Por: Carlos Iván Moreno (México).

El 24 de mayo, Salvador Ramos, un joven texano de 18 años, irrumpió en una escuela primaria del pueblo de Uvalde, asesinando a 19 niñas y niños y a 2 maestras. Se trata, hasta el momento, de la segunda matanza escolar más letal en la historia de los Estados Unidos; desde la masacre de Uvalde, ya ha habido al menos 5 tiroteos más en EEUU.

Una semana antes, Salvador había comprado dos rifles de asalto AR-15 (los que se están usando en Ucrania) y 375 municiones. La compra fue online, sin ninguna restricción. Este mismo joven, de haber ido al 7 Eleven, no habría podido comprar una cerveza o cigarrillos, por ser ilegal. Así la irracionalidad de las políticas públicas norteamericanas.

Lo sucedido en Uvalde es una “atrocidad salvaje”, dijo Donald Trump ante el poderoso grupo pro armas: la Asociación Nacional del Rifle (NRA). El problema, según el ex presidente Trump y la NRA, es la “salud mental” de los jóvenes. La solución: ¡dotar de armas a las y los maestros, para que se defiendan y defiendan a sus estudiantes! Es delirante su cinismo.

Esta atrocidad salvaje, curiosamente, solo se da en Estados Unidos; está institucionalizada en las políticas gubernamentales del país más poderoso del mundo, donde hay más armas circulando que habitantes (400 millones versus 330 millones).

Desde 2009 se han registrado más de 300 tiroteos en escuelas estadounidenses (decir “tiroteos” es un eufemismo, son masacres contra niños y jóvenes desarmados), donde han muerto 384 menores y han resultado heridos 713. El número de masacres escolares en Estados Unidos, de 2009 a 2018, es 57 veces mayor que la suma de todas las ocurridas en el resto de países desarrollados.

Recientemente un grupo bipartidista de senadores anunció un principio de acuerdo para impulsar un mayor control de armas. El más importante esfuerzo legislativo en años, pero que no cumple, siquiera, con las restricciones más básicas: prohibir la venta de rifles de asalto y aumentar la edad mínima para comprar un arma.

Los políticos pro armas, maiceados por la NRA, tienen la memoria muy corta. Olvidan que en 1994, cuando el Congreso prohibió los rifles de asalto por 10 años, el número de muertes en tiroteos disminuyó drásticamente. La política pública funciona.

En México no ocurren masacres escolares como en Estados Unidos (288 contra 8, en diez años), pero vivimos nuestra propia “atrocidad salvaje”: inseguridad, violencia e impunidad. Nuestras niñas, niños y jóvenes no se preocupan por tiroteos en sus escuelas, pero sí de ser desaparecidos y asesinados fuera de ellas.

Las armas ilegales que llegan desde la frontera norte, como el rifle AR-15 usado por Salvador -y el favorito de los cárteles mexicanos-, tienen mucho que ver con nuestra atrocidad cotidiana.

El gobierno de México estima que durante la última década han ingresado al país 2.5 millones de armas provenientes de Estados Unidos de forma ilícita, y que son utilizadas en más de 3.9 millones de crímenes cada año. Tan solo en 2019, alrededor de 17 mil asesinatos estuvieron relacionados con éstas armas. Sin duda, los cárteles mexicanos están entre los mejores clientes de las armerías norteamericanas.

En este contexto, el gobierno mexicano presentó una demanda en contra de las once principales compañías de armas estadounidenses. La acusación es muy concreta: estas empresas han contribuido al aumento de la violencia en nuestro país, fomentando el tráfico ilegal de armas. A esta demanda se han unido otros países como Belice, Bermudas, Antigua y Barbuda, así como organizaciones civiles, 27 fiscales y 14 procuradores estadounidenses. Todos estamos expuestos.

Ante el poder e influencia de las armerías estadounidenses en las políticas sobre el control de armas, la demanda del gobierno de México no es un asunto menor. Finalmente se logra subir el tema a la relación bilateral, una acción que debemos reconocer. El problema de armas en Estados Unidos es el problema de armas en México.

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Car­los Iván Mo­reno es Licenciado en Finanzas por la Universidad de Guadalajara (UdeG), Maestro en Administración Pública por la Universidad de Nuevo México y Doctor en Políticas Públicas por la Universidad de Illinois-Chicago. Realizó estancias doctorales en la Universidad de Chicago (Harris School of Public Policy) y en la Northwestern University (Kellog School of Management). Actualmente se desempeña como Coordinador General Académico y de Innovación de la Universidad de Guadalajara.