Por María Luisa Santillán, Ciencia UNAM-DGDC
La ciudad de México-Tenochtitlán abarcaba alrededor de 13.5 kilómetros cuadrados, de los cuales sólo se ha excavado 0.5% de dicha extensión. Era enorme y majestuosa, según relatan algunos historiadores y cronistas, y en la actualidad, con lo poco que queda a la vista, aún podemos constatar la grandeza y esplendor de esta cultura.
Hoy toda esa extensión ha sido absorbida por la mancha urbana, sin embargo, gracias a distintas técnicas de prospección arqueológica es posible conocer nuestra propia historia oculta debajo de nuestros pies.
Para detectar sitios arqueológicos en zonas urbanas, existen distintas técnicas de las Ciencias de la Tierra que permiten revelar lo que está enterrado aún sin excavar; ayudan a hacer transparente el suelo y a conocer qué hay debajo de las calles, templos y parques de la ciudad, como si se realizara una radiografía o un ultrasonido, lo cual es útil para conocer si hay estructuras enterradas que formaron parte de la historia cultural de nuestro país.
El doctor Agustín Ortiz Butrón, del Instituto de Investigaciones Antropológicas (IIA) y miembro del Laboratorio de Prospección Arqueológica de la UNAM, explica que un primer paso para detectar un sitio arqueológico en un lugar como la Ciudad de México, consiste en hacer recorridos para buscar ondulaciones en el terreno.
“Esta ciudad tiene la particularidad de que fue construida sobre un lago ahora desecado. Las diferencias entre las propiedades geotécnicas de los terrenos precompactados (islotes) respecto a sus alrededores (zona lacustre), ocasionan hundimientos diferenciales que pueden reconocerse aún cuando estén cubiertos por la urbanización moderna. Y esto se ha venido evidenciando aún más con el aumento de la tasa de hundimiento de la ciudad que se ha agudizado por la extracción de agua. Por tanto, es posible reconocerlos y estudiarlos desde la superficie con una metodología apropiada”, comenta el investigador.
El Laboratorio de Prospección Arqueológica, coordinado por el doctor Luis Barba, ha realizado varios estudios sistemáticamente en zonas urbanas, con el fin de hacer un inventario de los asentamientos que existen para evitar su destrucción por las obras de infraestructura moderna, tanto en la Ciudad de México como en otras partes de la República Mexicana.
Para el caso de la Ciudad de México, en las fotografías de principios del siglo XX aún se podían ver calles muy rectas, sin embargo, por la extracción del agua, particularmente de 1940 a la fecha, estos terrenos donde alguna vez hubo asentamientos y que fueron precompactados, se están elevando respecto a las zonas que no lo fueron.
En la ciudad actual, es posible ver ondulaciones en el terreno, las cuales, por lo general, están relacionadas con la presencia de estructuras arqueológicas que están por debajo de la ciudad.
Además de acompañarse de fotografías, los investigadores también estudian mapas antiguos, como el atribuido a Hernán Cortés de 1555, en el que se ve el gran islote de México-Tenochtitlán, del que se desprenden cuatro calzadas y un conjunto de pequeños islotes alrededor.
Asimismo, en el mapa de Upsala, atribuido a Alonso de Santa Cruz de 1570, y en el de Juan Gómez de Transmonte de 1628, se observa cómo las comunidades lacustres comienzan a quedar en tierra firme y el paisaje se va modificando totalmente, “tal es el caso de Churubusco que de ser un asentamiento totalmente lacustre pasó a ser ribereño”, destaca el investigador.
Un indicador importante para reconocer áreas potenciales de estudio es que los mapas antiguos presentan los topónimos prehispánicos de las poblaciones que aún se conservan como Coyoacán, Churubusco, Iztapalapa, Azcapotzalco. Así, al visitar esos sitios, se registra la presencia de elevaciones en el terreno, que podrían sugerir la existencia de alguna estructura o sitio arqueológico enterrado y que puede ser verificado posteriormente.
Estudios antes de la excavación
Una vez que se tienen ubicados los montículos o elevaciones en las calles de la ciudad, se registran en un croquis y se emplean estudios geofísicos no destructivos, con el fin de conocer si esas ondulaciones son naturales o culturales y formaron parte de un asentamiento arqueológico.
El empleo de técnicas geofísicas como el gradiente magnético, el georradar y la geoeléctrica han probado ser útiles para localizar estructuras de interés arqueológico.
Cada una de ellas ha demostrado ser idónea para el estudio del subsuelo en zonas urbanas debido a la rapidez en la adquisición de los datos, la calidad de los resultados obtenidos, además de que no se perturba el medio ni se destruye el contexto arqueológico.
Cabe destacar que, a través de ellas, es posible medir el contraste de propiedades del terreno con respecto a lo que está enterrado para conocer su profundidad y así saber si se trata de un elemento natural o cultural.
Esta metodología aplicada sistemáticamente ha sido desarrollada por el Laboratorio de Prospección Arqueológica durante los últimos cuarenta años y ha producido resultados exitosos tanto en México como en el extranjero.
El doctor Ortiz Butrón explica que el objetivo final de la aplicación de las técnicas geofísicas en la arqueología, ya sea en contextos urbanos o rurales, es dar una visión integral de manera más rápida y confiable para proponer áreas potenciales de excavación, además de que una excavación arqueológica es muy costosa, por lo tanto, si previamente se tiene una idea clara de lo que se puede encontrar y dónde excavar, esto significaría una ganancia considerable en tiempos, costos y esfuerzo.
El contexto determina el tipo de estudio
Los contextos urbanos, dependiendo de la zona, tienen distintas problemáticas. Por ejemplo, en el caso de Cuicuilco, ubicado al sur de la Ciudad de México, y cuyo asentamiento fue destruido y cubierto en algunos lugares por flujos de lava basáltica de hasta 10 m de altura por la erupción del volcán Xitle, hace que el excavarlo sea una actividad difícil, sin embargo –explica el investigador– utilizando técnicas no destructivas como el georradar y una antena de 200 MHz se podría atravesar esa capa relativamente fácil y buscar evidencias del paleosuelo y de otras estructuras cercanas al basamento principal.
Lo mismo ocurre con otras zonas arqueológicas ubicadas en zonas urbanas, como las halladas en Mérida, entidad que se encuentra sobre un sitio muy importante maya llamado T´Ho, que en tamaño era similar a Chichén Itzá, y que fue cubierto enteramente por la actual ciudad.
Por último, en contextos urbanos también es posible localizar fauna plestocenica, como fue el caso de un mamut que se encontró en el 2011 de manera fortuita a partir del hallazgo de un molar en el poblado de Santa Ana Tlacotenco, de la Alcaldía de Milpa Alta, o los hallados en la zona de Santa Lucía.
Aplicar sistemáticamente una metodología de estudio en zonas urbanas puede ser de gran ayuda para la comprensión de los asentamientos y restos antiguos que están debajo de las urbes modernas, además de que permitiría proteger el patrimonio arqueológico y cultural de las obras de infraestructura moderna. Por lo tanto, concluye el doctor Ortiz Butrón, “se hace imperativo un proyecto de mayor envergadura que ayude a planificar y redirigir obras y construcciones en el centro histórico planeando con tiempo su viabilidad”.
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