Un estudio revela que, a partir de un umbral mínimo, el bienestar protege frente a enfermedades no transmisibles, como cardiopatías, cáncer, asma o diabetes. Los países con puntuaciones más altas en felicidad suelen ser los que invierten más en salud y cuentan con sistemas de protección social sólidos.
La felicidad no solo mejora el estado de ánimo: también puede reducir el riesgo de morir por enfermedades crónicas, pero solo a partir de un umbral mínimo.
Los científicos utilizaron la llamada Escalera de la Vida, una medida del bienestar subjetivo en la que los participantes califican su vida del 0 al 10
El equipo ha cruzado información sobre bienestar subjetivo —la autopercepción de felicidad— con tasas de mortalidad por enfermedades no transmisibles, como cardiopatías, cáncer, asma o diabetes, responsables del 75 % de las muertes no pandémicas en 2021.
Los científicos utilizaron la llamada Escalera de la Vida, una medida del bienestar subjetivo en la que los participantes califican su vida del 0 al 10. Han descubierto que la felicidad se convierte en un activo para la salud pública solo cuando se supera un valor de 2,7 puntos. Por debajo de ese umbral, las mejoras emocionales no se traducen en beneficios sanitarios significativos.
No hay una “felicidad excesiva”
A partir de esa cifra, sin embargo, cada aumento del 1 % en la percepción de bienestar se asocia con una reducción del 0,43 % en la mortalidad por enfermedades crónicas entre los 30 y 70 años. Según Iuga, “no encontramos efectos adversos de una felicidad excesiva”.
Los países con puntuaciones más altas suelen invertir más en salud, cuentan con sistemas de protección social sólidos y gobiernos estables. Durante el periodo analizado, la puntuación media mundial fue de 5,45, con extremos entre 2,18 y 7,97.
Los autores proponen políticas públicas que promuevan el bienestar colectivo —desde la prevención de la obesidad hasta la mejora de la calidad del aire o el acceso sanitario— como parte de una estrategia integral de salud. “La felicidad no es solo una emoción individual”, concluye Iuga, “sino un recurso medible de salud pública que puede salvar vidas”.
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