Dentro de un búnker aislado de comunicaciones con el exterior, en una sala con servidores y procesadores de datos, tapizada de pantallas con muchas imágenes para monitorizar. Un poco como en las películas”. Así es el lugar donde cada día va a trabajar la ingeniera aeronáutica Cristina Pérez Hernández, responsable del Centro Español de Vigilancia y Seguimiento Espacial (S3TOC) de la Agencia Espacial Española.
Como una especie de guardianes del tráfico celeste, su misión es observar los artefactos que se mueven más allá de nuestro planeta para adelantarse a posibles accidentes. Ofrecen un servicio gratuito a todos los operadores de satélites que así lo solicitan: hacen un seguimiento continuo de su trayectoria y esos objetos con los que se podrían topar por el camino.
Dentro de la iniciativa EUSST (siglas de Vigilancia y Monitorización del Espacio de la UE), el S3TOC es un referente, junto con su homólogo en Francia, en alertas de prevención. Según cuenta Pérez Hernández, tiene en su punto de mira a 400 satélites, propiedad de unos 60 usuarios, europeos y del resto del mundo. Y raro es el día que no hay movimiento.
“Detectamos unos diez eventos a la semana con alguna posibilidad de colisión. Si se superan unos umbrales en los que no se puede asumir el riesgo, contactamos con el operador en cuestión y le guiamos en la maniobra. Ya es responsabilidad suya seguir esas recomendaciones o no”, nos explica.
Por lo general, todos actúan. “Toman muy pocos riesgos. Siempre es mejor hacer una maniobra pequeña que chocar”, apunta Pérez Hernández. De hecho, la alerta se lanza cuando la probabilidad de encontronazo es de 1 entre 10.000. Por si acaso.
Uno de los habituales en sus pantallas es Starlink. Con cerca de 6000 satélites circunvalando la Tierra, es difícil no encontrarse con alguno de ellos a cada rato. Lo bueno, según esta experta, es que son unos interlocutores fáciles con los que negociar. “Se comprometen a tomar de antemano la responsabilidad de moverse ante una alerta. Además, consideran un umbral más bajo para maniobrar que el resto: cuando hay más de 1 entre un millón probabilidades de choque”.
También es cierto que a los Starlink “les cuesta muy poco moverse porque son muy manejables. Y, al tener tantos satélites, no pierden tanto la misión. Si desvían uno, hay muchos otros que pueden cubrir su función”. Es, nos dice, “una cuestión de responsabilidad”.
De paso, es una forma de lavar su imagen, después de que, en 2019, un Starlink se topara con un satélite de la Agencia Espacial Europea y fuera incapaz de maniobrar. Resultó que no eran tan versátiles como habían anunciado en su publicidad y, a la hora de la verdad, fue la Agencia Espacial Europea (ESA) quien tuvo que apartarse en aquella ocasión.
¿Quién cambia su trayectoria?
Entonces, cuando dos jugadores de la partida espacial se acercan el uno al otro peligrosamente, ¿quién debe tomarse la costosa molestia de modificar su trayectoria? “Se trata de llegar a acuerdos. Pero, si uno no se quiere mover, no hay obligatoriedad ni consecuencias. En algunos casos, es más complicado, por ejemplo, con operadores rusos o chinos, con los que las comunicaciones no son tan fluidas”, señala.
También podría pasar que ninguno de los dos esté activo o tenga capacidad de maniobra, como la basura espacial abandonada. En ese caso, solo se puede cruzar los dedos para que el accidente sea lo más leve posible y no desprenda demasiados fragmentos.
Por suerte, “cada vez somos más gente mirando lo que hay ahí fuera”, afirma Pérez Hernández. El gran reto está en “establecer reglas universales en caso de que haya riesgo de colisión, en vez de tener que estar gestionando caso por caso de forma individual”. Por eso, la regulación internacional del creciente tráfico extraterrestre de satélites es cada vez más urgente, “para que no lleguemos a una situación catastrófica en que no seamos capaces de usar el espacio”, advierte.
Porque el problema de un choque no sería solo para los implicados en el accidente, sino para todos. Si los 128 millones de pedazos de chatarra mayores de un milímetro que hoy orbitan alrededor del planeta a gran velocidad siguen aumentando podría manifestarse el síndrome Kessler o cascada de ablación, un escenario futurible donde la congestión del tráfico es tan grande que las colisiones provocan una reacción exponencial en cadena, haciendo el espacio intransitable.
