Por: Walter Alberto Pengue (Argentina).
“La ciencia, la técnica y la investigación son la base de la salud, bienestar, riqueza, poder e independencia de los pueblos modernos. Hay quienes creen que la investigación científica es un lujo o un entretenimiento interesante pero dispensable. Grave error, es una necesidad urgente, inmediata e ineludible para adelantar. La disyuntiva es clara, o bien se cultiva la ciencia, la técnica y la investigación y el país es próspero, poderoso y adelanta; o bien no se la práctica debidamente y el país se estanca y retrocede, vive en la pobreza y la mediocridad. Los países ricos lo son porque dedican dinero al desarrollo científico tecnológico. Y los países pobres lo siguen siendo si no lo hacen. La ciencia no es cara, cara es la ignorancia.”
Bernardo Houssay (1887-1971), Premio Nobel de Medicina y Fisiología 1947.
La industria biotecnológica ha tenido un papel trascendental en la transformación agropecuaria de los últimos treinta años. Este proceso expansivo se ha hecho notable en los grandes cultivos como la soja, el maíz o el algodón. Y en los principales países agrícolas, con grandes extensiones como Estados Unidos, Brasil, Argentina o Sudáfrica.
El objetivo – muy bien logrado – refería a la transformación del sector, mediante la intensificación en el uso de semillas e insumos y el aumento de la productividad por unidad de área, apuntando especialmente a la producción y exportación de commodities – conocidos como cashcrops – agrícolas.
La producción de biomasa – mucho más que la idea básica de la generación de un alimento – se concentró en estos cultivos, que facilitaban por otro lado, la promoción de un paquete tecnológico, fácilmente adaptado por los agricultores – grandes, medianos y pequeños – que se resumía por ejemplo, para el caso de la soja en la sumatoria de un evento transgénico (primeras sojas RR) + herbicida (glifosato) y en algunos países, como la Argentina, la expansión de un planteo conservacionista, pero sostenido en el uso intenso de agroquímicos, conocido como siembra directa. El nodo central de todo este proceso, se concentra en el objetivo primigenio de cualquier compañía biotecnológica en el darwiniano mundo capitalista: las patentes.
En Cultivos Transgénicos, ¿Hacia dónde vamos? (Pengue, 2000), se destacaban los principales objetivos que se vinculaban con dos cuestiones relevantes: la generación de una especial dependencia de insumos externos (especialmente herbicidas) y la generación de nuevas semillas transgénicas, que convertía en consumidores de estos productos, a los agricultores. Allí, se destacaba claramente, un objetivo con el que sueñan siempre los adláteres del agronegocio transgénico: quién domine las semillas, dominará el mundo, y así lo resaltaba uno de los CEOs de una de las principales biotecnológicas del mundo.
Poco vinculado el asunto, a la investigación altruista por resolver problemas globales de alimentación y mucho por la concentración de un negocio multimillonario en los cinco dedos de una mano. Ríos de tinta se han escrito y reescrito hasta ahora sobre estas cuestiones. Tanto desde los promotores de las nuevas tecnologías, como de aquellos que le fueron críticos o los de quienes investigaron estos asuntos con un enfoque integral de los pros&cons de una tecnología poderosa.
Además de los impactos descritos y comprobados por la expansión de estos eventos en términos ambientales, que van desde la expansión de la deforestación hasta los daños por el cóctel de agroquímicos asperjados sobre los campos y la emergencia de supermalezas (malezas resistentes), están aquellos relacionados con cuestiones de índole social y hasta para la salud tanto de los mismos productores, como de sus asesores y la población claramente no objetivo, mensurada simplemente como daños colaterales en algunos países. La bibliografía releva ya una contundente información sobre la necesaria revisión de este conjunto de prácticas. No obstante ello y las décadas transcurridas, el proceso está siendo analizado tanto en el mundo desarrollado como el en desarrollo y no son menores las revisiones y críticas que se han hecho, por ejemplo, sobre el herbicida estrella del agronegocio – el glifosato – tanto en la Unión Europea como en México.
