Ariana Paulina Carabajal visita clínicas y hospitales con frecuencia. No está enferma. Esta paleontóloga recorre los pasillos llevando en camillas los restos de seres hace tiempo fallecidos. Con el mayor de los cuidados, deposita los cráneos fosilizados de toda clase de dinosaurios, pterosaurios, cocodrilos, tortugas y aves en el interior de enormes tomógrafos médicos. Y espera con paciencia para revelar sus más profundos secretos.
Esta investigadora argentina es una de las máximas representantes a escala mundial de la paleoneurología, una rama de la paleontología que está revolucionando la comprensión que tenemos de especies desaparecidas hace millones de años. “Estudiamos los cerebros y el sistema nervioso de animales extintos”, cuenta a SINC esta científica del Instituto de Investigaciones en Biodiversidad y Medioambiente (Conicet), en la ciudad de Bariloche, al norte de la Patagonia argentina.
“Lo hacemos de forma indirecta a través de los fósiles ya que estos tejidos blandos no se preservan. El encéfalo comienza a descomponerse inmediatamente luego de la muerte del animal. El único rastro de su presencia es la cavidad que ocupaba el cerebro, en la parte posterior del cráneo. Los estudios paleoneurológicos nos llevan a pensar más allá del esqueleto estático de un dinosaurio”, señala Carabajal.
¿Hay muchos paleoneurólogos en el mundo?
La verdad que no. Somos pocos. Cuando empecé a estudiar esto pensé que era algo imposible, que no se podía hacer. En mi doctorado me propusieron indagar sobre los cerebros de los dinosaurios carnívoros de Argentina. En ese momento, se conocían pocos de estos depredadores en la región. Así que me puse a investigar los neurocráneos disponibles, es decir, las estructuras complejas formadas por varios huesos generalmente fusionados entre sí que rodeaban y protegían el encéfalo y órganos de los sentidos de estos animales.
Tienen un montón de orificios por los que pasaban nervios y venas y arterias, como la carótida interna, que llevaba sangre oxigenada al cerebro. Hasta hace unos años, el estudio del neurocráneo era con frecuencia soslayado. Los paleontólogos le tenían algo de miedo y no lo describían.
Mi supervisor, el paleontólogo canadiense Philip J. Currie, me ayudó bastante. Empecé a preparar manualmente el material: hice moldes endocraneanos de látex de las cavidades, copias del espacio que queda dentro del cráneo y que estaba ocupado por el encéfalo en vida del animal. Todo de manera muy artesanal. Fui generando una colección de cerebros. No tenía a nadie con quien compartir mis dudas. Hasta que, de pronto, le fui encontrando el gusto. Fui descubriendo un mundo nuevo.
¿Cómo incidió la tomografía computada por rayos X en estos trabajos?
Lo cambió todo. Desde finales de la década de 1990, hubo un boom a escala mundial gracias a estas técnicas no invasivas. Por primera vez, fue posible extraer información sobre la forma del cerebro y las vías nerviosas sin tener que dañar el cráneo fósil en absoluto. Nos permitió crear moldes endocraneanos digitales. Sin el peligro de romper o destruir la muestra en el proceso, las tomografías nos permiten visualizar estructuras o cavidades ocultas a simple vista. Los primeros estudios publicados de paleoneurología de dinosaurios basados en tomografías computarizadas se realizaron en un carnívoro conocido como Allosaurus. En el año 2000, se publicaron estudios digitales del cerebro del Tyrannosaurus.
En especial, ¿qué hacen los tomógrafos?
Generan una serie de “rodajas” virtuales del cráneo. Luego un software permite reconstruir digitalmente y en tres dimensiones el encéfalo, los nervios, el oído interno y otras estructuras.
¿Qué otras tecnologías se emplean?
