Por: Walter Pengue (Argentina).
«El aire es gratis…” dice el dicho popular. Y en rigor de verdad, hemos de reconocer que por lo menos hasta ahora, parece serlo. No obstante, a cuenta del fuerte e intenso proceso de transformación de la naturaleza que se está llevando adelante, la actual civilización es dable suponer que no lo será por mucho tiempo. Apenas siquiera, nos dejarán respirar…
La intensa contaminación ambiental y hasta ahora acotada a algunos territorios, hace al aire de algunos lugares, irrespirable. La desenfrenada carrera por impulsar la deforestación o el aprovechamiento de algunas tierras con el afán de tomar ventaja de los verdeos de primavera, se está llevando no sólo al ambiente o a las otras especies no humanas, sino afectando fuertemente a los individuos, especialmente quienes viven en pueblos y ciudades; también quienes viven en el propio campo…
En el año 2022 algunos países europeos han enfrentado sequías con datos que no tienen registro previo en los anales meteorológicos. Francia, España u Alemania acotan los consumos de agua al mínimo posible y proponen sistemas de protección de sus ciudadanos frente a un aire irrespirable con un entorno invivible.
Por nuestro sur del mundo y repitiendo la historia, las provincias de Entre Ríos, Santa Fe y Buenos Aires enfrentan de cara a su río emblemático, el Paraná, un proceso que parece imparable, impulsado en este caso por la estupidez y la avidez humana. Frente a sus costas y por más de 100 mil hectáreas, con distintos focos e intensidades el avance del fuego llevado por el hombre, produce efectos impensados, sobre la flora, la fauna y el animal que más preocupa a algunos, que es el humano.
Desde el año 2020, la estimación alerta que casi 1.000.000 de hectáreas se han ido quemando con el mismo propósito: la producción de verdeos, para la producción de carne “más barata”, en lo que se conoce como Las Islas.
Si bien el problema no es nuevo sino que se hace recurrente, al no haber compromiso oficial y políticas públicas de protección de recursos, la ciudadanía, más alertada por el humo que penetra en sus casas, que por el compromiso ambiental, comienza a preocuparse. Y llenan los hospitales con consultas y tratamientos.
Ministerios nacionales y provinciales que no funcionan ni accionan, mientras el fuego avanza y no echa culpas, sólo quema todo a su paso. Pero no todos están quietos, un creciente grupo de personas, nucleadas o no en movimientos ecologistas comienzan a presionar por un tratamiento integrador y una salida socioambiental a un mero problema económico de coyuntura. Y se comienza a demandar lo que hace tiempo se presentó y la política aletargada en la argentina no quiere tratar: una Ley de Humedales.
No se valora lo que no se conoce. Y aquí está el problema. Los funcionarios públicos, tanto provinciales como nacionales parecen hacer oídos sordos y cajones cerrados a los proyectos de protección y uso sostenible del territorio. Pero la puesta en valor y el reconocimiento de la importancia de los humedales, no es sólo una demanda de algunos ambientalistas alocados, sino un reconocimiento formal de la ciencia a sus enormes servicios para la especie humana.
Los Humedales representan el 6% de la superficie terrestre, el 40% de todas las especies vegetales y animales viven o se reproducen en ellos. A su vez, son uno de los hábitats más amenazados de nuestro globo. Alrededor del 85% de los humedales presentes en el 1700 se habían perdido en el año 2000. Por lo que su valor y servicios son más que sustantivos.
El 2 de Febrero se conmemora el Día Mundial de los Humedales. Estos constituyen uno de los ecosistemas más importantes del planeta. Son un refugio para la fauna, mantenimiento de flora endémica, filtran la contaminación y son importantes depósitos de carbono.
Además, a nivel global son vitales para el bienestar y la seguridad de los seres humanos. Más de mil millones de personas en todo el mundo dependen de ellos para su subsistencia, aproximadamente una de cada ocho personas en la Tierra. Pero también son uno de los hábitats más amenazados de la misma.
Solamente en términos económicos el valor de los humedales, medido meramente en la parte del dinero es ya relevante. Dice Martha Rojas Urrego, Secretaria General de la Convención sobre los Humedales (Convenio RAMSAR, en vigor desde 1975), “que esos ecosistemas aportan servicios por valor de 47 billones (millones de millones) de dólares al año, incluida casi toda nuestra agua dulce, alimentos, materias primas y medicinas vitales”.
Ya en 1997, en un trabajo pionero publicado en la Revista Nature, The value of the world’s ecosystem services and natural capital, (El valor de los servicios ecosistémicos del mundo y el capital natural), R. Costanza y otros economistas ecológicos, entre ellos algunos latinoamericanos, destacaban el valor que tenían 17 servicios ecosistémicos relevantes en 16 biomas diferentes y por supuesto, los humedales.
En 2007 en un interesante trabajo de Viglizzo y Carreño (INTA) sobre el valor de los servicios ecosistémicos de la Argentina, podía observarse claramente el alto valor que los humedales y las áreas boscosas aportaban, multiplicándose por más de 10 veces para algunas ecorregiones (que contienen humedales) respecto de la transformación agrícola. No todo es pampa, o convertible a una pampa.