El caso glifosato fue paradigmático. Desde los primeros análisis integrales sobre sus impactos (Pengue 2003, Rossi 2020) a los que no encontraban prácticamente impactos en su uso, la salud o el ambiente (CONICET 2009), criticado este último por su sesgo (Aranda 2009), mucho tiempo ha pasado y la realidad dio paso a una ampliación aún mayor de las investigaciones. Los resultados que han puesto al herbicida y su paquete bajo tela de juicio, el retiro en algunos países y prohibición en otros.
Sin embargo, no todos los países han tratado con liviandad el problema del glifosato. En la Unión Europea, se sigue revisando, cuestionando y discutiendo el tema y en México en febrero del 2023 se emitió un decreto presidencial que prohíbe la utilización del glifosato en la agricultura y que entrará en vigor en marzo de 2024, donde se argumenta que el veto se implementa por el Principio Precautorio.
Asimismo, es todo el paquete tecnológico el cuestionado en México, donde se discuten los impactos del maíz transgénico en su agricultura y de hecho su prohibición. Ya lo advertía, el economista mexicano Alejandro Nadal, sobre los efectos del maíz transgénico en la economía y sociedad mexicana (Nadal 2004). Sin maíz, no hay país, dicen los mexicanos. Ahora, con la promoción y liberación del nuevo trigo transgénico tolerante al glufosinato de amonio, una historia similar se repite desde la Argentina. Sin trigo, no hay pan, se lamentarán los argentinos.
Además, de su ya restrictivo precio actual. Un interés comercial, la intensificación de la agricultura y la expansión sobre fronteras muy lábiles desde el punto de vista ambiental y social, se yerguen en el país, bajo el argumento de una ciencia propia, un estado presente y un joint venture público-privado, que sólo beneficia a un sector de la agroindustria y a los biotecnólogos que, en algunos casos, para ella trabajan.
No obstante, en el análisis del proceso histórico relacionado a las biotecnológicas, estamos entrando en esta nueva década en un vertiginoso proceso: aquel vinculado a la instalación del prefijo “bio” en el sistema agropecuario. Y esto tiene cuestiones relevantes no sólo para los consumidores y la transformación de los alimentos que estos consumen o consumirán en el futuro sino para los propios agricultores y su propia permanencia y existencia como tales.
La instalación del término, no es una cuestión menor. Ya las empresas de agroquímicos y sus áreas de marketing agropecuario, hicieron historia, pretendiendo incorporar terminologías para lograr una mayor y mejor aceptación de sus productos en el mercado. Y así, fueron pasando de hacer llamar a sus productos como pesticidas, luego agrotóxicos, agroquímicos, fitoterapicos y hasta defensivos. Llegando a instalar en algunas instancias, el término remedios, para hablar con los chacareros – así se le llama a la generalidad de los agricultores en Argentina – en una forma más directa.
En nuestros días, llega entonces lo bio. No es inédito, pues el concepto proviene claramente de la biología y en la mayoría de los casos, está hasta ahora, bien visto por la ciudadanía y los consumidores. Según el Diccionario de la RAE (Real Academia Española), pueden describirse dos acepciones para el prefijo Bio, considerando incluso ejemplos para ambas: Bio: significa “vida” u “organismo vivo”. Biografía, Biología. Bio: significa “biológico”, que implica respeto al medio ambiente.
Llamativo y atractivo a la vez. Y una oportunidad de mercado, imposible de soslayar para las biotecnológicas. Además de encontrarse con nuevos objetivos y desafíos transformadores de una agricultura, que, para algunos de ellas, es obsoleta, arcaica y hasta caduca. Y que cómo dicen, debe cambiar. Para ello, el rol de la biotecnología moderna, ha sido transformador. En particular, cuando nos circunscribimos al papel que ha tenido en el segmento agropecuario. Y el que tendrá frente a las nuevas oportunidades que están vislumbrando desde el sector biotecnológico, especialmente con los cambios tecnológicos desarrollados en autógamas, especialmente con el trigo y nuevamente, la soja.
Como decía en otro de mis artículos en Plumas NCC, el término bioeconomía, tal como lo define un grupo de más de cuarenta actores – especialmente del sector industrial, político y económico – pertenecientes al International Advisory Council on Global Bioeconomy (IACGB) se refiere a “la producción, utilización, conservación y regeneración de recursos biológicos, incluidos el conocimiento, la ciencia, la tecnología y las innovaciones relacionadas, para proporcionar soluciones sostenibles (información, productos, procesos y servicios) dentro y entre todos los sectores económicos y permitir una transformación hacia una economía sostenible” (Foro Bioeconomía 2020, Pengue 2023).
