Por: Wal­ter Pen­gue  (Ar­gen­ti­na).

Es por muchos reconocido – apoyado y también cuestionado – el hecho que la Revolución Verde en la agricultura por un lado contribuyó a aumentar la productividad de algunos cultivos, pero por el otro, generó un conjunto de externalidades (costos sociales y ecológicos), que aún seguimos evaluando.

Por un lado, se terminaron con hambrunas brutales (por lo menos hasta ahora) que dieron cuenta de las vidas de millones de seres humanos.  Luego de más de 77 años de continuo batallar, la FAO aún no ha podido resolver el más crucial de los problemas humanos luego de la guerra: el hambre.

En las últimas tres décadas hemos asistido a una aceleración de los flujos globales de mercancías, especialmente de materias primas alimenticias que de una forma contribuyeron a resolver el hambre más urgente, pero que, por el otro, poco o nada hicieron – y a veces operaron en forma adversa – en detrimento de los sistemas locales de producción de alimentos.

Incluso la demanda por nuevas tierras para la satisfacción de los pedidos mundiales contribuyó sistemáticamente a un cambio de uso de los suelos que derivó en el aumento de la deforestación, la desertificación y las migraciones masivas y por el otro impulsó una virtual línea roja sobre la vida de cientos de miles de especies.

Increíblemente, hoy la humanidad parece estar de espaldas a la biodiversidad y es mucha la gente que piensa que los alimentos vienen en forma directa del mercado o peor aún, del supermercado…

Esta falta de ligazón con las bases naturales de la vida y sus servicios nos está poniendo en un callejón sin salida, al menos como civilización.  La alerta que la ONU pone (Ver Imagen) tanto de forma extensiva como científica parece no ser escuchado. O a veces, manipulado. Y si con el cambio climático como bien indican, vamos hacia el infierno climático, en términos de biodiversidad y su relación con la alimentación puedo decir que avanzamos en forma acelerada comiéndonos lo poco que nos queda del mundo.

En Las Américas, el IPBES reportó en su informe de 2019 que la pérdida de biodiversidad es producida por la presión por el uso de los recursos biológicos, la agricultura, el cambio de uso del suelo, la expansión urbana, la minera y otras acciones vinculadas que en la mayoría de los casos tienen directa o indirecta relación con las demandas humanas, pasadas y actuales.

La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad (COP-15) del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB) acaba de terminar en la ciudad de Montreal, Canadá.

La conferencia tenía entre sus objetivos la adopción del Marco Global de Biodiversidad posterior a 2020. El marco que proporcionaría una visión estratégica y una hoja de ruta global para la conservación, protección, restauración y gestión sostenible de la biodiversidad y los ecosistemas para la próxima década.

La Presidencia de la COP-15 en manos del chino Huang Runqiu y Ministro de Ambiente de China, se planteaba como objetivo principal el adoptar el marco mundial de la diversidad biológica para la próxima década (CBD 2022). El primer borrador del marco, publicado en julio de 2021, se basaba en las lecciones aprendidas del Plan Estratégico para la Biodiversidad 2011-2020 y las Metas de Aichi para la Biodiversidad.

En las premisas generales de la COP15, se ponía el énfasis en que se requiere una acción política urgente a nivel mundial, regional y nacional para transformar los modelos económicos, sociales y financieros y para que las tendencias que han exacerbado la pérdida de biodiversidad se estabilicen para 2030 y permitan la recuperación de los ecosistemas naturales, con mejoras netas para 2050.

Cuando en Montreal, Canadá, Huang Runqiu golpeó su martillo en la sesión plenaria para indicar que el “el acuerdo está aprobado”, cerraba un ciclo de negociaciones en el que se habían escuchado, más fuerte que otras, voces que impulsaban miradas y perspectivas hasta distintas con respecto a las formas de protección de la biodiversidad mundial.

El llamado Acuerdo de Kunming-Montreal (CBD 2022) es una hoja de ruta que apunta a proteger las tierras y los océanos y evitar la extinción masiva de especies, emergentes de las presiones humanas sobre la naturaleza.  La idea que expone es por un lado conservar a la naturaleza y por el otro, derivar e invertir una ingente cantidad de fondos para ello.

