La paloma migratoria, el tigre de Tasmania, el baiji o delfín del río Yangtsé son algunas de las víctimas recientes de lo que muchos científicos han declarado como la sexta extinción masiva; esta vez, producida por el hombre.

Al consenso de que la acción humana está acabando con especies de vertebrados a un ritmo mucho más acelerado que al que desaparecerían de otro modo, se suman los resultados de un análisis de la Universidad de Stanford (EE UU) y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) publicado esta semana en Proceedings of the National Academy of Sciences.

El trabajo muestra que la crisis puede ser aún más profunda, ya que, hasta ahora, se hacía fundamentalmente hincapié en las extinciones de especies. Esta investigación comprueba, sin embargo, que algunas de las más recientes desaparecidas fueron también el último miembro de su género, la categoría superior en la que los taxónomos clasifican las especies.

Gerardo Ceballos, investigador principal del Instituto de Ecología de la UNAM, y Paul Ehrlich, profesor emérito de Estudios de Población en la Facultad de Humanidades y Ciencias de Stanford, han descubierto que se están perdiendo ramas completas en lo que denominan una “mutilación del árbol de la vida”.

La tasa actual de extinción de géneros de vertebrados supera en 35 veces la del último millón de años, según el estudio. Al paso que lleva la aniquilación de fauna en los pasados cinco siglos, la influencia humana en la actual crisis ambiental resulta innegable.

Ante la consulta de SINC, el investigador Gerardo Ceballos asegura que utilizar la noción del “árbol de la vida, como le llamó Charles Darwin, es una manera sencilla para entender la complejidad» de la vida.

“El árbol de la vida significa básicamente dos cosas —continúa—; la primera es la relación evolutiva de los seres vivos, es decir, en el árbol de la vida, la posición de las ramas indica qué tan cercana es la relación de una especie o género con otros y otras”.

Por otro lado, “el grosor y la posición de las ramas determinan el impacto que tiene la extinción de géneros o especies en la evolución de la vida en la Tierra, así como en el bienestar de los humanos”, explica.

“Usar el árbol de la vida en este estudio nos permite visualizar que la extinción de géneros está causando un impacto severo en la diversidad biológica del planeta”, subraya.

Según describe Ceballos, “a largo plazo, estamos abriendo una gran brecha en la evolución de la existencia en el planeta”. Pero, además, “en este siglo, lo que le estamos haciendo al árbol de la vida causará mucho sufrimiento a la humanidad”.

Por su parte, Ehrlich, que también es miembro emérito del Instituto Woods de Stanford para el Medio Ambiente, añade: “Lo que estamos perdiendo son nuestros únicos compañeros vivos conocidos en todo el universo”.

Aniquilación biológica

Gracias a la información sobre el estado de conservación de las especies elaborada por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) y Birdlife International, entre otras listas y bases de datos fidedignas, los autores han podido evaluar la extinción a nivel de género.

A partir de esas fuentes, los autores examinaron 5 400 géneros de animales vertebrados terrestres, que comprenden 34 600 especies. Según se reseña en el trabajo, desde el siglo XVI se han esfumado 73 géneros de este grupo de animales. Las aves sufrieron las mayores pérdidas, con 44 extinciones de géneros, seguidas por los mamíferos; luego, los anfibios y los reptiles.

El artículo se centra en la tendencia o magnitud de la pérdida, ratifica Ceballos: “A las extinciones de hace millones de años se les llama extinciones normales o extinciones de fondo. En el estudio indicamos que, por ejemplo, las aves sufrieron una tasa de extinción 50 veces mayor en tiempos recientes que la que ocurrió durante los últimos millones de años”. 

Si se hubiera seguido la tendencia histórica, “se esperaría que se hubiera extinguido un género de aves en los últimos 500 años; sin embargo, se perdieron 44 genes”, argumenta.

Los géneros que se extinguieron en los últimos cinco siglos “deberían haber desaparecido en 26 100 años”, lo que significa que “en el Antropoceno, las extinciones se han acelerado de una manera verdaderamente alarmante”, expresa.

En otras palabras, en cinco siglos, la acción humana ha desencadenado una oleada de extinciones de géneros que, de otro modo, habrían tardado miles de años en acumularse. Este fenómeno es el que el artículo llama una “aniquilación biológica”.

“Como científicos, tenemos que tener cuidado de no ser alarmistas”, reconoce Ceballos. No obstante, la “gravedad de los hallazgos”, en este caso, exige un lenguaje más contundente de lo habitual, según admite. “No sería ético dejar de explicar la magnitud del problema, ya que nosotros mismos, así como otros investigadores, estamos alarmados”, confiesa.

