina, la cuestión no está mejor ni mucho menos. El cambio de paradigma está aún más lejano, cuando ni siquiera se han resuelto cruciales problemas de desarrollo, que nos tienen en el primero de los estados del crecimiento económico de Rostow. Ni siquiera despegamos. Sin embargo, fue desde aquí, donde de alguna forma se gestó un pensamiento ambiental latinoamericano que impactó hace ya décadas reclamando por un cambio transformador.

En el libro El Pensamiento Ambiental del Sur, Complejidad, recursos y ecología política latinoamericana, de hace poco menos que cinco años, los principales pensadores de América Latina planteaban con claridad, sabiduría y experiencia acumulada, por dónde habíamos crecido mal, cuáles eran las bases materiales y sociales de nuestro retraso y cuáles podrían ser los caminos que nos pudieran llevar a la transformación sostenible.

Otra relevante pensadora latinoamericana, la colombiana Margarita Marino de Botero, contribuyó durante más de cinco décadas de forma sustantiva en la concreción de una perspectiva regional a lo que estaría aportando además desde la World Commission for Environment and Development y su documento de 1987 Nuestro Futuro Común y luego con las Cumbres de la Tierra o en el mismo Río 92 y las que le siguieron. Y sigue su impronta con nuevas miradas y demandas.

La misma CEPAL, liderada por la bióloga mexicana Alicia Bárcena hace muy poco, hizo lo propio en la búsqueda de una transformación sustantiva y liberadora de nuestra sociedad y su naturaleza y promovió otra obra contundente, La tragedia ambiental de América Latina y el Caribe, liderada por Ingeniero Agrónomo chileno, Nicolo Gligo.

CEPAL también a través de científicos relevantes en los ochenta, se ocupó de responder al problema ambiental, con la fuerte crítica social y de inequidad que por la región teníamos, a través de otra obra icónica, Nuestra Propia Agenda.  Colaboraron con ello celebrados investigadores de la región, entre ellos, argentinos como el destacado ecólogo  Jorge H. Morello o el economista ecológico Héctor Sejenovich.

La obra que tendría que revisarse y considerar en estos mismos momentos, en que a los factores que destruían nuestro ambiente y sociedad, como la pobreza, la marginación, la deuda externa – ninguno de ellos resuelto hasta ahora – se suman al narcotráfico, la marginalidad juvenil, la corrupción y nuevas y más sofisticadas formas de endeudamiento y dependencia.

Pero también la lucha por un ambiente sano y claramente una sociedad más justa en algunas partes del mundo como por aquí, no es gratis.  Y muchas veces cuesta la propia vida. Los defensores de derechos humanos medioambientales se enfrentan a peligros y en ocasiones incluso con la muerte por su labor incansable protegiendo el ambiente.

En 2020, la organización sin ánimo de lucro Global Witness documentó un promedio de cuatro asesinatos de defensores de derechos humanos medioambientales cada semana, lo que supuso el año con mayor mortalidad registrada hasta la fecha para estos protectores y protectoras del planeta.

Es muy probable que existan muchas más víctimas que no han sido documentadas. Ni qué hablar de las persecuciones a otros luchadores ambientales, científicos o investigadores independientes, muchas veces perseguidos, obligados a emigrar o cancelar sus trabajos o el baneo o bloqueo de sus proyectos e investigaciones por simplemente publicar sus datos y dar cuenta del peligroso andarivel por el que se va yendo.

En Octubre de 2021, en una reunión virtual organizada conjuntamente por Suecia y Derechos Humanos de las Naciones Unidas durante el 49º periodo de sesiones del Consejo de Derechos Humanos en Ginebra, Suiza, dijo Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos: “Todos los días, los defensores de derechos humanos medioambientales se enfrentan a insultos, amenazas y acoso por la labor que desempeñan luchando contra la triple crisis planetaria del cambio climático, la contaminación y la pérdida de biodiversidad”.

Este 5 de Junio se conmemora el Día Internacional del Medio Ambiente. Para quienes hablamos en español, ya nació “partido al medio” (en la palabra original inglesa al menos no tienen este problema, World Environment Day (Día Mundial del Medio Ambiente)).