El Acuerdo establece proteger el 30% del planeta para 2030 y proveer 30.000 millones de dólares en ayuda anual para los esfuerzos de conservación de los países en desarrollo.

La propuesta se plantea la creación de áreas protegidas en al menos el 30 % de las tierras y las aguas del planeta. Este es uno de los más conocidos de los Objetivos planteados y ha sido presentado por quienes le promueven como el mellizo en biodiversidad al del calentamiento global 1,5 °C, planteado desde la COP del clima de Paris de 2015 y las siguientes.  Actualmente el 17 % de las tierras y el 8 % de los mares se encuentran protegidos.

Según el Informe Planeta Protegido 2020 del Centro de Monitoreo de la Conservación del Ambiente (PNUMA-WCMC), el mundo cuenta con 22,5 millones de km² de ecosistemas terrestres y aguas continentales y 28,1 millones de km² de aguas costeras y el océano dentro de áreas protegidas y conservadas.

América Latina y el Caribe cuentan con más de la mitad de los países y territorios con más del 17 % de su superficie terrestre protegida, el objetivo marcado por la Convención de Diversidad Biológica. Martinica, Guadalupe, Venezuela y Guayana Francesa se posicionan como líderes con más del 50 % de su superficie terrestre protegida. No obstante, el resto no alcanza a tener protegido el 17 % de su superficie y 13 de ellos no llegan a tener el 10% de su superficie terrestre protegida.

Brasil, México, Colombia, Venezuela, Chile y Argentina son los países que cuentan con la mayor cantidad de parques nacionales.  Venezuela, Ecuador, Nicaragua, Guatemala, Brasil, Costa Rica, Colombia y Bolivia van desde casi un 50 % de su superficie protegida a un 20 % y a menos del 10 % como Cuba, El Salvador, Argentina, Paraguay o el Uruguay.  Perú, Honduras, Chile, Panamá y México rondan el 15 %.

Pero además de protección, las Áreas deben garantizar una buena conectividad, una integración balanceada de parches de paisajes que permitan el flujo de material biológico y el correcto balance genético y la garantía de una estabilidad funcional de todo el ecosistema.

No se trata solamente de conservar especies emblemáticas y endémicas que actúen como bandera, sino de ecosistemas enteros.  Y a veces, ni siquiera es suficiente, al estilo que lo hacen las grandes corporaciones ambientales mundiales, el determinar más de 36 hotspots de conservación de la biodiversidad, que capturan cada vez mayor cantidad de fondos mundiales, mientras la tierra en su conjunto se debilita cada día más.

Y ello relacionado, y aquí está el dilema, con las comunidades, sus entornos productivos y la estabilidad socioambiental.  Lo mismo o más complejo aún, radica en el respeto por los pueblos indígenas, el conocimiento campesino indígena y la valoración de los servicios dados por la recuperación de servicios ecosistémicos, la biodiversidad y la generación de recursos locales propios.

Y allí es donde entra por otro lado, el dinero en las actuales COP.  Las negociaciones avanzaron en un momento y luego se frenaron, para luego encaminarse a una intensa discusión por lograr más o menos apoyo financiero.  Los países ricos, por un lado. Los países pobres por el otro. Los países africanos encontraban limitados los recursos ofrecidos. Y otros, liderados por Brasil, junto a decenas de otros países, usaban por un lado el argumento de la explotación de los recursos del Sur y por el otro, presionaban por fondos que superaran en diez veces a los aportados actualmente. La cuestión parecía más de números (30.000 o 100.000 millones), que de reconocimiento relevante de los servicios de la naturaleza.

La Argentina – uno de los países que, en el Sur de América, más ha impulsado el avance de la agricultura industrial en la región, junto al Brasil, Paraguay, el Oriente de Bolivia y las cuchillas uruguayas – pedía un resarcimiento por “ser el pulmón verde del planeta y queremos seguir siéndolo. Es necesario que se reconozcan los servicios ecosistémicos que brindan los ecosistemas de los países en desarrollo, porque sin nuestros bosques, humedales, glaciares y mares, el mundo no sería el mismo. Es hora de que los principales responsables de esta crisis empiecen a pagar la deuda que tienen con nuestro planeta y con toda la humanidad”. Argentina, se está incendiando hace un año en distintas de sus ecorregiones, pagando un elevado costo por la permisividad de su modelo agrícola industrial.

