A pesar del gran daño ambiental y a la salud humana que provocan, el uso de pesticidas sintéticos no deja de crecer. Unos 60 años después de la publicación del libro Primavera silenciosa (1962) —en el que la bióloga Rachel Carson denunció los efectos nocivos de productos químicos de alta toxicidad como el DDT—, en todo el mundo se usan más cantidades de insecticidas, fungicidas y herbicidas que nunca.
Según el Atlas de los pesticidas (2023), publicado por la Fundación Heinrich Böll, en los últimos 20 años el mercado de estos agrotóxicos se ha duplicado. A la par han aumentado los afectados: la Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que cada año se producen a nivel global 385 millones de casos de intoxicación y 200 mil muertes por estos productos sintéticos que penetran el suelo, llegan a las aguas subterráneas o que dejan residuos en los alimentos.
América Latina como en el resto del Sur global, donde las regulaciones sanitarias, ambientales y de seguridad a menudo son más débiles— es la región en la que más crecieron: un 119 % desde 1999, en especial impulsados por el cultivo de plantas genéticamente modificadas como la soja, diseñadas por las mismas corporaciones que producen los herbicidas.
“En Argentina, hay un abuso del glifosato. Es un desastre lo que se está haciendo”, dice a SINC el biólogo molecular Federico Ariel, reciente ganador del Premio Unesco-Al Fozan para Jóvenes Científicos. “Se está usando nueve veces la dosis recomendada de este herbicida”, apunta.
Según un relevamiento de la Universidad Nacional de La Plata, el 76,6 % de las frutas y hortalizas que llegan a las mesas argentinas están contaminadas con agrotóxicos. Una investigación de 2019 detectó que en este país sudamericano se usan 107 productos prohibidos o no autorizados en otros países, de los cuales un 33 % son plaguicidas altamente peligrosos según la OMS y la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura).
El cambio climático y la inminente necesidad de cantidades cada vez mayores de alimentos para la población mundial plantean enormes desafíos a la agricultura.
“Para impulsar una segunda revolución verde, necesitamos urgentemente reemplazar los pesticidas sintéticos por soluciones menos tóxicas”, señala este científico argentino del Instituto de Agrobiotecnología del Litoral (Conicet/Universidad Nacional del Litoral). En sus palabras, “las tecnologías basadas en ARN sintéticos en las que trabajamos permiten resguardar la productividad de los cultivos y a la vez proteger el ambiente y la salud humana”.
¿En qué consisten estas innovaciones?
Desarrollamos una especie de vacuna para los cultivos. Básicamente, les damos información a las plantas. Les mostramos un segmento del genoma de un patógeno. Es algo muy parecido a lo que se hace con las vacunas de ARN contra la Covid-19. Los humanos necesitamos que nos inyecten estas vacunas que hacen que generemos anticuerpos contra el coronavirus. Pero las plantas son capaces de absorber ARN. Al mostrarle un segmento de un patógeno codificado en ARN, lo reconocen como extraño y generan moléculas, pequeños ARNs, para defenderse por sí solas de la infección.
¿Y cómo se aplica?
Con un spray. Una persona puede recorrer la plantación con una mochila y rociar las plantas. Pero también se puede hacer mediante aviones.
¿En qué se diferencia esto de los pesticidas?
En que no genera un impacto negativo en el ambiente o en la salud humana. En la actualidad, en agricultura se usan fungicidas de amplio espectro: matan al hongo patógeno pero también aniquilan a todos los hongos buenos del agroecosistema y todo lo que hay allí: a los ratones, renacuajos y también a las abejas que, como polinizadoras, son cruciales para la estabilidad del ecosistema. Y, encima, contaminan el agua y ponen en peligro la salud humana. Esta tecnología de ARN, en cambio, se degrada rápidamente sin dejar rastro, ayuda a eliminar la plaga sin los efectos nocivos de los pesticidas y no altera el genoma de los cultivos.
Para desarrollar esta solución amigable con el ambiente y la salud humana, en 2022, creó la empresa de biotecnología ‘APOLO Biotech’ con base en la ciudad de Santa Fe. Pero, ¿cómo surgió la idea?
En mi posdoctorado en Francia, comencé a trabajar en biología de ARN en plantas. En un momento, con mi equipo nos dimos cuenta de que podíamos comunicarnos con las plantas usando ARN exógeno, es decir, producido fuera de estos organismos vivos para ‘entrenarlos’, a fin de que desarrollen una respuesta inmune específica contra los patógenos. Tras mi repatriación a la Argentina, en 2016, colaboramos con varios grupos locales que trabajan en nanotecnología y pudimos estabilizar las moléculas de ARN, presentes en todas las células, donde juegan un papel fundamental en la transmisión de información genética al operar como intermediarias entre el ADN y las proteínas.