Pero la cosa no acabaría aquí. “El impacto económico de perder toda la infraestructura espacial sería el doble que el de la pandemia por covid y mucho más largo. Tardaríamos décadas en recuperarnos”, apunta María Antonia Ramos, ingeniera de telecomunicaciones en la empresa española de soluciones espaciales GMV y miembro de Women in Aeroespace.
En palabras de Ramos, “dependemos de los satélites para todo, desde cosas tan simples como la navegación por Google Maps a la sincronización en el tiempo de transacciones financieras internacionales. Se usan para la previsión meteorológica y para la protección civil en casos de desastres naturales, como inundaciones, incendios o volcanes en erupción”.
También miden cómo se van derritiendo las capas de hielos, los lagos que se están secando, la pérdida de masas forestales. Otros, como los de la red europea Copernicus, se centran en tareas como registrar parámetros meteorológicos, monitorizar la calidad del aire o el control de la agricultura, con predicción de plagas, optimización del riego…
Pedazos de chatarra que caen del cielo
Aunque los riesgos reales de colisión allá arriba son mayores que el peligro de reentradas de fragmentos en la superficie terrestre, este último también existe y, previsiblemente, será mayor con el tiempo. Si no, que se lo digan al dueño de la casa en Florida (EE UU) donde cayó un proyectil de 2.5 kilos el pasado marzo. Provenía de un palé desechado de baterías de la Estación Espacial Internacional que, contra todo pronóstico, no se había desintegrado al cruzar la atmósfera.
O a los dos pastores de Calasparra (Murcia), que en 2015 se encontraron con una bola negra de chatarra del tamaño de una bombona de butano, recién caída del cielo, por suerte, en un campo lejos de la población.
En estos casos, los fragmentos viajan a 7 km por segundo, una velocidad tan alta que se hace difícil monitorizarlos y predecir con precisión dónde van a caer. “Un margen de error de 20 minutos se traduce en muchos kilómetros de diferencia”, observa Pérez Hernández. Pero que no cunda el pánico: “Es más probable que te caigan un rayo dos veces al año a que te golpee un trozo de basura espacial”, nos dice esta ingeniera.
Astronomía, matemáticas y catálogo de tráfico
Cuando se trata de predecir posibles colisiones entre objetos en el espacio, algo mucho más probable que lo anterior, el procedimiento lleva una buena dosis de astronomía y otra de matemáticas.
“Lo primero que necesitamos es un catálogo de basura espacial. Para cada objeto, tenemos su trayectoria pasada, gracias a la observación por medio de telescopios y radares. Con esto, hacemos una estimación de dónde va a estar al día siguiente. Luego, comprobamos si el cálculo coincide y, así, vamos tomando medidas para ajustar la predicción de sus movimientos futuros”, explica Alejandro Pastor, ingeniero aeroespacial en GMV.
Esta clase de mapa es lo que centros como el S3TOC emplean para predecir riesgo de colisiones futuras. No existe, eso sí, un único catálogo completo y público, lo que facilitaría mucho las cosas. Por ahora, “cada país tiene su sistema”, nos dice Pastor, que trabaja en la Agencia Espacial Alemana desarrollando un sistema de catalogación de la basura espacial para el consorcio europeo EUSST.
‘Autopistas’ GEO, MEO y LEO
Como en un gran ‘Scalextric’ espacial, alrededor de la Tierra discurren tres ‘autopistas’ muy transitadas: la GEO (órbita geoestacionaria, a más de 35786 km de nosotros), la MEO (media) y la LEO (órbita terrestre baja, a 150-2000 km de altitud).
“Antes, la más codiciada era la GEO, empleada por satélites de comunicaciones o de televisión por satélite. Se llama así porque, para alguien que observa desde abajo, están siempre en el mismo sitio, porque se mueven a la vez que nosotros”, señala Pastor. Al estar tan altos, su cobertura de superficie terrestre es mayor, pero también más costoso su lanzamiento.
“Son artefactos que se quedan allí cientos de años, son muy caros, robustos y grandes. Se diseñan para que tengan una vida útil de unos 20 años o más”, añade Ramos.
En los últimos años, sin embargo, “hemos experimentado un cambio de paradigma, en que se han hecho más populares las órbitas LEO para dar servicios de internet”, apunta Pastor. El diseño y lanzamiento de los aparatos que las transitan, que tienen una vida útil de cinco años, es el más barato de las tres órbitas. Es aquí donde gravitan los Starlink, que serían algo así como el low cost del espacio.
