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Agricultores brasileños resisten a la desertificación de sus tierras

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Rodeado de cráteres rojos que parecen salidos de Marte, el ganadero brasileño Ubiratan Lemos Abade extiende los brazos y señala los dos posibles futuros para sus tierras, amenazadas por la expansión del desierto.

Abade, de 65 años, vive en el peor lugar de desertificación en Brasil: Gilbués, en el estado nororiental de Piauí, donde el paisaje árido y socavado por cañones devora granjas y viviendas en un área mayor a la ciudad de Nueva York.

Según los expertos, el fenómeno está causado por la erosión rampante del frágil suelo de la región, y exacerbado por la deforestación y el desarrollo indiscriminado. También consideran los eventuales efectos del cambio climático.

Pero cientos de familias agropecuarias se rehúsan a abandonar esta tierra desolada y recurren al ingenio para desafiar la adversidad y alertar sobre el problema.

«La situación está descontrolada. No está lloviendo como antes. Por eso tenemos que usar irrigación. Sin eso, no tenemos cómo», dice Abade.

A su derecha, apunta a un campo de hierba marchita que murió antes de que su ganado pudiera pastar. A su izquierda, señala un exuberante lote de grama regada con un improvisado sistema de riego, del que depende para mantener vivas a sus vacas, y a sí mismo.

Instaló el sistema hace un año: cavó un pozo y colocó una red de mangueras.

«Sin irrigación, quedaría como aquel otro, muriendo de sed».

«Hace falta tecnología para producir aquí. Pero cuando tienes pocos recursos, es difícil».

Tierra frágil

Desde el cielo, el «desierto de Gilbués» parece una hoja gigante de papel de lija arrugado, de color rojo ladrillo.

El problema de la erosión no es nuevo. El término «gilbués» probablemente proviene de un vocablo indígena que significa «tierra frágil«, dice el historiador ambiental Dalton Macambira, de la Universidad Federal de Piauí.

Pero la humanidad empeoró el problema al arrasar y quemar la vegetación, cuyas raíces ayudaban a contener el suelo limoso, y expandir las construcciones para una localidad de actualmente 11.000 personas.

Gilbués fue escenario de una fiebre de diamantes a mediados del siglo XX, de un «boom» de la caña de azúcar en la década de 1980 y ahora es uno de los principales municipios productores de soja del estado.

«Ahí donde hay personas, hay demanda de recursos naturales», dice Macambira.

«Eso acelera el problema y exige al medio ambiente más de lo que puede soportar».

Según un estudio publicado en enero por Macambira, el área afectada por la desertificación se ha más que duplicado, de 387 a 805 km2, desde 1976 a 2019, afectando a unas 500 familias agricultoras.

Los científicos afirman que son necesarios más estudios para determinar si el calentamiento global acelera el fenómeno.

Los agricultores constatan temporadas secas más secas y de lluvias más cortas pero más intensas, lo que agrava el problema: las fuertes precipitaciones arrastran más tierra y hacen aún más profundos los enormes cañones conocidos como «vocorocas«.

Según Macambira, el calentamiento del planeta solo puede empeorar la situación.

En las zonas con «problemas de degradación ambiental, el cambio climático tiende a tener un efecto más perverso», afirma.

Oportunidades 

Para Naciones Unidas, la desertificación es una «crisis silenciosa» que afecta a 500 millones de personas en el mundo, y es causa de pobreza y conflictos.

Pero el problema ofrece oportunidades, dice Fabriciano Corado, presidente del grupo de conservación SOS Gilbués.

El ingeniero agrónomo, de 58 años, dice que aunque el suelo de Gilbués se erosiona fácilmente, al mismo tiempo es ideal porque es rico en fósforo y arcilla, y no necesita fertilizantes u otros tratamientos.

Al igual que Abade, cree que los agricultores precisan de tecnología para sobrevivir al desierto invasor.

Pero nada muy sofisticado, dice, y señala que los productores locales han obtenido resultados muy positivos por ejemplo con la protección de la vegetación local, la irrigación por gotas, el cultivo de peces y la técnica milenaria de las terrazas agrícolas.

«No tenemos que reinventar la rueda. Los aztecas, incas y mayas ya lo hicieron», apunta.

Lamenta al mismo tiempo el cierre hace seis años de un centro público de investigación contra la desertificación en Gilbués que ayudaba a los agricultores a implementar esas técnicas.

El estado planea reabrirlo, pero no ha definido una fecha.

La región tiene también potencial en energía solar, dice Corado, al citar la apertura reciente de un parque solar de 2,2 millones de paneles. Otro está en construcción.

Con la mezcla adecuada de conservación y tecnología, «nadie nos detendrá».

Noticiero Científico y Cultural Iberoamericano – Noticias NCC
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