También se estudian fósiles en sincrotrones o aceleradores de partículas para observar estructuras internas con mayor detalle. Gracias a esto más del 60 % de los trabajos en esta rama se publicaron en los últimos 20 años. Lo mismo se ve en otros grupos de animales: cocodrilos, tortugas, serpientes. El 80 % de los estudios paleoneurológicos de estos grupos se publicaron en los últimos cinco años. El impacto de las tomografías en la paleoneurología es innegable.
Qué tenían los dinosaurios en la cabeza
¿Usted dónde realiza estas tomografías?
Las primeras tomografías las hice en hospitales en Buenos Aires. En otra ocasión, las realicé en Canadá y en la Clínica Moguillanksy en la provincia de Neuquén, donde tomamos la del Giganotosaurus y confeccioné un molde digital de su encéfalo.
Pero primero hay que solicitar permiso para acceder a estos fósiles.
¿Cómo reaccionan sus colegas cuando les pide prestado un cráneo de dinosaurio?
En general, la respuesta siempre ha sido buena porque la paleoneurología es algo novedoso. Los materiales están depositados en colecciones y le pido permiso al curador explicándole lo que quiero hacer. Solicito una autorización para ver esos fósiles y para moverlos: porque también me comunico con un hospital cercano para poder devolver el fósil en el mismo día. Uno de los problemas que tiene la paleontología argentina es que tenemos pocos ejemplares de cada especie descubierta.
En general, cada una de las especies se conoce a partir de un único esqueleto, el “holotipo”. Las tomografías permitieron estudiarlos sin miedo a dañarlos. Solo hay que meter el material en un tomógrafo, sacarlo luego de escanearlo y después devolverlo sano y salvo.
Y en las clínicas, ¿qué reacción tiene la gente cuando llega con un cráneo de dinosaurio y solicita usar el tomógrafo?
Siempre hay mucho interés. Sirve bastante ir a hablar en persona con aquellos que están a cargo de los aparatos y contarles lo que hacemos. Obviamente, si hay una emergencia, la prioridad la tienen los humanos. En los hospitales, muchos se sorprenden al ver pasar el cráneo de un dinosaurio en una camilla. Los técnicos y médicos muestran mucha curiosidad cada vez que vamos.
Los paleoneurólogos trabajan con una especie de ausencia, con tejidos que no se fosilizan. ¿Cómo es trabajar con algo que no se tiene?
Es un estudio indirecto. Una cosa es describir los huesos de la caja craneana. Pero otra es hacer interpretaciones de las partes blandas que no se preservaron. Estos tejidos encefálicos dejaron marcas dentro de las paredes de la cavidad. Son lo que llamamos “correlatos osteológicos”.
El problema con los reptiles es que el encéfalo no rellena la cavidad al cien por cien, como sí ocurre en mamíferos, aves y serpientes. Hay un espacio extra que creemos que estaba rellenado con fluidos y otros tejidos. Eso hace que no podamos tener una visión completa de cómo era ese encéfalo. Cada año vamos sumando información.
¿Y cómo eran los cerebros de estos animales?
Los dinosaurios contaban con un cerebro pequeño en comparación a su masa corporal. Los herbívoros en general, como los grandes saurópodos de cuello largo, tenían cerebros globosos y cortos. Mientras que los de los carnívoros eran más alargados y comprimidos lateralmente. Por ejemplo, el cerebro de un enorme depredador como el Giganotosaurus, que vivió hace aproximadamente unos 98 millones de años y alcanzaba hasta 13 metros de largo, ocupa no más de dos palmas juntas. En el caso de dinosaurios carnívoros más pequeños, sus cerebros caben en una sola mano.
¿Qué revela el estudio de los cerebros de estos animales?
Hasta hace diez años encontrabas un cráneo de dinosaurio, lo describías y lo publicabas. Ahora hacemos mucho más: con esta información paleoneurológica inferimos comportamientos. Se está abriendo una rama muy interesante que se conoce como biología sensorial. Podemos saber cómo los dinosaurios veían, oían y olían su mundo: en la caja del cerebro se conservan marcas o impresiones del oído interno, así como también de los bulbos olfatorios, que estaban situados por delante de los hemisferios cerebrales. Dinosaurios carnívoros como Giganotosaurus o los de la familia de los abelisaurios tenían bulbos muy grandes.
