Por: Pamela Bravo.
En un mundo que arde, se inunda y se quiebra bajo el peso del cambio climático, los bosques siguen siendo nuestro mejor escudo y, paradójicamente, el recurso que más devastamos. Cada árbol en pie es un respiro para la atmósfera, un refugio para la biodiversidad y un freno a la desertificación. Solo en 2022 el mundo perdió 6,6 millones de hectáreas de bosque, el equivalente a 9 millones de canchas de fútbol. Global Forest Watch estima que esta deforestación liberó 2,7 gigatoneladas de CO2 a la atmósfera.
Frente a esta deforestación, la expansión urbana sin freno y la escasez de recursos o ceguera de los gobiernos, la conservación privada se ha convertido en una estrategia fundamental.
A diferencia de las reservas estatales, estas iniciativas dependen de la voluntad de personas y comunidades que deciden proteger sus tierras a largo plazo, evitando que terminen en manos de industrias extractivas o del mercado inmobiliario. Es un acto de resistencia, responsabilidad y esperanza. No se trata de un ideal: el bienestar de aproximadamente 1.600 millones de personas depende directamente de los bosques. Muchas de estas comunidades los protegen y, con ellos, resguardan el planeta.
La conservación privada genera impactos positivos a nivel local, económico y ambiental. Complementa las áreas protegidas públicas al conectar ecosistemas fragmentados y ampliar la cobertura de conservación.
En América Latina, donde se concentra más del 50 % de la biodiversidad del planeta, esta forma de conservación ha permitido salvar ecosistemas enteros. Desde la Amazonía hasta los bosques nublados de los Andes, pasando yungas, humedales y la Patagonia, propietarios y comunidades han preservado su riqueza natural con esfuerzo y sin grandes subsidios. Hay ejemplos inspiradores que demuestran que la conservación privada es posible y funciona.
Pero no alcanza. Necesitamos más tierras protegidas y proyectos que restauren ecosistemas ya degradados. También, más políticas públicas que incentiven estos esfuerzos con beneficios fiscales, financiamiento y reconocimiento para quienes eligen proteger en lugar de explotar destructivamente.
A ello se suma la necesidad de promover la agricultura ecológica, que integra árboles con cultivos y mejora la conservación del suelo, la biodiversidad y el agua.
Queremos y requerimos más corredores biológicos, más reforestación activa y menos discursos vacíos sobre sostenibilidad.
La ambientalista brasileña Marina Silva, defensora de la Amazonía, lo resume con claridad: «La destrucción de los bosques es la destrucción de nuestra casa común. La lucha por preservarlos es la lucha por la supervivencia de la humanidad».
El planeta no tiene tiempo para promesas futuras ni acuerdos internacionales que se diluyen en la burocracia o son repudiados cuando cambia un gobierno. La crisis climática ya es hoy, y los bosques, esas comunidades de gigantes de raíces profundas y millones de hongos y bacterias, son una de nuestras últimas líneas de defensa.
La conservación privada supone una visión de futuro muy simple: que exista uno. Requiere el trabajo conjunto de gobiernos, organizaciones y ciudadanos para garantizar que los ecosistemas sigan cumpliendo su papel en el equilibrio del planeta.
Cada bosque no talado, cada bosque protegido, cada bosque recuperado, es una victoria.
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Pamela Bravo es educadora ambiental, empresaria ecológica y socia de La Bonita Ediciones. Fundadora de Compostera.cl, ha desarrollado asesorías y formación en sustentabilidad. Además, participa en la gestión de un parque de conservación de 1.600 hectáreas en la Región de Los Lagos, Chile.
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Texto publicado previamente en El Informador.
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