Buenos Aires, Argentina.

El “carbono azul”, aquel capturado y almacenado en los entornos marinos y costeros, es objeto de un interés creciente por su potencial para ralentizar el calentamiento global.

Si bien hay un consenso generalizado sobre los aportes en ese sentido de los ambientes vegetados costeros, la contribución de la fauna oceánica despierta más controversia.

Mientras algunos expertos destacan la capacidad de almacenar carbono de grandes animales y grupos de peces, otros indican que en algunos casos su propio metabolismo puede ir en sentido contrario, además de remarcar la necesidad de considerar el contexto de sus ecosistemas y de la intervención humana.

Debate a dos aguas

Sistemas como marismas, manglares y praderas marinas alojan el equivalente a la mitad del carbono de todo el sedimento oceánico. Sus suelos compactos evitan que la materia orgánica se degrade, pero al estar emplazados en áreas cercanas a las costas o atractivas para el turismo, corren riesgo de desaparecer.

El planeta, de hecho, ya perdió la mitad de sus marismas, que en Latinoamérica predominan desde el sur de Brasil hasta el extremo austral del continente.

Ante este panorama, en los últimos años viene aumentando el interés sobre el carbono azul alojado en los océanos.

Un reporte reciente de la organización de información marítima Ocean Science & Technology destaca algunos ejemplos en esa línea: los predadores que mantienen bajo control a los herbívoros, permitiendo que prospere la vida vegetal; los peces que incorporan carbono durante su alimentación; y las ballenas que transportan nutrientes al viajar.

El informe asegura que, al alimentarse en zonas profundas y defecar cerca de la superficie, los cachalotes almacenan dos millones de toneladas métricas de carbono por año, equivalentes a las emisiones de 600 vuelos ida y vuelta de París a Nueva York.

Aunque los grandes animales contienen más carbono a nivel individual, el mayor aporte conjunto proviene de los peces mesopelágicos, que pasan el día en la zona de penumbra oceánica entre los 200 y mil metros de profundidad, y almacenan (según el reporte) más de 27 millones de toneladas, la misma cantidad que un bosque el doble del tamaño que el Reino Unido.

“El ciclo del carbono atraviesa varios pasos intermedios (tanto químicos como biológicos) antes de llegar al lecho marino, lo cual dificulta las posibilidades de dilucidar el aporte real del carbono azul”.
Paige Hellbaum Eikeland, investigadora del programa polar y climático de GRID-Arendal, asociado a la ONU

Más cauta, la especialista en ecología marina Paulina Martinetto advierte que los aportes de la fauna marina a la captura de carbono “están muy en discusión”, ya que su metabolismo también puede conllevar procesos de emisión, como la liberación de dióxido de carbono (CO2) en la respiración.

En forma complementaria, Paige Hellbaum Eikeland –investigadora del programa polar y climático de GRID-Arendal, centro de investigación asociado a la ONU– explica a SciDev.Net que el ciclo del carbono atraviesa varios pasos intermedios (tanto químicos como biológicos) antes de llegar al lecho marino, lo cual dificulta las posibilidades de dilucidar el aporte real del carbono azul.

Con el antecedente de las críticas a los proyectos de mercados de carbono terrestre, “resulta crucial que la ciencia sobre el carbono azul dé cuenta de su valor en forma verificable”, coincide Steven Lutz, también líder de un proyecto sobre el tema en GRID-Arendal.

Por otra parte, la bióloga marina Catalina Velasco advierte que lo que más comen las tortugas marinas es pasto marino, “con lo cual no son grandes aliadas del carbono azul, sino todo lo contrario”.

Las cosas podrían resultar diferentes en el caso de las ballenas azules, que “tienen la capacidad de secuestrar hasta unas 30 toneladas de carbono a lo largo de su vida”, indica. Sus desechos también fertilizan el océano y proveen nutrientes para las microalgas.

Por estos motivos, la investigadora chilena pondera iniciativas como el Santuario de Ballenas establecido en su país desde 2001, aunque aún en proceso de implementación para “consolidar una política nacional de conservación y uso no letal de cetáceos”.

La bióloga también pondera la reciente aprobación de un área protegida en el Archipiélago de Humboldt, un área de alimentación de ballenas y pingüinos colindante a una zona donde se busca desarrollar un proyecto de minería de hierro y cobre que despierta la alarma ambientalista.

“Tenemos gran parte de nuestro territorio protegido, pero si queremos cumplir con las metas internacionales, como proteger el 30 por ciento de nuestros océanos para el 2030, aún falta”, agrega Velasco. “El desafío es dejar las áreas marinas «de papel» y pasar a la conservación efectiva”.

Para Hellbaum –que relativiza la posibilidad de que el aumento de ballenas incremente la captura de carbono de manera significativa– el mayor potencial de almacenamiento se da “a través de sus movimientos diarios y estacionales, proveyendo nutrientes para los organismos que hacen fotosíntesis”.

¿Estrategias más prácticas?

Otras estrategias para la preservación de la biodiversidad marina, y con ella de los stocks de carbono, resultan más heterodoxas.

En 2010, Belice prohibió la pesca de arrastre, que además de sus efectos destructivos, emite hasta 370 millones de toneladas anuales de CO2.

Fue un logro alcanzado con el apoyo de la organización Oceana, que compró los últimos dos barcos que se dedicaban a la actividad, recuerda Lutz, quien al mismo tiempo se pregunta si nuevas adquisiciones podrían aportar a las metas de mitigación.

El interrogante es válido, sobre todo al considerar otro estudio de 2020, que planteó que si las pesqueras limitaran sus actividades extractivas (en particular en las zonas menos rentables), se generaría una reducción en las emisiones gracias al menor consumo de combustible y a la regeneración de poblaciones piscícolas.

Sin embargo, cualquier estimación de la contribución de peces o ballenas al flujo de carbono requiere la cuantificación precisa de la biomasa actual y de la tasa a la cual el carbono se transporta a las profundidades del océano, algo aún lejos de concretarse.

Un trabajo adicional sobre el tema remarca que “los peces proveen otros beneficios a las personas (nutrición, biodiversidad, y valores culturales, recreativos y comerciales)”, que también deberían considerarse a la hora de tomar decisiones de manejo.

En una pregunta que puede extenderse a toda la fauna marina, Hellbaum insiste: “¿Cuál es el valor del flujo de carbono en relación a factores como la comida o los ecosistemas marinos saludables?”.

Llamado de alerta: tiburones con cocaína

Precisamente en ese punto, las últimas noticias obligan a moderar el optimismo.

En julio, investigadores de la Fundación Oswaldo Cruz revelaron que 13 tiburones capturados frente a las costas de Río de Janeiro presentaban altos niveles de cocaína.

Fue el primer hallazgo de la sustancia en esos animales, en concentraciones cien veces mayores a las encontradas en otras especies.

La principal hipótesis es la exposición a través de desechos humanos desde aguas residuales. Las consecuencias potenciales son inquietantes, dada la probabilidad de que los animales con que se alimentan, así como otros ejemplares comercializados para consumo, también estén contaminados.

El hallazgo no sorprendió a Velasco: “Hay muchos casos de cómo hemos transferido a los animales del mar sustancias como antibióticos y anticonceptivos”, que no siempre se degradan y están sometidas a dinámicas de bioacumulación.

Se trata, concluye, de “señales inequívocas de cómo estamos afectando a los mares. Debemos actuar ahora para asegurar la subsistencia de toda la humanidad, porque nuestra vida depende de un océano saludable”.