Actualmente se habla de Bioeconomía Circular para destacar también a los procesos que reducen o recirculan los residuos dentro del sistema social. Más allá de la referencia y de ciertos aspectos que vinculan procesos de conversión biológica natural, la Bioeconomía se constituye en el principal baluarte de difusión de la Biotecnología Agropecuaria en los sistemas alimentarios actuales y futuros (Pengue 2023).
En las grandes cumbres, se menciona de manera recurrente a la crisis climática y el cambio ambiental global, que sí existen. Y para las que se preparan nuevas oportunidades de negocios en un sector agroindustrial que está cada día más concentrado y dedicado a la producción de biomasa, que a la de alimentos. Biotecnología moderna y Bioeconomía, actúan como las hojas de una tijera, cortando y rearmando piezas claves de un sector relevante: el campo y sus agricultores.
La estrategia de producción de biomasa, donde se yuxtaponen las presiones y demandas para biocombustibles, biomateriales o alimentos – ¿ahora le pondrán también el prefijo “bioalimentos”, en una redundancia insoportable? – esconde claramente la búsqueda por reducir o eliminar la resistencia que tuvo la industria transgénica por más de treinta años por parte de un importante sector social. Y cuyos impactos en su mayoría, vienen siendo estudiados y varios de ellos han sido relevados y comprobados (Pengue 2016).
Pero nuevamente, además de ello – o detrás de ello – lo que realmente se convierte en importante es la instalación del patentamiento total de las semillas al impedir que los agricultores puedan guardar semillas para sí. En su momento, un control parcial de la tecnología y como efecto secundario se encontraba en la creación anual de nuevos híbridos, algo muy exitoso en el caso del maíz. Líneas híbridas avanzaron sobre las líneas simples, por su mayor productividad y dominaron en el mercado global por décadas. Luego, con las autógamas el problema fue diferente y unos 25 años atrás, pensaron y desarrollaron las tecnologías llamadas Terminator o Traitor.
El objetivo básico era resguardar al obtentor y por caso, castigar a quién reproducía semillas sin pago de la tecnología (conocida o no), sean estos agricultores ricos del Norte o del Sur. Los impactos de estas tecnologías eran tan intensos, que hasta la propia Fundación Rockefeller criticó y promovió – al menos por ese tiempo – que se desestimara la implementación de esas investigaciones y nuevas tecnologías en el campo, al verse amenazadas las posibilidades directas de alimentación, de los propios agricultores. Tecnologías Terminator, que no se lanzaron al mercado, pero que tampoco se detuvieron.
Argentina es un caso paradigmático. Gobierne quien gobierne, la biotecnología ha tenido un rol central en el desarrollo de la agricultura transgénica en el país desde los años noventa. Y esto, no se ha detenido nunca. Pero a pesar de ello y de todas las presiones ejercidas, hasta ahora no habían logrado que el país cambiara su adscripción inicial al convenio de protección de las obtenciones vegetales. Mucho de ello, fue cuestionado por investigadores independientes de las Universidades Nacionales. Y claramente de ONGs ambientalistas y sociales, junto a los damnificados de los llamados Pueblos Fumigados.
La estrategia de las compañías para controlar el pago del fee tecnológico de cada tonelada de soja en campos, caminos, puertos y fletes pone en evidencia lo que apenas algunos se atrevieron a denunciar con vehemencia: el serio riesgo de Argentina si cambiaba su legislación sobre semillas y pasa de los acuerdos de UPOV 78 a UPOV 91 (Pengue 2016).
Las presiones del gobierno y de las grandes empresas semilleras, así como de sus Cámaras de Biotecnología, para que se apruebe una nueva ley de semillas (2022, 2023 y ahora en 2024) que podría atentar contra los intereses del conjunto social y en especial, los de los agricultores pequeños y medianos, deja ver la forma en que se seguirá promoviendo el modelo transgénico en todos los niveles biológicos, desde levaduras hasta semillas y animales.
