Por: Walter Pengue (Argentina).

La tierra tiene fiebre. Y esto que parece de perogrullo, no lo es, cuando la especie que más necesita de ella y de sus servicios, apenas lo está percibiendo.  Las catástrofes “naturales” no son tales en muchos casos.

A pesar de las advertencias científicas, la civilización actual, adormilada por un consumismo exacerbado empuja una demanda de recursos insostenible. Y esto,  está sucediendo en todo el mundo.

La economía se sigue “materializando” intensamente, mientras que la tierra pierde a borbotones su capital natural o sus bienes comunes. Pachamama, Mother Earth, Gaia degrada día a día sus recursos y cancela sus increíbles servicios al hombre. Ella, seguramente se podrá recuperar, pero ¿y nosotros?…

La crisis ambiental nos pone debajo de una tormenta perfecta. El cambio climático, no es ya una teorización sino un hecho contrastable y una realidad dolorosa.  Incendios monumentales en el norte del mundo (Canadá) o en el sur (Amazonia, Australia), inundaciones brutales en la India o en Europa, sequías inesperadas o bajantes en ríos como el Paraná aquí en el Sur  anuncian un mundo cada día más complicado. Algunos líderes políticos lo “achacan” a la naturaleza o a castigos divinos, otros –  pero aún muy pocos – comienzan a comprender que hay que hacer las paces con la naturaleza. 

Los incendios forestales en Australia quemaron más de 7 millones de hectáreas donde murieron casi 1.300 millones de animales, además de pérdidas materiales y vidas humanas.

La pandemia, tiene mucho de causas humanas y aún no termina. El ataque de langostas pusieron en jaque al Cuerno de África, pero eso importó mucho menos, aunque el hambre aflora allí.

Las inundaciones y su recurrencia son alarmantes. Llama hoy la atención los efectos de históricas inundaciones en Europa, pero es tanto o más preocupante, los impactos y desplazamientos acaecidos sobre cientos de personas el pasado año en Nigeria, Bangladesh, India, Filipinas, América Central, Perú o Bolivia.

Informes de la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU colocan a América Latina y el Caribe como la segunda región mundial más propensa a desastres naturales. Desde el 2000, 152 millones de latinoamericanos y caribeños han sido afectados por más de 1.200 desastres entre los que se cuentan inundaciones, huracanes y tormentas, sequías, aludes, incendios, temperaturas extremas y por otro lado, terremotos y eventos volcánicos. Los primeros, consecuencia directa de acciones humanas y el cambio climático.

Debemos comer, pero en realidad, nos estamos comiendo al mundo. El efecto expansivo de la especie humana, para satisfacer sus necesidades básicas (consumo endosomático) y no básicas (consumo exosomático), está haciendo que consumamos casi la mitad de todo “el plato de alimentos” disponible. Poco les queda a las otras especies.

Según el Reporte Mundial del IPBES, estamos en camino de perder una de cada ocho especies que habitan el planeta, o lo que es lo mismo, alrededor de un millón de especies (10 por ciento de insectos y 25 por ciento de otros animales y plantas) en las próximas décadas. El 75 por ciento del ambiente terrestre, el 40 por ciento del ambiente marino y el 50 por ciento de los arroyos y ríos se encuentran severamente alterados.

Es inconmensurable el valor de la naturaleza y de los servicios ecosistémicos prestados a la humanidad, imprescindibles para su vida y desarrollo. Si sólo le pusiéramos una parte de tal enorme valor – su parte monetaria – el IPBES Américas nos indica que: “El valor de las contribuciones de la naturaleza a la población de las Américas es de más de 24 billones de dólares por año (equivalente al PIB de la región), sin embargo, casi dos tercios – 65 por ciento – de estas contribuciones están disminuyendo fuertemente”.

El cambio climático inducido por el hombre, que afecta la temperatura, las precipitaciones y la naturaleza de los eventos extremos, lleva cada vez más a la pérdida de la biodiversidad y a la disminución de las contribuciones de la naturaleza a las personas, empeorando el impacto de la degradación del hábitat, la contaminación, las especies invasoras y la sobreexplotación de los recursos naturales.

El cambio climático y el cambio ambiental global son dos hojas de una tijera poderosa, entre las que estamos nosotros. La enorme preocupación científica y la biblioteca de conocimientos aportada para intentar hacer comprender a quienes manejan las estructuras de poder parece al menos comenzar a ser atendida.  Estamos en el límite hacia un cambio en el rumbo o en un camino que nos enfrentará a procesos irreversibles. El número mágico de 1,5 °C (Ver aquí 1,5 °C El límite) es el límite aceptable antes de encontrarnos con una gran transformación.

El «párate» global, derivado de la COVID-19, mostró al mundo, algunos efectos benéficos de este detenimiento forzoso. Pero no es menester, “hacerse ecologista por la fuerza”, sino que será muy necesario un cambio de miradas sobre el insostenible sistema de extracción, producción, transformación, consumo e intercambios por otro paradigma civilizatorio, ahora sostenible. 

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Wal­ter Pen­gue es In­ge­nie­ro Agró­no­mo, con for­ma­ción en Ge­né­ti­ca Ve­ge­tal. Es Más­ter en Po­lí­ti­cas Am­bien­ta­les y Te­rri­to­ria­les de la Uni­ver­si­dad de Bue­nos Ai­res. Doc­tor en Agroe­co­lo­gía por la Uni­ver­si­dad de Cór­do­ba, Es­pa­ña. Es Di­rec­tor del Gru­po de Eco­lo­gía del Pai­sa­je y Me­dio Am­bien­te de la Uni­ver­si­dad de Bue­nos Ai­res (GE­PA­MA). Pro­fe­sor Ti­tu­lar de Eco­no­mía Eco­ló­gi­ca, Uni­ver­si­dad Na­cio­nal de Ge­ne­ral Sar­mien­to. Es Miem­bro del Gru­po Eje­cu­ti­vo del TEEB Agri­cul­tu­re and Food de las Na­cio­nes Uni­das y miem­bro Cien­tí­fi­co del Re­por­te VI del IPCC.