Bojayá, Colombia.
Mujeres afrocolombianas e indígenas de Bojayá, un pueblo enclavado en la selva colombiana y marcado por el conflicto, se dedican desde hace cinco años a ser «voces de resistencia» para recordar las tradiciones a los niños que han olvidado sus raíces por la llegada de la tecnología.
Tras la masacre perpetrada por la guerrilla de las FARC en este municipio del departamento del Chocó (oeste) el 2 de mayo de 2002, en la que perdieron la vida cerca de un centenar de hombres, mujeres y niños, las vidas de los que sobrevivieron nunca volvieron a ser las mismas.
Y con la llegada de los televisores y los teléfonos celulares muchos niños nunca tuvieron la oportunidad de jugar como lo hacían sus padres y abuelos.
Aquel fatídico 2 de mayo los guerrilleros lanzaron un cilindro bomba contra la iglesia del pueblo donde se había refugiado la gente durante un combate contra los paramilitares, templo del que hoy sólo quedan unas ruinas que supo aprovechar un grupo de mujeres para formar y educar a niños en tradiciones y cultura.
En el caserío de Pogue, María Eugenia Velásquez, conocida en su comunidad como ‘Mayito’, es una de las líderes de las cantadoras, mujeres que cantan ‘alabaos’ (cantos fúnebres y de alabanza) ante la atenta mirada de niñas que sueñan con un día cantar con ellas.
Los niños que hacen parte de esta iniciativa, agrupados en 40 o 50 por pueblo, se hacen llamar ‘semilleros’, y tienen entre ocho y catorce años.
Cantos y medicina
En Pogue y Bellavista, que hacen parte de Bojayá, conviven indígenas y afrodescendientes cuyas tradiciones sobrevivieron a la tragedia gracias a las enseñanzas y al empeño de mujeres que les enseñan sobre sus cantos, juegos de infancia y plantas medicinales.
En la conmemoración de los 22 años de la masacre, celebrada a principios de este mes, cientos de niños de Bojayá corrían entre las ruinas, saltando los charcos formados en el suelo por las fuertes lluvias que caracterizan a esta zona situada a orillas del río Atrato, entre los departamentos del Chocó y Antioquia.
Muchos de ellos vestían camisetas que en su espalda llevaban estampada la palabra ‘semilleros’ y cuatro de esos jóvenes explicaron que el grupo les sirve para «aprender a jugar» pero también para «aprender cosas que no se enseñan en la escuela».
Una de las tradiciones que mantienen es la del cultivo de plantas medicinales en la Institución Educativa Cesar Conto, de Bellavista, un pueblo de casi 4.000 kilómetros cuadrados en donde viven más de 13.000 personas, de las cuales un 31 % son niños menores de 12 años.
En el pueblo, según cuentan las cantadoras, sólo tienen un centro de salud que queda «demasiado lejos» de sus casas, por lo que necesitan preservar las técnicas naturales de sanación.
Hay comunidades que para llegar al centro de salud San Francisco de Asís, en Quibdó, la capital del Chocó, deben navegar hasta 12 horas en épocas de lluvias y 24 horas durante el verano.
«No podemos dejar que se olviden las antiguas usanzas», dice Mayito.
Aprender para enseñar
Jimmy Murillo, integrante de los semilleros, explica que agradecen el trabajo de las mujeres que decidieron emprender el proyecto y afirma que quiere «seguir aprendiendo para, más adelante, poder formar a otros semilleros y seguir enseñando a los niños».
Ellos quieren devolver a su comunidad lo que las cantadoras de Pogue les enseñaron durante cinco años: «La idea es mantener la tradición viva para que no se pierda y para educar sobre nuestras raíces a todos los niños que vengan».
Los semilleros están presentes en tres comunidades de las 33 que componen Bojayá: Charco Gallo, Salina y Puerto Antioquia. ‘Mayito’ explica que aunque quieren proseguir en otros caseríos no tienen financiación, para llegar hasta ellos con su defensa de la tradiciones.
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