Para estos animales, el sentido del olfato era muy importante. Lamentablemente, no podemos ver o estudiar los receptores olfativos, pero sí analizar la relación entre el diámetro del bulbo olfatorio y el tamaño del cerebro e inferir la agudeza olfativa. En el caso de la audición, la morfología del oído interno nos indica cuán graves o agudos eran los sonidos que podían escuchar y si estaba desarrollado su sentido del equilibrio. Aun así, no hay que olvidar que todas estas estimaciones son hipótesis, interpretaciones que siempre hay que tomar con pinzas.
El problema de la inteligencia
¿Se puede saber cómo de inteligentes eran los dinosaurios?
Es muy relativo porque no hay una forma certera de medirla. Lo que hacemos es calcular el cociente o índice de encefalización que relaciona el tamaño del cerebro con el tamaño corporal del animal. Por ejemplo, el Giganotosaurus tenía un volumen craneano de alrededor de 300 cm³.
En cambio, el Tyrannosaurus rex contaba con un volumen encefálico más cercano a los 400 cm³, lo cual sugiere que era un poco más inteligente y probablemente más ágil. Muchas veces comparamos este índice con el de distintos grupos de animales vivos en la actualidad. Por ejemplo, una gallina tiene un índice de encefalización mucho más alto que estos dos grandes dinosaurios carnívoros, a pesar de tener un encéfalo de volumen muchísimo menor.
El gran problema que tenemos es que no contamos con un representante actual muy parecido a los dinosaurios. Sabemos que las aves descienden de ciertos dinosaurios carnívoros, pero están muy alejadas en el tiempo y en la morfología. Han cambiado mucho a lo largo de su evolución.
¿Qué cráneos estudian actualmente?
Estoy realizando reconstrucciones tridimensionales digitales del encéfalo del dinosaurio carnívoro Herrerasaurus ischigualastensis, del Triásico de la provincia de San Juan. Es un animal súper importante debido a su antigüedad y su posición en el árbol filogenético de los dinosaurios.
Menos del 5 % de los encéfalos de dinosaurios estudiados a nivel mundial corresponden a dinosaurios del Triásico, es decir, de hace 250 millones de años. Investigar sobre las especies más primitivas nos va a permitir entender mejor cómo fue la evolución de la inteligencia y los sentidos en los distintos grupos de dinosaurios.
Además de estudiar cerebros, participó en campañas paleontológicas en Mongolia y en la Antártida. ¿Qué puntos en común tuvieron estas expediciones?
El paisaje del desierto de Gobi es majestuoso. Ambas experiencias se asemejan en la sensación de extrema vastedad. La campaña antártica durante febrero de 2011 fue una experiencia única, como viajar a la Luna. Allí uno siente que está verdaderamente aislado del resto del mundo y hay que tener cuidado con todo. Con los paleontólogos Ignacio Cerda y el técnico Juan José Moly, acampamos en la Isla James Ross y sentimos de inmediato la paz, el “olor a nada”, el silencio total. Estuvimos en el campo 19 días. Aquella vez tuvimos la suerte de encontrar una vértebra caudal de gran tamaño de un saurópodo. Fue un descubrimiento impresionante: la primera evidencia de la presencia de este tipo de dinosaurios herbívoros en la Antártida.
El primer dinosaurio antártico, el anquilosaurio Antarctopelta oliveroi, había sido descubierto en la misma zona por el geólogo argentino Eduardo Olivero en la década del 80. Por entonces, se sospechaba que alguna vez existieron saurópodos en esta región —por como estaban ubicados hace millones de años los continentes— pero hasta entonces no se habían encontrado restos de uno. Aunque el fósil no estaba muy bien preservado y no alcanzaba para identificar ni el género ni la especie, era su presencia en la Antártida lo que le otorgaba su importancia. Volvimos cansados pero muy felices por el hallazgo.
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