En el imaginario colectivo habita la idea de que la actividad científica pertenece al ámbito de lo público. El dinero con el que se financia la investigación y el personal que la hace posible pertenecen a él. Por eso, los debates que surgen alrededor de las políticas de ciencia y tecnología suelen centrarse mayoritariamente en cuánto dinero destinan los gobiernos a investigación científica y en cómo de estables o precarias son las carreras investigadoras.
Pero si queremos preservar la sostenibilidad de nuestros sistemas de ciencia, tecnología e innovación, es fundamental reconducir la mirada pública e incluir en el foco de discusión el papel de los grandes proveedores comerciales de recursos científicos en nuestros procesos de comunicación y de evaluación de la actividad investigadora.
Un bien público
La producción de nuevo conocimiento científico es una empresa global a la que los humanos se dedican de forma colectiva desde el principio de los tiempos y de manera organizada y planificada desde finales de la Segunda Guerra Mundial.
Las comunidades científicas trabajan en la llamada ‘república de la ciencia’, en la que sus miembros gestionan, no solo los rituales de acceso y permanencia al grupo social, sino también el reparto de los recursos que los sostienen y los procesos de validación de qué es y qué no es nuevo conocimiento científico.
Su labor se rige por las normas mertonianas: comunalismo, es decir, la ciencia es conocimiento público, libre y se encuentra a disposición de todos; universalismo, donde no existen fuentes privilegiadas de conocimiento científico según la nacionalidad, la raza, el sexo, la religión, la edad de quien lo produzca; el desinterés, porque trabaja en beneficio de la propia ciencia; originalidad, ya que es el descubrimiento de lo desconocido; y escepticismo: los científicos no aceptan nada sin cuestionarlo de forma crítica.
La ciencia es un bien público que trata de beneficiar a la sociedad en su conjunto y buscar el progreso y el bienestar de la humanidad. Sin embargo, el modelo de comunicación vigente y los intereses comerciales de las grandes editoriales han convertido la ciencia en un bien privativo, custodiado por barreras de pago cada vez más infranqueables.
Estándar pretecnológico de comunicación
La unidad básica de comunicación de resultados de investigación entre las comunidades académicas es el artículo científico. Un trabajo con una extensión estándar de 8.000 palabras y una estructura de redacción fija (introducción, método, resultados y discusión) que, para adquirir su naturaleza, ha de ser revisado y aprobado por expertos colegas de la misma disciplina (los llamados pares o iguales).
Estas revistas académicas son su vehículo de transmisión. Ambos, artículo y revista, nacieron en el siglo XVII y desde entonces hasta nuestros días su producción se ha multiplicado de manera vertiginosa hasta alcanzar la cifra de alrededor de cuatro millones de trabajos científicos publicados al año en las cerca de 50.000 revistas académicas que se editan en el mundo.
En sus inicios y hasta finales del siglo XX, las revistas se publicaban y se distribuían en soporte papel. Ello hizo que el peso de los ejemplares físicos, que debían enviarse a las bibliotecas académicas y exponerse en estanterías, limitase la cantidad de conocimiento que se podía transmitir. Hoy en día, a pesar de los enormes cambios que el mundo ha experimentado como consecuencia de la revolución digital y de que el papel ya no es el estándar dominante dentro del mercado de la edición académica, seguimos reproduciendo el mismo modelo de comunicación de hace siglos, como en el cuento del elefante encadenado.
Un negocio muy rentable
El sector comercial de la edición académica factura decenas de miles de millones de euros al año y tiene unos márgenes de explotación superiores al 30 %, un porcentaje similar al de las compañías petrolíferas y superior en cinco puntos porcentuales al de Google. Estos suculentos ingresos provienen de forma casi exclusiva de los presupuestos públicos para I+D.
La fórmula de este éxito comercial descansa sobre varios elementos. El primero: unos costes de producción mínimos. La elaboración de los contenidos que publican y el control de su calidad son sufragados con dinero público y sus autores ceden a las editoriales la componente patrimonial de sus derechos de autor, de modo que renuncian a percibir remuneración alguna por la reproducción, distribución, transformación y comunicación pública de su trabajo a favor de las editoriales. Además, la mayoría de las revistas se editan en formato electrónico y solo requieren del mantenimiento de sus plataformas de pago, acceso y descarga de contenidos.
