Por: Camilo Cortés- Useche, PhD (Colombia).
Corría el año 1947 y el mundo se sacudía aún bajo el peso de una guerra que devoraba puertos y cartas de amor. Pero el Pandora, un crucero majestuoso con el corazón de un fuerte castillo flotante, zarpó desde el Mediterráneo dejando huella y con la promesa de llevar a sus pasajeros hacia tierras prosperas, lejos muy lejos del alarido de los cañones y el llanto de las estaciones bombardeadas. Su nombre no era casual, como la mítica caja que contenía todos los males del mundo, también este barco llevaba en sus entrañas los riesgos y secretos que, una vez abiertos, ya no podrían ser contenidos… aunque, quizás, en el fondo, también resguardaba una chispa de clemencia.
Entre sus lujosos corredores y salones cubiertos de alfombras persas, espejos relucientes que duplicaban los suspiros de los más enamorados, y cuadros que mostraban pulpos con ojos humanos y sirenas que cantaban a las nubes, se encontraron dos almas que no sabían aún que estaban destinadas a naufragar en el uno del otro.
Ella, Emiliana del Mar, era morena como las arenas calientes del Caribe, con dos chongos perfectos como coronas invertidas, grandes ojos que parecían haber visto todas las lunas del trópico, y oro en las orejas, las muñecas y el cuello, como si llevara encima el mapa de un tesoro. Bailaba por los pasillos como quien flota, y reía como si el mar tuviera voz de mujer.
Él, Capitán Danilo Cortázar, era la figura misma del control, hombros amplios como velas desplegadas, barba impecablemente rasurada, traje blanco sin una sola arruga, y una tristeza elegante que solo los hombres que han navegado en guerra saben vestir con dignidad. Nunca sonreía ni bailaba sin motivo. Nunca dormía más de tres horas.
Los presentó el destino en una noche de tormenta. Las olas golpeaban con tal fuerza que los cuadros de criaturas marinas se descolgaban como si quisieran huir del barco. Ella cayó al suelo en el Gran Salón del Pandora, entre plantas ornamentales y libros que volaban como pájaros enloquecidos. Él la alzó en brazos como si levantara una estrella que se le había extraviado.
Desde entonces, los días fueron de tormenta, pero también de complicidad. Ella hablaba de sueños donde volaba con elefantes y jirafas en África y él, que jamás dormía, comenzó a hacerlo entre aires de libertad y olas con una lealtad tan fuerte que ni el agua del mar podía romper.» Soñaron juntos. En uno de esos sueños, según Emilia, se encontraban en un jardín con relojes derretidos sobre las ramas sombrías y mariposas azules salían del bosque de niebla oscura que la asustaba. Él, escéptico, empezó a anotar sus propias visiones nocturnas en un cuaderno de bitácora.
—»En realidad es solo un sueño, eso espero» —decía ella,
—»Tranquila, en realidad los sueños no determinan la realidad, tener los pies sobre la tierra es una forma de emocionarse con lo real» —respondía él.
El barco resistía los embates del mar, pero también los de su propia historia. En una noche particularmente cruel, el Pandora se inclinó tanto que varios espejos y relojes se hicieron trizas, pero ninguno de ellos se rompió en su reflejo.
—»Si sobrevivimos esta noche, será para siempre» —dijo él, mientras los relámpagos abrían las cortinas finas de los salones como si buscaran a alguien.
Llegaron a tierra firme nueve días después, en un puerto que olía a maderas nuevas y a café fresco. Nadie supo que esa travesía había sido una batalla entre el mar y el alma de una mujer y un hombre. Emilia bajó con su oro y su risa. Danilo con sus manuscritos y el uniforme manchado de realidad.
La tierra firme crujió bajo sus pies como si también ella los reconociera, como si supiera que no eran solo dos pasajeros más, sino dos sobrevivientes de un viaje que había desafiado no solo el oleaje y los cielos rabiosos, sino la soledad, la furia del tiempo… y esa misteriosa caja abierta que es el amor, de donde escapan dudas, heridas, verdades y temblores, pero donde, al fondo, brilla como una promesa que se niega a morir la esperanza.
El pasado 22 de abril, el mundo celebró el 55º aniversario del Día Mundial de la Tierra bajo el lema “Nuestro Poder, Nuestro Planeta”. Más de mil millones de personas en 192 países se unieron en una jornada histórica, impulsada por la necesidad urgente de transformar el sistema energético global hacia uno más justo, limpio y sostenible.
Desde su origen en 1970, el Día de la Tierra ha sido un llamado a despertar. Y en 2025, ese despertar tomó la forma de una meta concreta: triplicar la producción mundial de energías renovables antes del año 2030. Esta movilización global, nutrida por el poder de las personas comunes, demostró que la esperanza no está solo en los grandes discursos, sino en las acciones diarias, en la voluntad de quienes pisan firme el suelo que quieren proteger.
La transformación ya era visible: Texas lideró en energía eólica, Uruguay se consolidó como un referente al generar el 98% de su electricidad con fuentes limpias, y países como India, China, Kenia, Dinamarca y Australia aceleraron su transición hacia fuentes sostenibles como la solar, la hidroeléctrica o la geotérmica. A su vez, los costos de estas tecnologías cayeron drásticamente, abriendo la puerta a una revolución energética verdaderamente accesible.
Más allá de lo técnico, esta revolución tocó lo más humano. Reducir el uso de combustibles fósiles significó menos enfermedades respiratorias, menos contaminación en el agua, menos angustia por un futuro incierto. Significó también nuevas oportunidades laborales, dignidad energética para millones de personas y un respiro literal para el planeta.
Pero quizá lo más valioso que dejó este Día de la Tierra fue el recordatorio de que el poder de cambiar las cosas está en nuestras manos, en nuestras decisiones, en nuestra forma de habitar el mundo. Tener los pies sobre la Tierra ya no es solo una metáfora de inteligencia, es una necesidad vital. Significa mirar al suelo que pisamos con respeto, cuidar el agua que bebemos, el aire que respiramos, los bosques que nos dan sombra, y las comunidades que construimos día a día.
Porque solo con los pies bien puestos sobre la Tierra, podremos seguir soñando un futuro que valga la pena vivir.
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Camilo Cortés- Useche es biólogo Marino. Maestro en Manejo de Ecosistemas Marinos y Costeros, con doctorado e investigación postdoctoral en el área de las Ciencias Marinas. Su trabajo en el campo de la gestión y ecología marina en la República Dominicana le valió el reconocimiento del “Premio Dr. Alonso Fernández González 2020” a las Mejores Tesis de Posgrado del CINVESTAV en la Categoría Doctorado. Innovador de la sostenibilidad, científico y distinguido por sus aportes en la conservación de la naturaleza. Durante los últimos años ha liderado coaliciones para un modelo resiliente al cambio climático basado en la ciencia, con una idea firme del desarrollo social justo.
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