México, México.
Con plumas y joyas tradicionales, maquillados como calaveras o deidades, un grupo de mexicanos danza y celebra rituales prehispánicos en pleno Zócalo, la plaza principal de Ciudad de México, erigida sobre los vestigios del máximo templo del imperio azteca.
El baile evoca la magnificencia de siglos atrás, los ceremoniales absorben la energía terrena, mientras alrededor vendedores ofrecen manjares que alimentan a los habitantes de la capital desde que ésta era gobernada por los tlatoanis, grandes señores mexicas o aztecas.
La gran México-Tenochtitlan, capital del imperio que hace 500 años fue arrasada por los conquistadores españoles tras duras batallas, resiste ahora con espiritualidad y arte.
«Nuestra identidad, la filosofía, la historia de México, a pesar de que fue tergiversada, sigue viva y latente», dice Sergio Segura Octocayohua, maestro del calpulli o clan Ze Mazatl, en una pausa entre los ritos de sanación que oficia junto a la catedral católica.
El calendario oficial marca cinco siglos de la «caída» de México-Tenochtitlan el viernes 13 de agosto. Pero Octocayohua rechaza esa efeméride y junto a otros mexicanistas celebra la «defensa heroica» este jueves, como el último día en que sus ancestros ejercieron soberanía.
Alrededor, personas de diferentes edades alternan giros, zapateo y movimientos enérgicos, acentuados por sus penachos y sonajas atadas a las piernas.
El ritmo marcial y por momentos frenético del huéhuetl (tambor), mezclado con los aromas de los sahumerios y el maíz de la comida callejera, componen una atmósfera exuberante que hace exclamar a muchos turistas: «¡Esto es México!».
«Un mexica en el zócalo»
Las danzas y sanaciones al paso son una experiencia de cajón para miles de visitantes, que toman fotos y videos a cambio de una propina.
Algunos «de repente nos ven y dicen ‘¡ah, caray, ¿todavía viven?! ¡Qué raros!'», dice irónicamente Tezcatlipoca, danzante de 70 años y guía turístico.
«Verlo como un espectáculo es bueno porque esto no ha muerto», añade risueño, omitiendo su nombre de pila.
Esta convicción se agiganta en la voz de Octocayohua, de 58 años, cuyo calpulli sigue formando «guerreros».
«Ya no luchamos con las armas, ahora luchamos con las palabras, con la identidad, con las danzas. Todo mundo sabe que hay un mexica en el Zócalo», afirma.
Bailar o ser purificado sobre los cimientos de la eterna capital azteca tiene profundo significado para estos hombres que se declaran «en resistencia».
«Es uno de los lugares con más energía cósmica, pero hay que limpiarlo porque también ha tenido mucha sangre», añade Octocayohua, para quien la Conquista, marcada por batallas y matanzas como la del propio Templo Mayor, representa una «humillación».
Un ritual para resistir
La danza es la manifestación más vistosa de un pujante movimiento espiritual y filosófico que reinterpreta el legado mexica y aspira a restaurar su esplendor.
Las coreografías, basadas en los movimientos sinódicos de la luna y el sol, buscan emular su armonía, explica Ocelocoatl Ramírez, presidente de Zemanauak Tlamachtiloyan, fundación defensora de la cultura mexica.
«La danza es la punta de lanza para comprender sus valores y cosmopercepción. La finalidad es compartir a la gente, que haga algo en comunión», añade Ramírez en la explanada del Museo Nacional de Arte, cerca del Zócalo, donde instruye a decenas de entusiastas desde hace 44 años.
Desplegados alrededor del tlamanalli (ofrenda) y tras levantar un momoztli (altar), bailan bajo el influjo aromático de plantas medicinales.
La potencia rítmica del huéhuetl y el profundo sonido del atecocolli, caracol marino usado como trompeta, seducen especialmente a jóvenes ávidos de energía e identidad.
«Si yo danzo, algo de mi cultura brilla en mi ser, brillo yo, me siento una con el universo», dice María Cervantes, de 22 años, quien adoptó el nombre de Chicuacë Tochtli, del idioma náhuatl, y es discípula de Ramírez desde los 15.
Maíz ancestral
Tan vigente como el orgullo por el pasado prehispánico, está la comida callejera, costumbre ancestral de una urbe que privilegia el espacio público desde tiempos de Tenochtitlan.
El olor del maíz se expande por el centro histórico.
Frente al señorial edificio de la Suprema Corte, en otra punta del Zócalo, Minerva Martínez, de 40 años, vende tlayudas, tortilla hojaldrada de unos 30 centímetros de diámetro, de probado origen prehispánico.
«Los mexicas lo cultivaban y nosotras somos agricultoras también en sembrar el maíz», comenta Martínez, indígena otomí. Para ella, el legado de Tenochtitlan «todavía existe».
Estudiosos atribuyen el arraigo de la comida callejera a la trabajosa elaboración de insumos y platos como la tortilla o los tamales, cuyo consumo tenía además carácter ritual.
«Esta complejidad (…) hace que la comida callejera siempre sea un referente tradicional, totalmente mexicano y prehispánico», subraya el chef e historiador, Rodrigo Llanes.
Por: AFP
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