UPOV es la sigla de la Unión para la Protección de los Obtentores Vegetales. Con UPOV 78, los agricultores argentinos pueden guardar semillas para uso propio. Caso contrario deberían pagar por el uso de esas semillas, sea para consumo propio o siembra o hasta por algún error deletéreo de la propia producción.
UPOV está integrado actualmente por 78 estados miembros (contando a la Unión Europea en su total de 27 como uno, y dos organizaciones). De estos, en América Latina, Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Nicaragua, Paraguay, Uruguay mantienen su suscripción a UPOV 1978. Otras grandes economías mundiales, mantienen el mismo criterio, como China, Italia, Noruega o Sudáfrica. No todos han caído en el entrampado camino de UPOV 91 para su agricultura.
Pero ahora mismo, una llamada Ley Ómnibus en la Argentina, que atenta contra avances ambientales en los últimos 40 años y posiblemente contra la propia estabilidad de una democracia debilitada, incluye enfática y de forma casi subrepticia, la posibilidad de pasar al país a la instancia de UPOV 91. Una demanda de las grandes biotecnológicas desde sus orígenes.
Entre cientos de transformaciones de una legislación que había avanzado en varias cuestiones ambientales y sociales, el tema parece menor, pero pone en riesgo no sólo a la producción agropecuaria, la dependencia de los pequeños y medianos agricultores, afecta el uso propio de las semillas, sino que prácticamente deja en evidencia el beneficio hacia un único sector: las grandes compañías de semillas y el derecho de los obtentores.
Por supuesto que la ciencia, la tecnología y la innovación (tecnológica y social) son imprescindibles para el funcionamiento de las sociedades modernas. Pero su apropiación en pocas manos, cuando lo involucrado es el alimento, implica riesgos que deben ser considerados en su totalidad. Y estudiados científicamente de la misma forma. Bajo el escrutinio y mirada de una ciencia con conciencia, de una ciencia integral y sin perspectiva sesgada.
El marco de la Bioeconomía, que en la Argentina ha tenido el poder de pasar por encima del histórico Ministerio de Agricultura, muestra un camino distinto, complejo y hasta confuso para los mismos promotores de la Bioeconomía (o biotecnología moderna) como de sus gerentes públicos más encumbrados. Se les hace aún muy complejo de explicar, científicamente y la misión, que pudiera tener esta aparentemente nueva forma de ver a la agricultura en procesos que aún no ha evaluado integralmente. La agricultura y la producción de alimentos tienen aún en su centro a la familia rural. Al hombre y a la mujer de campo, a los que poco o nada, están prestando atención en estos procesos que intentan, instalar.
En apariencia, la relevancia de la comunidad rural en países que tienen abolengo agropecuario, debería ser importante y promoverse la ocupación y permanencia en el campo. Y no su vaciamiento. Los riesgos son similares para todos los agricultores de América Latina, que subsidian con su esfuerzo a las economías desarrolladas del Norte o con la sobreexplotación de sus propios recursos.
La confusión es aún mayor cuando tanto desde la agricultura más industrializada hasta la agroecología, el prefijo “Bio” se ha instalado con sumo poder. Y penosamente, unos y otros compiten, por las patentes los unos o por las certificaciones, los otros. Confrontando términos y enfrentando una cooptación, que ya tiene definidos a sus ganadores, de no mediar una intervención y escucha atenta de la información completa por parte de investigadores y una sociedad informada.
Y más lo es cuando las reuniones mundiales, promueven estas cuestiones. El asunto tiene menos de diez años de historia. La Cumbre Mundial de Bioeconomía de 2015 intentaba demostrar que la bioeconomía podría contribuir significativamente a la implementación de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, promoviendo distintos características de interés en varios de los 17 ODSs: crecimiento y empleo basados en el conocimiento, la renovabilidad de los recursos, regeneración y resiliencia de los ecosistemas, calidad y orientación al valor, eficiencia de los recursos y circularidad, así como la creatividad y la innovación.
En la siguiente reunión de 2018, promovían que de forma indiscutible la innovación tendría un papel trascendente en el fortalecimiento de varios de los Objetivos del Desarrollo Sostenible. Con la llegada del COVID, la cumbre del 2020 continuó potenciando objetivos similares que se plasmaron luego en el crecimiento de la influencia de las biotecnológicas no sólo ya agropecuarias sino farmacéuticas.
