Istalif, Afganistán

Una vez al mes, Noor Agha Faqiri enciende su horno para cocer piezas de cerámica en su pequeño taller a unos 50 km al noroeste de Kabul, la capital de Afganistán.

El pueblo de Qarya e Kulalan (pueblo de los alfareros), en el pintoresco distrito de Istalif, alberga decenas de artesanos como Faqiri.

Sin embargo, desde que los talibanes volvieron al poder en agosto de 2021, las dificultades económicas del país obligaron a muchos a apagar sus hornos.

Pero Faqiri está decidido a mantener su actividad.

«No deberíamos abandonar una labor que nuestros padres, abuelos y bisabuelos realizaban, porque está especialmente bendecida», explica.

«Mis hijos también miran el negocio familiar y quieren salvarlo y evitar que se hunda», añade este hombre de 53 años.

La alfarería es una tradición secular en Afganistán, pero Istalif es conocido por la calidad de sus productos. 

La principal calle de Qarya e Kulalan está flanqueada de tiendas de alfarería, más de la mitad de ellas cerradas por falta de clientes.

Las que permanecen abiertas ofrecen suntuosos cuencos, macetas o jarras barnizadas de color turquesa, aguamarina o marrón tierra.

La mayoría de los visitantes vienen desde Kabul y viajan hora y media para hacer un picnic en las colinas de los alrededores o a orillas de los ríos.

Técnicas ancestrales

Esporádicamente, algún mayorista llega aún con grandes pedidos de hoteles en Afganistán o el extranjero.

«Antes venían extranjeros y gente de otras provincias a conocer Istalif, porque es un antiguo lugar de turismo», recuerda Abdul Hamed Mehran, un alfarero de 32 años.

Las piezas se siguen fabricando con técnicas ancestrales.

La arcilla de las montañas circundantes se coloca sobre torres accionadas por los pies del alfarero, mientras que sus manos le dan forma.

«Mi trabajo es un orgullo para mí», explica Mehran. «Es un orgullo que produzcamos tales objetos en Afganistán», destaca.

Mehran moldea de 70 a 100 piezas por día -dependiendo de la demanda -, que luego se secan al sol antes de su cocido al horno, que realiza dos veces al mes.

«Siempre vengo aquí porque hacen cosas nuevas y de buena calidad», cuenta Shah Agha Azimi, de 25 años, un cliente de Kabul.

Según los habitantes, sólo entre 30 y 80 familias siguen trabajando en la alfarería. 

Faqiri no vería con malos ojos tener más competencia.

«Cuando veo tiendas cerradas, me rompe el corazón. Quisiera que cada tienda al lado de la mía esté abierta y que el negocio mejore cada día», afirma.

Por Abdullah Hasrat