Po otro lado, se trata de un negocio de difícil saturación porque el avance de la ciencia y la hiper especialización de la investigación en campos cada vez más específicos abren nichos para nuevas revistas igualmente especializadas. Además, es un mercado que tiene una demanda inelástica, es decir, que un aumento del precio de venta no reduce la demanda, ya que el control casi total de las editoriales comerciales sobre la ciencia publicada minimiza el poder de negociación de las instituciones que compran las licencias de acceso.
Finalmente, el modelo de negocio de facturación múltiple permite cobrar por el mismo servicio a los autores y a las bibliotecas de una misma institución, sin que haya controles que lo impidan.
Excelencia y prestigio como moneda de cambio
¿Por qué se siguen utilizando las revistas académicas y sus viejos estándares para comunicar los últimos avances de la ciencia? ¿Cuál es la razón de ceder la explotación de derechos de autor a las grandes cabeceras y destinar ingentes cantidades de dinero público a comprar el contenido que los mismos gobiernos han financiado? La respuesta es que los sistemas públicos de ciencia tienen privatizado el concepto de excelencia y la contraprestación al esfuerzo intelectual descansa sobre el prestigio como forma de pago.
Los proveedores comerciales de recursos científicos son quienes acuñan esa moneda a modo de bancos centrales, defendiendo su papel desde una atalaya inexpugnable. El prestigio se otorga de forma casi exclusiva a través de la revista en la que se publican los artículos, aunque el conocimiento se produzca cada vez más en una amplia diversidad de formatos: monografías, datos, software, asesoramiento, divulgación o protocolos.
A la hora rentabilizar el prestigio, tantos artículos publicas (en según qué cabeceras), tanto vales. Esos méritos son los que permiten al personal investigador optar a nuevas fuentes de financiación, tanto proyectos como ascensos en la carrera académica, y retroalimentar el ciclo de financiación, ejecución, comunicación y evaluación del proceso investigador.
En los procesos de evaluación de la investigación, los poderes públicos recurren a contabilizar esta moneda de prestigio usando el miope oráculo de las bases de datos de referencias bibliográficas comerciales y sus limitadísimos sistemas de indexación plagados de sesgos geográficos, lingüísticos o disciplinares. Estos sesgos obstruyen el correcto registro de todo el caudal de conocimiento a nuestra disposición y nos inducen a creer que la excelencia es limitada, excluyente y privativa, cuando no lo es.
Infraestructuras digitales para cambiar el mundo
Si la ciencia es un bien público, sus vías de comunicación, evaluación, acceso y preservación a largo plazo también deberían ser públicas (y gratuitas). Desde principios de la década de 2000 hasta nuestros días, tanto en América Latina y el Caribe (LAC) como en Europa se han multiplicado las iniciativas a favor del acceso libre y gratuito a los resultados de la investigación y a favor de una ciencia abierta que reconozca todos los formatos en los que se expresa el avance del conocimiento, rediseñe nuevos procesos de evaluación del mérito curricular e incluyan a la sociedad en todas las fases del proceso científico. Las infraestructuras digitales públicas, no comerciales, descentralizadas y gratuitas son la base de esas acciones y la vía para devolver la ciencia a la sociedad.
La república de la ciencia debe seguir siendo gobernada por las comunidades científicas sin fronteras geográficas. El cambio de paradigma hacia una ciencia abierta, accesible, trasparente y reproducible ha de hacerse de forma coordinada. El conocimiento debe seguir siendo un bien público que mejore la vida de la humanidad y resuelva los problemas de nuestras sociedades. Por ello, Europa debe aprender de las iniciativas impulsadas en LAC, y LAC debe alinear políticas y estrategias con Europa. Ambas regiones deben compartir foros de decisión, experiencias y recursos. El diálogo es necesario, el momento es ahora.
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