El Objetivo 10 del Acuerdo indica que se debe Garantizar que las áreas dedicadas a la agricultura, la acuicultura, la pesca y la silvicultura se gestionen de forma sostenible, en particular mediante el uso sostenible de la biodiversidad, incluso mediante un aumento sustancial de la aplicación de prácticas respetuosas con la biodiversidad, como la intensificación sostenible, la agroecología y otros enfoques innovadores que contribuyan a la resiliencia y la eficiencia y productividad a largo plazo de estos sistemas de producción y la seguridad alimentaria, conservando y restaurando la biodiversidad y manteniendo las contribuciones de la naturaleza a las personas, incluidas las funciones y servicios de los ecosistemas.

No obstante, a pesar de la importancia del fortalecimiento de capacidades y la relevancia del trabajo en la escala local, combinaciones ya cuestionadas entre la intensificación sostenible u ecológica y la agroecología, parecen no llevarse en un todo de acuerdo.

En las prácticas locales de producción y la agricultura sostenible basada en los principios de la agroecología, priman mucho más la estabilidad de la producción y del agroecosistema que la propia productividad.  Que este año puede ser muy alta, y el año siguiente, no darnos, nada.  Para la economía global se resuelve el problema con más dinero.  Para la economía campesina, se enfrenta un dilema de supervivencia. Abandono o migración.

La financiarización de la discusión global sobre la biodiversidad, puede ser un aporte a la utilización de recursos, siempre que lo que se apoye funcione en el plano local y bajo una perspectiva integral.  Y no sólo de demandas sectoriales por la captura de fondos y su orientación, hacia fines a veces – quizás ya muchas veces – manipuladas por el Norte Global o los nuevos actores mundiales.

La financiarización de la biodiversidad conlleva a otros riesgos que emergen de cuestionamientos desde algunas voces en el Sur global. Por un lado, la preocupación, genuina, por la reorientación tanto de procesos productivos como de la propia agenda de desarrollo, una imposición cultural discutible y hasta un colonialismo ideológico, cuestionado grupos variopintos que van desde ONGs, agrupaciones campesinas e indígenas hasta científicos relevantes en el Sur Global.

La crisis del COVID19, las catástrofes climáticas y ambientales, nos han enseñado algunas cosas sobre el papel que tiene el dinero. Quizás pudiéramos reflexionar sobre también la importancia de prepararnos a nivel local para enfrentar las nuevas crisis.  Y aquí o desde aquí, posicionarnos para una revalorización integral de la biodiversidad y los servicios ecosistémicos relacionados especialmente con los sistemas alimentarios.

La influencia es ya mutua. Sociedad y Naturaleza. Y lo que concierne a la alimentación, el cambio de uso del suelo y la intensificación de la producción agropecuaria y sus impactos está ya fuertemente demostrado. Y claramente debe cambiar, la pregunta sigue siendo aún hoy, ¿el cómo?  Y posiblemente allí, la llamada intensificación sustentable de la agricultura no sea suficiente.

La propuesta que se acaba de cerrar y el objetivo 30-30, parece ser un avance. Para otros, ha quedado corto. Algunos lo consideran un mal acuerdo, más riesgoso aún, que el hecho que no haya habido acuerdo.  Una preocupación genuina y similar a lo planteado en la COP27 de Cambio Climático, también finalizada hace poco más de un mes de Egipto.

También parece un interesante revival de otros momentos vividos. Conservacionismo vs. Desarrollismo. Restauración ecológica vs. Estabilidad socioambiental.  Ecología Profunda vs. Ecología Política. Pues bueno, la “Danza de la Fortuna”, para ver a quienes tocaran más fondos. Está empezando a funcionar.

Treinta años atrás, el 5 de junio de 1992, la comunidad internacional aprobaba el Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB por sus siglas en inglés) en Río de Janeiro durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y Desarrollo, conocida como “Cumbre de la Tierra”.

