Italia
Isabella Dalla Ragione recorre jardines y huertos abandonados en busca de frutas olvidadas, con el objetivo de preservar el patrimonio agrícola italiano y salvar variedades que podrían ayudar a los agricultores a enfrentar el cambio climático.
Esta agrónoma italiana, de 68 años, posee una colección de manzanas, peras, cerezas, ciruelas, duraznos y almendras cultivadas mediante métodos ancestrales, más resistentes a las variaciones climáticas extremas que se multiplican en el sur del Mediterráneo.
Como una auténtica detective, rastrea descripciones de frutas locales de antaño en diarios y documentos agrícolas de varios siglos atrás, y parte en su búsqueda.
Entre unas 150 variedades recolectadas en Toscana, Umbría, Emilia Romaña y Las Marcas —y cultivadas por su fundación sin fines de lucro Archeologia Arborea—, la pequeña pera florentina redonda es una de sus favoritas.
«Encontré su descripción en documentos del siglo XVI, pero nunca la había visto y creía que había desaparecido», explica a la AFP esta mujer de cabello blanco y anteojos rectangulares.
«Luego, hace quince años, en las montañas entre Umbría y Las Marcas, descubrí un árbol en el corazón del bosque», añade, gracias a la pista de una habitante local.
Aunque las variedades antiguas son sabrosas, la mayoría desapareció de los mercados y las mesas tras la Segunda Guerra Mundial, con la modernización del sistema agrícola italiano.
– Diversidad genética –
Italia es un importante productor de frutas. En el caso de las peras, ocupa el primer lugar en Europa y el tercero en el mundo.
Sin embargo más del 80% de su producción proviene de cinco variedades extranjeras.
«Antes había cientos, incluso miles de variedades, porque cada región, cada valle, cada lugar tenía las propias», explica Dalla Ragione, mostrando cestas de mimbre llenas de frutas guardadas en una pequeña iglesia cerca del huerto.
Los mercados modernos exigen hoy grandes cosechas de frutas que puedan recolectarse rápidamente, almacenarse con facilidad y conservarse durante largo tiempo.
Pero ante los crecientes desafíos del calentamiento global, los expertos insisten en la importancia de una mayor diversidad genética entre las plantas.
«Las variedades antiguas son capaces de adaptarse al cambio climático, a la escasez de agua y a las temperaturas extremas», detalla Mario Marino, de la división de Cambio Climático de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), con sede en Roma.
Las variedades modernas, en cambio, son más resistentes a enfermedades graves porque fueron modificadas con ese fin. Según Marino, la solución está en crear nuevas variedades cruzando las antiguas con las modernas.
El trabajo de Dalla Ragione, dice, es «urgente, porque preservar el patrimonio es preservar la tierra y la biodiversidad. Nos permite usar ese ADN para nuevos recursos genéticos».
– Testimonio oral –
Dalla Ragione pone su colección a disposición de investigadores y recrea jardines históricos que pueden albergar variedades restauradas, en el marco de un proyecto financiado por la Unión Europea.
«No realizamos este trabajo de investigación y conservación por nostalgia o romanticismo», subraya mientras recoge manzanas rosadas en su finca de San Lorenzo di Lerchi, en Umbría.
«Lo hacemos porque la pérdida de variedades implica pérdida de seguridad alimentaria, de biodiversidad y de capacidad de adaptación del sistema, y también una gran pérdida cultural», destaca.
Hija de un coleccionista, intenta descifrar los misterios de las frutas en huertos monásticos y jardines familiares, consultando textos de los siglos XVI y XVII.
Un día halló el rastro de una pera en un pueblo del sur de Umbría tras haber leído su mención en el diario de un director de orquesta.
Pero una de sus fuentes más valiosas sobre la mejor manera de cultivar estas variedades sigue siendo la tradición oral. Con la desaparición de la última generación de agricultores que las cultivaban, gran parte del saber local se está perdiendo.
Esto complica su tiempo entre la investigación y la búsqueda de nuevas variedades, aunque aprendió —a veces con pesar— que la prioridad «es siempre salvarlas».
«En el pasado pospuse búsquedas para el año siguiente, y luego descubrí que la planta había desaparecido», lamenta.
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