El problema es mundial y tristemente se refleja, cuando impactos combinados le pegan fuertemente a la población. Los humedales regulan u al menos atemperan el impacto de huracanes y tsunamis. Detienen el flujo intenso del agua en las inundaciones y actúan como espacios buffer que regulan sus avances. Bien sabido es, el enorme servicio ambiental que presta el Pantanal en todo el sur de América. O los enormes costos que incidieron sobre el Ecuador, cuando por una cuestión monetaria, destruyeron sus manglares para la producción camaronera de exportación.
Las exportaciones de camarón de estanque de Bangladesh, India, China, Vietnam, Japón y Corea del Sur continúan creciendo para satisfacer las demandas – “a buenos precios” – de la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá, China o la misma Corea.
En el primer país, Bangladesh, la producción camaronera está destruyendo – para siempre – los espacios productivos de los campesinos y de quienes vivían del manglar. La salinización de sus campos, no dejan oportunidades de alimentación local a las poblaciones más pobres de uno de los países más pobres y poblados de la tierra.
En México, Sonora, Nayarit, Sinaloa, Baja California del Sur, la explotación del camarón no cesa. El país es el sexto productor mundial del crustáceo y dos terceras son producidas en granjas camaroneras. Algo similar, pasaría en Honduras, Panamá, Nicaragua. Y luego en el mundo desarrollado, se quejan de nuestras migraciones…
Cuando escuchamos tanto allá como aquí, a los políticos y políticas, que hablan de “poner en valor los humedales”, en rigor de verdad, están hablando de su sistematización. Si de ellos dependiera hasta podrían llegar a promover secar hasta el Pantanal. Como promovieron la “pampeanización del Chaco” que simplemente significó el desmonte a tala, rasa y quema de relictos irreemplazables de naturaleza, hoy promueven la pampeanización mesopotámica, esto es, la sistematización de los humedales.
Es así, que muchos de ellos son drenados para convertirlos en zonas para verdeos coyunturales, zonas agrícolas o para otros usos «productivos». Su desaparición, tres veces más rápida que la de los bosques, supone una amenaza existencial para cientos de miles de especies animales y vegetales.
Los humedales prestan enormes servicios ecosistémicos a la humanidad. Especialmente los humedales costeros, aportan a una estabilización de los sistemas regulando el paso del agua, atemperando procesos erosivos, constituyendo en hábitats reproductivos de especies emblemáticas, regulando servicios el agua, el suelo y el aire, produciendo biomasa y absorbiendo carbono en cantidades importantes, potenciando el desarrollo local y regional a través de procesos de producción y consumo sostenible, manteniendo familias y productores locales.
No sólo representan un valor monetario sino un importante valor intangible que va mucho más allá del dinero. Y cuya destrucción sí, se puede medir no sólo por los quilos de carne adicional obtenida de los pastizales reverdecidos sino por los crecientes costos en tratamientos, pérdidas de la salud, calidad de vida y hasta la cancelación del paisaje natural.
La argentina ciudad de Rosario – lugar histórico donde se juró la bandera nacional – es hoy un emblema de quemazón, que igualmente no se circunscribe a ella, sino que es solo una caja de resonancia de los daños.
Son más de tres provincias las que están en juego, al detectarse el problema habiendo poblaciones y unas tantas más, dónde la cuestión tiene ya una historia de quema y destrucción prácticamente recurrente.
Es un verdadero ecocidio que hoy llega hasta las narices de la propia población urbana. Y que por suerte e informada, reclama. Por cierto hay fenómenos que son naturales y por tanto inevitables. No así, el conocer y estar preparados para ellos. Pero otros, como bien vale comprender que a pesar de la sequía existente que suma mucha broza al sistema, son promovidos y fogoneados por los propios hombres y la impericia de los funcionarios.
Es aquí donde es menester actuar con una mayor responsabilidad y apelar a las herramientas legales y de control por lo que los grupos sociales vienen bregando, reconocedores hoy en día – por dolor propio – de la importancia que tiene el resguardar un ambiente sano no sólo para el solaz o el esparcimiento sino para simplemente hacer la vida, el trabajo y las actividades humanas en algo vivible.
Es claro que la demanda principal hoy en día en la Cuenca Inferior del Río Paraná es la de una Ley de Humedales que brinde el paraguas necesario a una gestión sostenible del territorio y que por otro lado, claramente beneficiará a todos los otros humedales en este caso, de la Argentina y se constituirá en un nuevo aporte a la protección de los humedales en el mundo.
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Walter Pengue es Ingeniero Agrónomo, con formación en Genética Vegetal. Es Máster en Políticas Ambientales y Territoriales de la Universidad de Buenos Aires. Doctor en Agroecología por la Universidad de Córdoba, España. Es Director del Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente de la Universidad de Buenos Aires (GEPAMA). Profesor Titular de Economía Ecológica, Universidad Nacional de General Sarmiento. Es Miembro del Grupo Ejecutivo del TEEB Agriculture and Food de las Naciones Unidas y miembro Científico del Reporte VI del IPCC.
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