Por: Camilo Cortés- Useche, PhD. (Colombia).
En los mapas oficiales de la armada, el Victoria figuraba como una fragata de patrullaje, pero quienes lo conocieron sabían que era más bien una sombra de barco, una cáscara oxidada por las malas costumbres y el salitre. Su casco, hinchado de óxido y barniz barato, llevaba más capas de pintura que de gloria. El mástil crujía como si recordara cada tormenta con dolor, y la brújula de a bordo giraba con la terquedad de un borracho que se niega a regresar a casa. A bordo, mandaba con puño invisible y voz desquiciada el capitán Baltasar Trujillo, un hombre de mirada esquiva y labios siempre fruncidos en deseo.
Trujillo era el tipo de capitán que encontraba en el caos su deleite. Daba órdenes como quien lanza dados; contradictorias, imprecisas y sin compás. “Rumbo a norte, pero sin desviarse del sur”, gritaba un día. “Firme en la tormenta, pero sin mojarse”. Quien no entendiera, era un desdichado. Quien entendiera, peor aún. Nadie supo nunca si el capitán era un genio de la estrategia o un tirano bendecido por los errores del destino. Lo cierto es que nadie osaba cuestionarlo, excepto las olas, que a veces lo ignoraban con razón.
Su mano derecha, y también su sombra más larga, era el teniente Cándido Miranda. Hombre callado, rostro de papel gastado, con la mirada siempre baja y los nudillos blancos de tanto sostener la rabia. Había llegado al barco no por mérito ni ambición, sino por la promesa jurada en la tumba de su hermano, Florentino, quien soñaba con ser marinero pero murió sin alcanzar siquiera el puerto de abrigo. Cándido nunca quiso el mar, pero se tragó su propio miedo por amor a quien ya no respiraba.
El teniente Miranda vivía al borde del grito, masticando órdenes que no entendía, escribiéndolas en su bitácora infinita con letra temblorosa, como si temiera que hasta la tinta lo delatara. Trujillo lo trataba con la fría superioridad de quien confunde mando con culpa, y cada día se encargaba de ahogarlo en la responsabilidad, echándole la culpa de lo que aún no ocurría.
Una madrugada de verano, con el cielo tan despejado que parecía el paraíso, el Victoria encalló brutalmente en el filo de un arrecife somero, como si el mar se cansara de obedecer aquellas ordenes. El impacto sacudió hasta las almas de los que aún dormían en sus hamacas colgadas entre cañones sin dinamita. Las gaviotas huyeron con gritos de risa, y el sol comenzó a salir con un sarcasmo que dolía.
Trujillo, en su rabia, no buscó razones, sino culpables. A Miranda lo llamó al puente de mando con voz de trueno.
—¡Usted lo hizo, teniente! —rugió—. Por seguir los pasos de ese hermano loco suyo, por perder el juicio, por dejarse llevar por fantasmas… ¡Ha condenado este barco a la vergüenza!
Cándido no respondió. A esas alturas, ya había dejado de responderle incluso el alma. Esa noche, el teniente bajó a tierra. Nadie lo vio cruzar el muelle. Nadie supo si lloró. Solo se escuchó el crujido de la cuerda vieja que colgó del almendro más antiguo del pueblo. Allí, con la lluvia lavando los últimos restos de su obediencia, Cándido se despidió del mundo, sin carta ni discurso, solo con el silencio que había cultivado toda su vida.
Días después, los altos mandos de la armada borraron el naufragio de sus registros, sin embargo, en el pueblo se sigue contando la historia de aquel teniente que obedeció tanto que terminó olvidando quién era, y de un capitán cuya soberbia se volvió ancla y castigo.
Hoy, cuando el mundo vuelve sus ojos al mar con la urgencia de quien ha vivido de espaldas a él por demasiado tiempo, la historia del Victoria, de Trujillo y Miranda, resuena como un eco que no ha perdido vigencia. En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Océanos 2025, celebrada en Niza entre el 9 y el 13 de junio, líderes del mundo, científicos, pueblos indígenas y comunidades costeras se reunieron para enfrentar las consecuencias del maltrato sistemático a los océanos: sobrepesca, contaminación, pérdida de biodiversidad, acidificación y el colapso de los ecosistemas marinos.
Se habló de cooperación, de restauración ecológica, de gobernanza inclusiva y basada en el conocimiento. Se insistió en que no podemos seguir navegando con mapas rotos ni con capitanes sordos al clamor de sus tripulaciones. La conferencia reafirmó el compromiso de los Estados miembros con el Objetivo de Desarrollo Sostenible 14: Conservar y utilizar sosteniblemente los océanos, los mares y los recursos marinos, destacando la urgencia de proteger los arrecifes de coral, garantizar los derechos de las comunidades costeras y trazar una hoja de ruta vinculante hacia 2030. Entre los principales logros de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Océanos 2025 destaca la adopción de una Declaración Global por la Salud Oceánica, firmada por más de 150 países, que establece compromisos concretos para reducir la contaminación marina en un 50% hacia 2030 y proteger al menos el 30% de los océanos del mundo bajo esquemas de conservación efectivos. Se anunciaron también nuevas alianzas financieras para apoyar a países en desarrollo en la restauración de arrecifes de coral y manglares, así como un avance decisivo en la implementación del Tratado de Alta Mar, permitiendo la creación de áreas marinas protegidas más allá de jurisdicciones nacionales. Además, se reconoció formalmente el papel de los pueblos indígenas y comunidades costeras como guardianes del mar, integrando sus conocimientos tradicionales en los mecanismos globales de gobernanza oceánica.
En ese contexto, la tragedia de Miranda, víctima de un sistema que nunca le permitió hablar ni decidir, es también un espejo de cómo hemos tratado al mar: con soberbia, arbitrariedad y silencio. Es la imagen exacta de un modelo que fracasó por no escuchar, por no leer correctamente las señales del arrecife, por aferrarse a un mando de poder.
Niza 2025 propuso, en cambio, un nuevo rumbo, uno guiado por la ciencia, la justicia social y el respeto profundo a la sabiduría del océano.
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Camilo Cortés- Useche es biólogo Marino. Maestro en Manejo de Ecosistemas Marinos y Costeros, con doctorado e investigación postdoctoral en el área de las Ciencias Marinas. Su trabajo en el campo de la gestión y ecología marina en la República Dominicana le valió el reconocimiento del “Premio Dr. Alonso Fernández González 2020” a las Mejores Tesis de Posgrado del CINVESTAV en la Categoría Doctorado. Innovador de la sostenibilidad, científico y distinguido por sus aportes en la conservación de la naturaleza. Durante los últimos años ha liderado coaliciones para un modelo resiliente al cambio climático basado en la ciencia, con una idea firme del desarrollo social justo.
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