A pesar de los discursos y la seguidilla de mensajes “optimistas”, la seriedad del tema para la humanidad no debería permitirnos estas liviandades. La Agenda 2015-2030 de Los Objetivos del Desarrollo Sostenible, ahora mismo y con sus premisas mínimas, parece ya no ser alcanzable por una buena parte del mundo.

La cuestión del ambiente es una cuestión de supervivencia. Los científicos más informados del mundo así lo han planteado. Los Reportes y el eje discursivo, tan diplomático en general de las Naciones Unidas, ha pasado a un grado de alerta y advertencias sin precedentes.

Los luchadores socioambientales, en las calles, en los campos, en las selvas o en los mares lo expresan de las formas más disímiles. Una verdadera y completa educación ambiental debe construirse a través de la transversalidad educativa en todas las instancias, desde la infancia más delicada hasta la Universidad y para todas sus formaciones profesionales, desde la gestión pública a la acción privada. Y promover desde allí, cambios profundos y transformaciones sustantivas a lo que hoy en día tenemos. No se trata justamente de reciclar papelitos, gastar menos agua o consumir menos energía…

La diplomacia ambiental ha dado algunos pasos. Sin esto, aún estaríamos peor de lo que estamos. Pero no es suficiente. Y menos aún, cuando en muchas naciones, en particular en los países de ingresos bajos y medios, el tema ambiental se deja en manos de la ineptitud, la incapacidad o la impericia. Y los costos de tales acciones los pagan las sociedades, las otras especies y la naturaleza en general. Y sin recibir correctivo alguno.

Es necesario personas no sólo con capacidad, sino con coraje. Vamos de Cumbre en Cumbre. De reunión en reunión. Vamos de promesa en promesa y buscando “transiciones”. De transición en transición.  De la transición energética a la transición agraria. De la transición en el consumo a la transición socioecológica. Una nueva forma de greenwashing ambiental.

Pero más allá de los discursos y de algunos datos sueltos, lo que no hay es tiempoTenemos el conocimiento, la tecnología y los saberes diversos para hacerlo. Pero no la transición, sino la transformación socioambiental es ahora. No dentro de diez o veinte años, pues allí será tarde. Una transformación desde la raíz.

El COVID19 puso al mundo de rodillas. Y lo hizo tambalear. Poco aprendimos de ese impacto. Esto será un juego de niños frente a la combinación de la crisis climática, global y de pérdida de biodiversidad, donde la intensidad y la recurrencia de todo combinado no nos dará aire para recuperarnos.

Imagen: La última Cumbre de la Tierra, Estocolmo 2022, Junio (Fuente: Naciones Unidas).

Los científicos producen información. Sabemos lo mal que nos va y lo peor que nos irá. Una sociedad dormida u aletargada por el consumismo y la falsa felicidad parece no percibirlo. Y los políticos en general aunque lo saben, intentan solamente sostenerlos de esa forma. Para que consuman y luego voten en consecuencia. La cuestión es grave. Y ya no queda tiempo, menos aún para las generaciones más jóvenes que recibirán todo el impacto.

Cada año que pasa somos menos mundo. Somos menos humanidad. Estemos a tiempo, presionemos a nuestros sistemas por un cambio rotundo y solo apoyemos a quienes se comprometan profundamente con él.  Porque es posible y no nos perdonaremos jamás no solamente haberlo avisado, sino haber hecho todo el esfuerzo posible por intentar e impulsar el cambio transformador.

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Wal­ter Pen­gue es Ingeniero Agrónomo, con formación en Genética Vegetal. Es Máster en Políticas Ambientales y Territoriales de la Universidad de Buenos Aires. Doctor en Agroecología por la Universidad de Córdoba, España. Es Director del Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente de la Universidad de Buenos Aires (GEPAMA). Profesor Titular de Economía Ecológica, Universidad Nacional de General Sarmiento. Es Miembro del Grupo Ejecutivo del TEEB Agriculture and Food de las Naciones Unidas y miembro Científico del Reporte VI del IPCC.