Guayaquil, Ecuador.
A la orilla de las oscuras aguas, metidos en el fango, la mujer y los voluntarios deslizan las plataformas de madera. En esas balsas viajan las semillas que podrían salvar el estero de Guayaquil, una arteria de 70 km obstruida por la contaminación crónica.
La ingeniera ambiental Ángela Cevallos se lanzó a la misión de recuperar el estuario mediante «islas flotantes» que transportan granos de mangle rojo o propágulos de la variedad Rhizophora.
«Las islas son el medio de transporte y los propágulos de mangle harán el trabajo», explica Cevallos, quien ejecuta el proyecto de recuperación de la privada Universidad Espíritu Santo, de la que se graduó.
Durante décadas, toneladas de basura, excrementos y metales pesados han caído a las aguas que recorren de norte a sur el principal puerto de Ecuador, de 2,8 millones de habitantes.
El brazo de agua agoniza por la polución. Sin embargo, Cevallos cree que el estero puede tener una oportunidad, quizá la última después de varios intentos fallidos y millones invertidos en su recuperación.
«Guayaquil ha crecido al pie del estero y no podemos dejarlo morir», enfatiza el arquitecto Patricio Rosero, a cargo del diseño de las balsas biodegradables de madera.
Una por una, los voluntarios cargan en hombros las plataformas hasta un ramal del estuario, denominado Salado. Son diez estructuras de casi 2 metros de largo y 1,3 m de ancho atadas con sogas hechas a partir de cáscara de banano.
Cevallos, 23 años, lentes y botas blancas, se hunde en el fango verdoso para deslizar lentamente las balsas.
En cada una van incrustadas 23 semillas puntiagudas de mangle rojo que reforestarán el manglar. Al cabo de cuatro meses serán los delgados tallos que en teoría absorberán los contaminantes que mataron la vegetación del estero.
«Volveré para medir el agua y saber si los contaminantes bajaron», sostiene la ingeniera. «El manglar es un hábitat noble y puede regenerarse y absorber contaminantes», confía.
Invasiones
Medio siglo atrás se podía pescar corvinas y róbalos en el estero, incluso en las fotos de la época se ve a niños retozando en piscinas naturales. Había competencias de remo y natación.
«Mi papá nos llevaba con mis tres hermanos hasta Puerto Liza y ahí nos enseñó a nadar, el agua era cristalina y fresca», evoca Lucenia Haro, maestra jubilada de 75 años.
Pero entonces comenzaron las invasiones atraídas por promesas de vivienda de políticos en campaña.
Los asentamientos fueron creciendo sin alcantarillado. Todavía las tuberías domésticas asoman a las aguas. La contaminación era inminente. Hoy, alrededor de 294.000 personas viven a lo largo del estero, varios miles en la pobreza.
Solo entre mayo de 2019 y julio de 2022 se han recolectado en el estero más de 34.900 toneladas de basura, según datos de la alcaldía de Guayaquil.
La mayor contaminación proviene de las descargas residuales. «Se han realizado cierre de conexiones clandestinas, las mismas que han sido redireccionadas al sistema de alcantarillado», dice María Fernanda Rumbea, directora de Ambiente del municipio.
No obstante la prohibición y la legalización de los asentamientos, los desechos domésticos e industriales siguen vertiéndose al estero.
Según los análisis de la ingeniera Cevallos, en el sector donde se colocaron las islas hay una concentración de 120.000 coliformes fecales por cada 1.100 mililitros de agua, lo que excede la normativa nacional en un estuario fijada en 120 por 1.100 ml.
Una década de esfuerzos
No es la primera vez que «islas flotantes» navegan por el estero Salado. En 2014 el ministerio de Ambiente apostó por estructuras similares pero de metal, que se echaron a perder por falta de mantenimiento.
Este año, la universidad estatal Escuela Superior Politécnica del Litoral (Espol) emprendió otra iniciativa para reforestar el brazo de mar, pero con algas marinas.
«Buscamos saber si las macroalgas pueden potenciar el porcentaje de germinación del manglar», dice Edwin Jiménez, investigador de la Espol.
A la par con esa iniciativa y la de las balsas con semillas, el municipio de Guayaquil diseñó su propio programa de recuperación empezando por una planta de tratamiento de aguas residuales, de acuerdo con Rumbea.
Cuando cae la tarde y baja la marea, el olor es nauseabundo.
Pese a la polución, el estero y su vegetación resisten, y siguen siendo el único drenaje de las lluvias capaz de evitar inundaciones catastróficas.
«Si no es por el estero y sus arbolitos que huelen mal, hace tiempo decenas de casas y construcciones hubieran desaparecido», sentencia Jiménez.
Guayaquil no podría sobrevivir sin este ecosistema moribundo.
Por: Karla Pesantes.
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