¿Para qué tipo de plantas están pensadas estas ‘vacunas’?
A priori, para cualquier tipo de cultivos. Aunque estamos más focalizados en cultivos intensivos como frutales y hortalizas por una cuestión básicamente social: son de consumo directo humano. En general, en Argentina y América Latina todas las frutas y hortalizas se producen en los cordones periurbanos. Arrojar agroquímicos allí tiene un impacto directo en las personas. Además, los residuos de esos pesticidas en una manzana o en un tomate terminamos comiéndolos. Tenemos ensayos en peras y manzanas en la Patagonia, vid en Mendoza, bananos en el norte argentino, papa, lechuga y tomate. Y también en maní (cacahuete).
¿En qué patógenos se enfocan?
En especial, en hongos y virus. No existen productos químicos contra virus en la agricultura. En general, lo que se hace es matar al vector que lo transmite. Lo que nosotros hacemos es altamente específico: diseñamos ARN para tal o cual tipo de hongos. Uno de los patógenos que estudiamos es Botrytis cinerea, un hongo que infecta las uvas y prácticamente todas las frutas y hortalizas, y provoca podredumbre. Actualmente se controla con agroquímicos.
¿Y si estos patógenos mutan y se vuelven resistentes?
Debido al fitomejoramiento o mejoramiento genético, estamos en una carrera permanente con los patógenos en la agricultura. Siempre habrá una nueva variante que va a volver a atacar a los cultivos. A diferencia de los pesticidas sintéticos, nuestro proyecto es altamente versátil: podemos tomar un hongo que ataca a las bananas y que produce la enfermedad Sigatoka Negra, secuenciarlo y volver a diseñar una nueva vacuna de ARN. Es parecido a lo que ocurrió durante la pandemia de Covid-19: cuando surgieron variantes nuevas del coronavirus, resistentes a las vacunas como delta y ómicron, la empresa Moderna las secuenció, se fijó cuáles eran las mutaciones y sacó una nueva vacuna..
¿La pandemia marcó un antes y después para las soluciones basadas en ARN?
Absolutamente. El ARN, gracias a la pandemia de Covid-19, se instaló en el centro de la biotecnología en el siglo XXI: es superversátil. Es el lenguaje universal entre todos los seres vivos. Puedo ‘hablar’ con la planta y decirle cómo defenderse de un patógeno. Antes de la pandemia, conocíamos cómo funcionaba. Pero trabajar con ARN y sobretodo con ARN sintéticos era muy costoso.
¿Por qué cree que en las grandes ciudades de América Latina los habitantes no se alarman mucho por los pesticidas?
Porque no los ven. No es el caso de las ciudades más pequeñas, cercanas a las fincas. En Argentina, hay unas 15.000 escuelas rurales que conviven con la producción agraria. En provincias como Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos, los ciudadanos están en riesgo por las fumigaciones constantes que se llevan a cabo sin control en los campos cercanos. Ese desinterés de los habitantes de los grandes centros urbanos hizo que estos productos sintéticos crecieran mucho.
Además, los agroquímicos ayudan a que aumente la productividad pero con efectos nefastos. El uso intensivo de fertilizantes y pesticidas sintéticos ha contaminado el agua, el suelo y los alimentos. Se necesita un urgente cambio de paradigma en la producción de alimentos en la Argentina y en el mundo. Y, además de lo que ya se aprecia en la industria farmacéutica, el potencial de las tecnologías de ARN para la agricultura sostenible parece ilimitado.
Usted ha señalado que, primero, hace falta entender a las plantas para luego diseñar estrategias de agricultura sostenible. ¿Qué es lo que más le atrae de estos organismos?
Hay científicos que trabajan en biología molecular de plantas, pero en su casa no tienen ni un cactus. No es mi caso. Siempre me gustaron las plantas. De chico tuve una huerta. Mi abuela me transmitió todo su amor por las plantas. Ya de mayor, trabajando en el laboratorio, le he preguntado varias veces cómo hace para tener las plantas como las tiene. Nuestra relación con estas especies vegetales está mediada por la paciencia. No se tiene una flor de un día para el otro.
Es un vínculo de mucho respeto y que se mueve con tiempos más laxos. Eso, además de su increíble plasticidad para adaptarse al ambiente, a mí me seduce. Y también me fascina.
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