En aquellos tiempos, la preocupación por un ambiente sano y condiciones adecuadas para la vida humana complejizaban la discusión ambiental y el andarivel que llevaba adelante la humanidad.  En esos momentos, desde América Latina se levantaban voces que empujaban por un cambio intenso en la matriz productiva global y regional y la necesaria transformación.

No sólo se hablaba de ajustes, transición o de más dinero.  He hablado sobre esto y sobre el riesgo de ir de Cumbre en Cumbre sin rumbear claramente hacia ningún lado (ver NCC).  Es notable y preocupante, que lo alertado y propuesto hace tres décadas, aún no haya sido superado sino vilipendiado. Triste al menos, si no fuera por el riesgo en el que nos meten a todos y la falta de perspectiva por una transformación radical del sistema socioproductivo mundial.

Algo en esta nueva COP de la Biodiversidad, al menos en los papeles y el esfuerzo de algunos, intentó acercarse un poco, a algo del pensamiento complejo. Un ejemplo fue que el Marco estuvo elaborado en torno a la teoría del cambio “que reconoce que se requieren medidas normativas urgentes a nivel mundial, regional y nacional para lograr el desarrollo sostenible, a fin de reducir y/o invertir los efectos de los cambios indeseados que han exacerbado la pérdida de diversidad biológica, con miras a permitir la recuperación de todos los ecosistemas y hacer realidad la visión del Convenio (CBD) de vivir en armonía con la naturaleza antes de 2050”.

En los temas alimentarios, los subsidios a la agricultura en los países desarrollados están haciendo estragos hace décadas. Por un lado, la vieja Europa vuelve con sus Políticas (antes las PAC) de promover apoyos específicos a sus productores y mantener tranquilos a sus consumidores.

El programa “de la granja a la mesa” (o “farm to fork”), sigue subsidiando mucho de lo que indica o promete que se debería abandonar.  El actual Acuerdo firmado en Montreal, en su Meta 18, hace una crítica velada a estos procesos.  Dice que para 2025, sería necesario “eliminar gradualmente o reformar los incentivos, incluidas las subvenciones perjudiciales para la diversidad biológica, de manera proporcionada, justa, efectiva y equitativa, reduciéndolas sustancial y progresivamente en al menos 500.000 millones de dólares de los Estados Unidos al año para 2030, empezando por los incentivos más perjudiciales, e intensificar los incentivos positivos para la conservación y la utilización sostenible de la diversidad biológica.”.

La cuestión de los subsidios a la agricultura industrial y el pasamanos en que se han convertido desde los Estados a las Corporaciones, claramente deberían regularse o cambiarse. Directamente, eliminarse.  Lo liviano de estos acuerdos, pueden finalizar en cuestiones aún más complicadas que las que se quieren enfrentar o solucionar. Mientras los países ricos subsidian a una agricultura que está muerta, los países pobres y productores de alimentos, intensifican la producción por todos los medios y sí, utilizan un subsidio también: la explotación de la naturaleza.

La situación es compleja. Y es difícil dirimir valores con enfoques monocriteriales.  El del dinero. Los análisis multicriterial y multidimensional podrían aportar a la reflexión y la necesidad de una integración aún mayor de cuestiones de valoración de la naturaleza y sus servicios ecosistémicos.

Un buen trabajo sobre los Múltiples Valores de la Naturaleza del IPBES así lo ha mostrado recientemente.  Lo riesgoso por el otro lado, es que a veces los esfuerzos de años de científicos e investigadores (trabajando cientos de horas ad honorem), terminan siendo parcial o pobremente escuchados en las cumbres mundiales donde parece primar más sólidamente el lenguaje del dinero.  La palabra clave tanto en la COP27 (Egipto, Clima) y la COP15 (Canadá, Biodiversidad) pareció ser la de financiarización.

En una reciente entrevista a Arturo Pérez-Reverte el autor de Revolución, resaltaba que el mundo occidental está perdiendo las bases culturales de las cuales proviene. La imposición cultural de algunas formas mediáticas de hoy día confunden humanitarismo con humanismo. Nos alejan de las bases sociales por las que el mundo avanzó hasta hace poco tiempo. Dilapidar todos esos esfuerzos y sentarnos sólo a reclamar meramente por lo crematístico será peligroso y hasta definitivo.

