Abrumada por las deudas, la camboyana Chenda se vio obligada a abandonar los arrozales para trabajar con sus hijos en una fábrica de ladrillos, como miles de refugiados climáticos de este país del sudeste asiático.
«Muchas industrias del mundo emplean a refugiados climáticos. Pero lo realmente único en las fábricas de ladrillos de Camboya es que la inmensa mayoría de los obreros son prisioneros de la servidumbre debido a las deudas», afirma Naly Pilorge, directora de la asociación de derechos humanos Licadho.
Es el caso de Chenda. El propietario de la fábrica de ladrillos compró su préstamo.
Ella trabaja con su hija Bopha, de 14 años, en la aldea de Thmey a unos 40 km al norte de Phnom Penh, en una pista de tierra con cientos de hornos para ladrillos que parecen pirámides pequeñas.
Bopha trabaja 56 horas por semana cargando adoquines de arcilla en carretas.
«No voy al colegio. Intento ayudar a reembolsar los 4.000 dólares que debemos aunque llevará años», cuenta a la AFP. Viven en una choza de chapa.
«Por cada 10.000 ladrillos transportados ganamos 7,50 dólares», añade.
Camboya es uno de los países más vulnerables al cambio climático.
Al igual que Chenda, decenas de miles de agricultores camboyanos abandonaron los arrozales debido a las olas de sequía y de inundaciones. Eran incapaces de reembolsar el dinero que habían pedido prestado a un banco o a un organismo de microfinanzas para cultivar sus tierras.
Encontraron trabajo en una de las centenares de fábricas de ladrillos existentes gracias al auge de la construcción en las grandes ciudades del país.
– Deuda exponencial –
Estas fábricas emplean como «mano de obra a adultos y a niños», afirmaron en octubre unos investigadores de la universidad de Londres, que denuncian «una forma de esclavitud moderna».
Como ganan muy poco, con frecuencia los obreros son incapaces de reembolsar el dinero y la deuda va aumentando con los años.
Sov pidió prestados 2.500 dólares hace 20 años cuando comenzó a trabajar en la fábrica. Ahora, a sus 57 años, debe el doble.
«Voy a tener que dejar esta deuda a mis hijos», afirma. «Hay que alimentarlos, me enfermo con frecuencia y los tratamientos son caros».
Los obreros trabajan sin guantes ni mascarillas, cerca de unos hornos que escupen una espesa humareda negra. Las enfermedades respiratorias o de la piel, los dolores de cabeza y los sangrados por la nariz son moneda corriente.
Sov se tomará pronto dos días de vacaciones para regresar a su aldea de la provincia de Stoeng Treng, en el norte del país, pero su marido y sus hijos tienen que quedarse en la fábrica. El jefe tiene miedo de que huyamos sin pagar», explica.
Ella no tiene queja sobre el propietario de la empresa. «No nos trata mal», dice.
En otras fábricas la situación es peor.
«Algunos jefes son violentos. Son lo bastante ricos como para corromper a la policía y a las autoridades locales. Y, pese a los abusos, nunca se ha investigado a ninguno de ellos», afirma Sok Kin, presidente del sindicato de trabajadores BWTUC.
En cuanto a los obreros, «ninguno está afiliado a un sindicato, ignoran sus derechos y tienen miedo de perder el empleo», añadió.
En Camboya, la ley fija un máximo de 48 horas de trabajo semanales y prohíbe contratar a menores de 15 años.
En la fábrica de Thmey, los obreros realizan un mínimo de 60 horas por semana.
En promedio solo uno de cada 30 niños va al colegio. Los otros trabajan desde los siete u ocho años para ayudar a sus familias.
El gobierno indicó en varias ocasiones que investigará y castigará a los propietarios de hornos si se demuestra que emplean a niños. «Pero el problema perdura desde hace años y nadie hace nada», afirma Naly Pilorge suspirando.
El ministerio del Trabajo no ha contestado a las preguntas de la AFP.
Sok Kin lo tiene claro: «Hay que tomar medidas urgentemente, establecer un salario mínimo, lanzar investigaciones anticorrupción y una campaña de información a escala nacional para que los obreros conozcan sus derechos».
Por: Sophie DEVILLER y Suy SE / Agence France-Presse
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