“Lo malo es que, si bajas la órbita, la visibilidad es más pequeña y necesitas más satélites, una constelación”, indica a SINC el ingeniero de telecomunicaciones y electrónica Alejandro González Garrido, investigador en la Universidad de Luxemburgo que estudia las posibilidades de esta órbita terrestre baja.
Retirar los ‘aparatos’ usados
Cuando acaba su vida útil, “antes, había un plazo de 20 años para bajar el aparato. Ahora son 5 años. Si alguien no lo cumplía no pasaba nada. Hasta que, en 2023, por primera vez, una sentencia pionera en EE UU impuso una multa a un operador. Es señal de las cosas están cambiando”, opina Ramos.
Para los artefactos que están en GEO, se suele optar por “descarrilarlos” y elevarlos a “órbitas de cementerio”, que son “como cuando barres y metes el polvo debajo de la alfombra. Ahora no molestan pero puede que a nuestros nietos, sí”, advierte esta ingeniera.
Para los que flotan en LEO, lo usual es maniobrar para bajen hasta 200-300 km de la Tierra y esperar a que, con el propio rozamiento con la atmósfera, acaben por caer y desintegrarse por completo antes de llegar al suelo.
Lo malo de este método de reentrada no son solo accidentes como el de Florida, sino la contaminación. Desde hace poco, se sabe que quedan partículas metálicas en la atmósfera, potencialmente tóxicas. Como señala Ramos, “esto puede acabar siendo un problema: hemos pasado rápidamente de tener unas 20 reentradas al año a cientos de ellas”.
Por otro lado, para hacer bajar la chatarra recalcitrante que carece de propulsores propios, sobre todo si son objetos voluminosos o en órbitas muy pobladas, encontramos variopintas propuestas, aún en fase experimental.
Misión de la ESA para eliminar basura espacial
Una misión de la Agencia Espacial Europea (ESA) y Clearspace (empresa derivada de la Escuela Politécnica Federal de Lausana, en Suiza) planea usar una nave con brazos robóticos para capturar un viejo cohete de 113 kilos. Por su parte, la compañía japonesa Astroscale intenta hacer lo mismo con otro que lleva 15 años dando vueltas.
Lo que ha quedado claro que no funciona es el truco de destruir satélites disparándoles un misil desde Tierra. Lo hicieron India, China, Rusia y Estados Unidos, como una peligrosa “demostración de fuerza” que genera todavía más chatarra. “Los fragmentos que en 2007 dejaron los chinos tras la explosión, a 1200 km de altura, todavía siguen ahí flotando”, apunta Ramos.
Por su parte, la ESA propone en su último informe anual una política Cero Basura para que en 2030 sus operaciones no generen desechos nuevos. Hacen hincapié en el diseño de satélites que reduzcan las probabilidades de estallar en pedazos allá arriba y, a ser posible, de materiales degradables. Se trata de “mejorar los mecanismos de control, evitar que exploten las baterías, que no queden restos de combustible inflamable, etc.”, detalla la ingeniera.
¿Demasiadas moscas sobrevolando el pastel?
Mientras la mitigación de la basura espacial está todavía en pañales, las grandes tecnológicas están enzarzadas en una carrera sin cuartel para colonizar las órbitas bajas y construir sus propias constelaciones. Starlink ha anunciado que quiere llegar a los 20.000 satélites, le siguen los pasos Amazon, OneWeb, operadores chinos…
¿De verdad necesitamos tantas moscas sobrevolando el pastel? “Si encuentras una solución en Tierra, mejor”, nos dice González Garrido. De hecho, la mayoría de las comunicaciones móviles y los smartphones que usamos no funcionan con satélites, sino mediante antenas terrestres.
Estos “se usan nada más en zonas muy remotas, lejos de antenas de telefonía, o en alta mar”, apunta el ingeniero. Actualmente solo las últimas versiones del iPhone y algún Android pueden conectarse por satélite y a veces solo en caso de emergencia, cuando no hay cobertura.
Lo malo es que, como técnica de márquetin para las compañías proveedoras de internet, “vende mucho más tener un satélite que una antena”. Hasta hay empresas que proponen utilizarlos en órbitas bajas con luces potentes visibles desde Tierra para proyectar publicidad de su marca, como las antiguas avionetas que veíamos en la playa.
Pero, ante este panorama, surge la pregunta del millón: ¿habrá sitio allá arriba para todos? Como nos dice la responsable del S3TOC, “veremos qué pasa, aunque lo que sé es que nosotros cada vez tenemos más trabajo”. En la próxima década tendremos la respuesta.
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