En rigor, a poco que se revise la cuestión, la Bioeconomía responde exclusivamente a la Biotecnología, en los términos que actualmente se están dirimiendo los temas de más actualidad. Promoviendo e integrando a la biotecnología moderna, las ciencias de la vida, las biorrefinerías, los bioprocesos y convirtiendo en biorecursos a los animales, las plantas, los microorganismos y los residuos biológicos.
Como actividad empresarial tienen una misión y una visión del nuevo modelo de negocios, que aprovecha cada tramo del proceso biológico desde el nacimiento o emergencia del recurso hasta su reconversión de residuo en energía u otros productos y subproductos.
El agricultor, el eslabón más débil de una cadena vertical de producción, pasa a ser un consumidor de nuevas prestaciones y usuario de nuevos productos. En el caso de las semillas, para los agricultores del mundo en desarrollo, el asunto es aún más complejo. No sólo producen para la venta sino en muchos casos, para el consumo propio. Y perdida la oportunidad de guardar semilla para sí mismos, la dependencia de las grandes semilleras y biotecnológicas será aún más poderosa.
La biotecnología moderna de los años noventa ha evolucionado dramáticamente. Sus productos hoy día se expanden por todo el mundo rural, tanto desarrollado como subdesarrollado. Pero también ha tenido resistencias, tanto de los urbanitas como de algunos sectores rurales, que cuestionaron varios de sus impactos.
Como respuesta, “las bio”, trabajaron para impulsar los mejoramientos genéticos sin movimiento de material genético de una especie a otra (transgénicos). Avanzaron estas mejoras tecnológicas tanto sobre el ADN, como el ARNm o los mismos metabolitos de una u otra especie.
La genómica se ha instalado para realizar el estudio y la potenciación de los genes en el mismo ADN de una especie. La transcriptómica trabaja sobre variados transcriptos de ARNm, la proteómica ha impulsado el estudio y el análisis del funcionamiento de variadas y útiles proteínas (proteomas) y la metabolómica trabaja ahora en el estudio de los metabolitos. A todo ello, se suma el nuevo papel de la nanotecnología en la agricultura y su directa integración con la biotecnología moderna.
Un mundo en pañales, acelerado por los tiempos económicos y enfrentando por otro lado, a riesgos que, con una visión dominada por una sola perspectiva, soslaya claramente sus impactos sociales, ambientales, culturales y hasta productivos. ¿Un agricultor por transformarse, por cambiarse o por desaparecer? ¿Cómo les llamaremos?, ¿Bioproductores?, ¿Biocampesinos?… Pues parece que rápidamente, el rol de 10.000 años de agricultura, se estará yendo por la borda en las manos de los intereses de unos pocos grupos de poder, la presión del dinero y algunas de sus gerencias nacionales.
Y parece ser que el mundo, en sus respuestas desde los más altos estándares de análisis de las Naciones Unidas, se circunscribe en su mirada, prácticamente en la financiarización del sistema ambiental y los recursos naturales involucrados (renovables y no renovables).
El riesgo, de dejar al libro albedrio del capital financiero y la monetización de la naturaleza, decisiones que impactarán no sólo sobre esta generación sino sobre las siguientes, es muy alto. Si este es el único camino y las opciones de respuesta se centralizan en estos temas, será imposible asumir el cumplimiento de objetivos vinculados con el desarrollo sostenible. Ni la Agenda 2030, ni los ODSs.
Nuevamente el caso argentino se convierte en paradigmático, sobre los riesgos directos de la privatización de la ciencia, la tecnología y posiblemente, la propia educación superior. Argentina – y esto es conocido por los miles latinoamericanos que se han educado y formado profesionalmente aquí – es un país que tiene en su centro a la educación pública gratuita, desde la primera etapa de escolarización hasta la formación universitaria completa.
De esto se benefician también, miles de empresas privadas que se nutren de ellos y el sector público, que les busca recurrentemente. Esto es una diferencia con otros países desarrollados, donde la educación de mayor calidad se centraliza – en general – en el sector privado. Y reciben aportes económicos de empresas, inversores, mecenas, donaciones o fundaciones que les sostienen, conjuntamente con el aporte y endeudamiento de los propios estudiantes.