La ciencia ambiental ha venido produciendo interesantes y útiles documentos que alertan, tal como lo hace la ciencia climática sobre los brutales efectos y los impactos desastrosos sobre la sociedad y el ambiente. Quizás y humildemente lo pienso, el error subyace en considerar que, dando datos, números y límites a este desarrollo enfermo, podríamos poner luz sobre el camino que deberíamos seguir y así llevarnos a una transformación sustantiva.

Quizás esto no haya sido suficiente. O pobremente comprendido. O peor aún, entendido, pero con informaciones que, por lo apabullantes, quieran ser negadas. O sus datos, aprovechados sólo parcialmente en un sentido u otro. Los miles de millones de dólares que apuntan a la financiarización y son promovidos por la banca internacional, la cooperación global, las ONGs internacionales y los grupos corporativos, se muestran como una zanahoria para una transformación improcedente.

Son varios los grupos que han denunciado un proceso de colonización de la conservación (Survival International 2022),  que considera cuestiones poco sustantivas en detrimento de soluciones integrales que no se focalizan en el dinero, sino en el reconocimiento de los territorios, el desarrollo endógeno y la relevancia que tienen los pueblos originarios, el conocimiento local y las poblaciones campesinas que protegen, conviven, se nutren y nos nutren con los productos de la biodiversidad de forma sostenible.

La escasa consideración que nos enfrentan a un cambio ambiental global imparable preocupa al menos a algunos, sobre las formas en que se plantearán estos procesos de conservación y de asignación de fondos.  De hecho y claramente, cómo enfrentar esta crisis mundial, que tensiona particularmente, a la producción de alimentos y lo que llega al plato de pobres y ricos.

Y entendiendo que si a pesar de lo invertido, se sigue destruyendo “la otra parte de la naturaleza” – la que no será protegida, la que no recibirá fondos o apoyo especialmente vinculada a la gestión sostenible de agroecosistemas sensibles – la ecuación no podrá cerrarse y los objetivos planteados no serán alcanzados. El ambiente no se logrará gestionar adecuadamente tanto para la generación actual como las futuras, y la humanidad descubrirá – quizás un poco tardíamente – que no se puede comer el dinero…

 

Bibliografía

Amigos de la Tierra (2022). La COP15 de Biodiversidad finaliza con un acuerdo de mínimos basado en falsas soluciones. https://tierra.org/la-cop15-de-biodiversidad-finaliza-con-un-acuerdo-de-minimos-basado-en-falsas-soluciones/

CBD (2022). Marco mundial Kunming-Montreal de la diversidad biológica. Proyecto de decisión presentado por la Presidencia.

https://www.cbd.int/doc/c/2c37/244c/133052cdb1ff4d5556ffac94/cop-15-l-25-es.pdf

Survival International (2022). El acuerdo de la COP15 “ha fallado a la biodiversidad y podría seguir fallando a los pueblos indígenas”.  https://www.survivalinternational.org/

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Wal­ter Pen­gue es In­ge­nie­ro Agró­no­mo, con for­ma­ción en Ge­né­ti­ca Ve­ge­tal. Es Más­ter en Po­lí­ti­cas Am­bien­ta­les y Te­rri­to­ria­les de la Uni­ver­si­dad de Bue­nos Ai­res. Doc­tor en Agroe­co­lo­gía por la Uni­ver­si­dad de Cór­do­ba, Es­pa­ña. Es Di­rec­tor del Gru­po de Eco­lo­gía del Pai­sa­je y Me­dio Am­bien­te de la Uni­ver­si­dad de Bue­nos Ai­res (GE­PA­MA). Pro­fe­sor Ti­tu­lar de Eco­no­mía Eco­ló­gi­ca, Uni­ver­si­dad Na­cio­nal de Ge­ne­ral Sar­mien­to. Es Miem­bro del Gru­po Eje­cu­ti­vo del TEEB Agri­cul­tu­re and Food de las Na­cio­nes Uni­das y miem­bro Cien­tí­fi­co del Re­por­te VI del IPCC.