Pérdidas para las que faltan palabras

A muchos niveles, las extinciones de géneros afectan más que las de especies. Cuando una especie desaparece, explica el experto, otras especies de su género pueden desempeñar al menos parte de su función en el ecosistema. Y como esas especies conservan una porción del material genético de sus primas extinguidas, también mantienen algo de su potencial evolutivo.

Como en el árbol de la vida, si se cae una sola “ramita” (una especie), otras cercanas pueden ramificarse con relativa rapidez, llenando el vacío, como lo habría hecho la original. En ese caso, la diversidad de especies del planeta permanece más o menos estable.

Dos ejemplares del tigre de Tasmania (o tilacino), fotografiados en 1902. Este animal fue el último miembro viviente de su género. / Fuente: Smithsonian Institution / CC Wikipedia.

Pero cuando se caen “ramas” enteras (géneros), queda un enorme agujero en la cubierta vegetal, una pérdida de biodiversidad que puede tardar decenas de millones de años en “rebrotar”, mediante el proceso evolutivo de la especiación.

Según Ceballos, la humanidad no puede esperar tanto tiempo a que se recuperen sus sistemas de soporte vital, dado que la estabilidad de nuestra civilización depende, en gran medida, de los servicios que presta la biodiversidad de la Tierra.

“Las plantas y animales silvestres, integrados en ecosistemas, proveen esos servicios ambientales”, especifica. Para ilustrar el valor que estos tienen, el experto los equipara con “beneficios como la combinación adecuada de los gases de la atmósfera para que la Tierra sea habitable, la polinización del 70 % de los cultivos que usamos, y un sinnúmero de productos como madera, esencias, forraje, miel, etcétera”. De ahí que, “cada vez que perdemos un género, estemos perdiendo la capacidad del planeta para mantener la vida, en general, y el bienestar humano, en particular”, aclara.

Consecuencias de una brecha evolutiva

El autor clama por hacer comprender que “la desaparición de una especie o un género de plantas o animales tiene repercusiones en la historia de la vida en la Tierra, en el futuro de la evolución y en nuestro bienestar, que depende del buen funcionamiento de la naturaleza”.

No obstante, el término “bienestar” parece insuficiente para alertar sobre la incidencia en la salud humana que puede tener la desaparición de un solo género animal. Por ejemplo, cuando se constata la creciente prevalencia de la enfermedad de Lyme, debido a que los ratones de patas blancas —principales portadores de la enfermedad— solían competir con las palomas migratorias por alimentos como las bellotas. Con la desaparición de estas aves y la disminución de depredadores como lobos y pumas, las poblaciones de ratones se han disparado y, con ellas, los casos humanos de esta dolencia.

Pero, además de la explosión proporcional de desastres para la humanidad, la extinción masiva también conlleva una irreparable pérdida de conocimientos. Ceballos y Ehrlich señalan a la rana incubadora gástrica, también último miembro de un género extinguido, como una ocasión malograda para seguir indagando en enfermedades del estómago. Sucede que aquellas hembras de rana se tragaban sus propios huevos fecundados y criaban renacuajos en sus estómagos, mientras desactivaban el ácido estomacal.

Todo esto sin contar con el empeoramiento de la crisis climática: “La alteración del clima está acelerando la extinción, y la extinción está interactuando con el clima, porque la naturaleza de las plantas, animales y microbios del planeta constituye uno de los grandes determinantes del tipo de clima que temenos”, advierte Ehrlich.

Una respuesta crucial, y aún ausente

Por su parte, Ceballos enfatiza en el impacto que “estas extinciones tienen y pueden tener en la civilización”. Estas pérdidas, “en combinación con el cambio climático y otros problemas ambientales”, pueden traer aparejado “un colapso de la civilización en las siguientes décadas”, en sus propias palabras.

Para evitar nuevas extinciones y las consiguientes crisis sociales, Ceballos y Ehrlich reclaman una acción política, económica y social inmediata, a escalas sin precedentes.

La prioridad del esfuerzo deben ser, a su juicio, los trópicos, ya que las regiones tropicales presentan la mayor concentración tanto de extinciones de géneros como de géneros con una sola especie restante.

“El tamaño y el incremento de la población humana, la creciente escala de su consumo y el hecho de que el consumo sea muy desigual resultan partes importantes del problema”, a criterio de los autores.

Con todo, Ceballos declara que “aún estamos a tiempo de evitar los impactos más severos de la extinción de la biodiversidad”. Aunque, “la ventana de oportunidad es pequeña y se está cerrando rápidamente, lo que hagamos en las siguientes dos décadas determinará el futuro de la biodiversidad y de la civilización”, concluye.