En la Argentina, casi la totalidad de los formados en la educación superior, lo han hecho, de forma totalmente gratuita, en las Universidades Nacionales. Son estas las que sostienen el elevado nivel de formación que logran sus investigadores y que nutren tanto a las Universidades, la educación y las distintas y diversas actividades productivas – en todos los niveles – del país y a riesgo de ser poco humildes, de una parte de los formados en América Latina.
Argentina cuenta con programas de grado que toman al menos 5 años de estudio, convirtiendo a sus egresados en médicos, ingenieros, licenciados. En Argentina existen 55 universidades nacionales, distribuidas en todo el país. Por cantidad de estudiantes, la Universidad de Buenos Aires – UBA – es la más grande, contando con más de 300 000 alumnos y donde también, como respuesta a las necesidades sociales, surgieron nuevas Universidades en estos últimos treinta años. Muchas ubicadas en la periferia de las grandes ciudades, donde miles de estudiantes, son, además, la primera generación de graduados universitarios, como sucede en las Universidades Nacionales de General Sarmiento, de General San Martín, de la Matanza y otras tantas Casas de Altos Estudios.
Estas Universidades Nacionales son también las que nutren en prácticamente el ciento por ciento a todos los Centros de Investigación que el país posee y que también funcionan especialmente a través de fondos del tesoro nacional. Y le permiten una adecuada independencia en función de las estrategias nacionales de mejor utilización de los recursos naturales, la investigación y la innovación.
La virtual amenaza de directo cierre, que hoy se yergue sobre los Institutos de Investigación, conservación y resguardo para las generaciones actuales y futuras, más relevantes de la Argentina, como los Parques Nacionales, el Banco Nacional de Datos Genéticos, Servicio Meteorológico Nacional (SMN), Agencia de Promoción de Ciencia y Tecnología, el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), la Comisión Nacional de Energía Atómica, el Instituto Malbrán – de interés nacional para enfermedades clave en el país como el Mal de Chagas – o el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), pone el foco sobre los tremendos costos sociales, ambientales y de dependencia, que la posible cancelación de estas Instituciones puede llevar sobre uno de los países de América Latina, que fue, y en muchos casos aún lo es, referencia mundial en varios de sus campos de investigación.
La independencia nacional, que los Institutos tienen bajo el ala del Estado, permite reflexionar y pensar más allá de los intereses económicos coyunturales. O incluso de las crisis recurrentes en la economía que el país ha tenido.
El proceso de desfinanciación de las Universidades Nacionales – se dejan los presupuestos igualados a los del año 2023, pero con una inflación heredada que llegó al 211,4 % y que quedó al borde de ser la más alta del mundo – afectará ya las investigaciones en curso y reduce dramáticamente – al igual que todo el país – el ingreso de sus trabajadores y la continuidad de sus programas de investigación. Muchos de los cuales, tienen directa relación con la formación de estudiantes y la extensión en el territorio. Pero son las Universidades Nacionales las que innovan, investigan y especialmente forman a las nuevas generaciones de científicos. Los cinco Premios Nobel de la Argentina: Carlos Saavedra Lamas (1936), Bernardo Houssay (1947), Luis Federico Leloir (1970), Adolfo Pérez Esquivel (1980) y César Milstein (1984) se formaron en la Universidad Pública, en la Universidad de Buenos Aires, que cumplió 200 años en el año 2021.
La búsqueda de la derogación o modificaciones a legislación relevante en temas ambientales y de fuerte raigambre social como las modificaciones a la Ley de Glaciares 26.639, a la Ley de Bosques Nativos 26.631, la Ley de Protección Ambiental para Control de Actividades de la Quema 26.562 o la directa derogación de la Ley de Tierras 26.737, afecta las formas de producción y transformación y el cambio de uso del suelo en lugares estratégicos. Todo está relacionado. La tierra, el agua, los recursos genéticos y los sistemas alimentarios. Ya en el 2010, lo advertíamos a los legisladores, indicando los riesgos que la privatización de tierras valiosas por parte del capital internacional sin anclaje nacional, tendrían sobre las formas de utilización de los recursos (Pengue 2008). Y se hizo muy poco por detener la directa extranjerización de la tierra y llegada del capital internacional a comprar campos baratos en el octavo país más grande del mundo.
Es dable comprender que tanto los Institutos de Investigación como las Universidades pueden y deben ser revisados, promovidos, aggiornados a la innovación y a las nuevas y mejores perspectivas de la ciencia, la tecnología y la formación. Pero esto bajo una discusión amplia, atenta y dedicada, abriendo espacios para dirimir caminos, oportunidades y salidas para una ciencia argentina independiente. Y que aún, con tantos golpes, sigue siendo un faro de pensamiento en toda América Latina. Y que estos Institutos deberán mirarse y revisarse a sí mismos en sus productos, necesidades, formas de analizar complejas frente a situaciones críticas. Pero eso implica, mejorar, no cerrarse. Y más aún, duplicar los esfuerzos y hasta trabajar en la transdisciplina en varios temas. Y también dejar incluso en algunos casos, de ser el furgón de cola de la ciencia reduccionista del Norte y focalizarse en las necesidades locales y regionales, con un mayor entendimiento de las relaciones Sur-Sur y también con actores e investigadores de todo el mundo. Pero sin condicionamientos relacionados a la privatización o la financiarización de los proyectos. O simplemente, buscando responder a la peligrosa dependencia por fondos privados para el manejo de la cosa pública. Algunas tienen impacto meramente económico, pero muchas otras tienen una directa vinculación y relevancia con relación a cuestiones sociales, de salud, nutricionales, ambientales y hasta afectando el propio comportamiento social.
La Bioeconomía – como se la busca definir actualmente – es la punta de un iceberg privado que riesgosamente se focaliza en el interés económico y la productividad. Poco tiene el concepto – más allá de lo monetario – de relación con la mejora científica y tecnológica en el sentido amplio. O en el beneficio de las sociedades a las que deberían servir.
La verdadera Bioeconomía, con su sustento científico y revisión conceptual fue desarrollada por Nicolas Georgescu-Roegen quién definió a su enfoque como «Bioeconomía», planteando la idea que el proceso económico es una continuación del biológico y que involucra instrumentos exosomáticos para obtener baja entropía además de los elementos endososomáticos propias de la naturaleza.
La Economía Ecológica, revisa conceptualmente los aspectos básicos del consumo endosomático – las necesidades básicas de un individuo para vivir – y su consumo exosomático – los consumos que pasan por encima de estas instancias e incluso, los modelos de colonización social, como los plantea Marina Fischer Kowalski.
Nicholas Georgescu-Roegen puede ser llamado el padre de la Economía Ecológica. Georgescu-Roegen trabajó sobre la teoría de la elección del consumidor y promovió una fuerte crítica del modelo dinámico de Leontief (1946), con una innovadora propuesta por reformular el proceso económico, entendible como Bioeconomía, que se constituyó como una alternativa teórica a la economía neoclásica.
Su mirada se centraba en los recursos, los flujos de materiales y energía y las elecciones del consumidor, una instancia que abarcaba de forma integral y holística a las sociedades. En 1970, publica La ley de la entropía y el proceso económico en el cual planteaba que la segunda ley de la termodinámica gobierna los procesos económicos. Esto es, la «energía libre» utilizable tiende a dispersarse o a perderse en forma de «energía restringida». Fue un matemático, estadístico y economista, pionero en la incorporación de la discusión sobre la importancia de la termodinámica y la entropía, en las sociedades modernas.
Un abordaje muy alejado, de la mera perspectiva de la monetización de lo “Bio” que se ha intentado hacer actualmente, con un éxito moderado o relativo, solamente en algunas partes del mundo. Quienes promueven estos procesos actualmente, quizás podrían beneficiarse seguramente, de la lectura, los preceptos y el marco teórico de Roegen, planteados hace ya más de cincuenta años. O al menos, dejar de confundir y utilizar los términos, de manera inadecuada…
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Es Ingeniero Agrónomo, con formación en Genética Vegetal. Es Máster en Políticas Ambientales y Territoriales de la Universidad de Buenos Aires. Doctor en Agroecología por la Universidad de Córdoba, España. Es Director del Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente de la Universidad de Buenos Aires (GEPAMA). Profesor Titular de Economía Ecológica, Universidad Nacional de General Sarmiento. Es Miembro del Grupo Ejecutivo del TEEB Agriculture and Food de las Naciones Unidas y miembro Científico del Reporte VI del IPCC.
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