Brasil.
Junto a otros cuatro «garimpeiros«, como se conoce en Brasil a los mineros que operan en la ilegalidad, Nunes trabaja en una explotación de cobre en Canaã dos Carajás, una pequeña ciudad del estado de Pará (norte) que vive en los últimos años un boom gracias a la minería.
En esta tierra de contrastes, un centenar de «garimpos», según estiman líderes locales, conviven con la mina de hierro S11D del gigante Vale, una de las mayores a cielo abierto en el mundo y que convirtió en 2020 al municipio en el de mayor PIB per cápita de Brasil.
El garimpo de cobre es una estructura relativamente sencilla.
Sobre el suelo, una tapa de madera de 1,40 por 1,40 metros es la puerta a una excavación de 20 metros de profundidad por donde varias veces al día los garimpeiros descienden colgados de un arnés enganchado a un cable de acero, taladro en mano.
Después, la polea eléctrica los trae de nuevo a la superficie, con un gran balde de plástico azul cargado con decenas de kilos de piedras brillantes.
Nunes, de 28 años y garimpeiro desde hace siete, es responsable de operar la polea. Admite que trabaja «con un ojo acá (en la mina) y otro mirando hacia el costado».
«Porque en cualquier momento puede llegar la policía», explica a la AFP.
«Si fuese legal, trabajaríamos con menos miedo», admite Nunes, que define su trabajo como un «servicio» cualquiera que eligió por la paga, superior a muchos otros, de 150 reales (30 USD) diarios que recibe del dueño de la mina.
Daño ambiental
Cada tonelada de cobre extraída es vendida por unos 800 dólares en promedio. En este garimpo, donde trabajan cinco personas, la producción suele superar la tonelada diaria.
La extracción clandestina en Canaã tiene como principal destino la exportación a China, según la policía brasileña.
La mayoría de los garimpos son de cobre, aunque la policía también ha detectado de oro, con un impacto medioambiental mayor, puesto que además de la remoción del suelo y la deforestación del área, usan sustancias tóxicas como el mercurio.
A un ritmo similar al del crecimiento de las regalías, con el comienzo de la actividad de la mina de hierro S11D en 2016, la población saltó de 26.000 habitantes a 75.000 en 12 años.
En esta ciudad, el exmandatario ultraderechista Jair Bolsonaro (2019-2022) derrotó al presidente Lula da Silva por 63% a 37% en el balotaje de las presidenciales de octubre, a contramano del resultado nacional y estatal.
Durante su administración, Bolsonaro tuvo como una de sus principales banderas el estímulo a garimpos, inclusive en la Amazonía brasileña, e intentó regularizar la actividad en tierras indígenas.
Lula, en cambio, asumió prometiendo fortalecer la represión de esas explotaciones.
La policía intensificó la fiscalización en los últimos meses de 2022, con seis operaciones en la región que constataron un «gravísimo daño ambiental»: desde grandes áreas de vegetación deforestadas y convertidas en enormes piscinas de lodo con sustancias tóxicas a ríos con una «severa modificación» del color.
Cuando encuentra garimpos, la policía suele incendiar las estructuras, anegar pozos e incautar o inutilizar motores.
Algunos garimpeiros vuelven a trabajar al día siguiente, asegura Genivaldo Casadei, tesorero de una cooperativa local de pequeños mineros que intentan regularizarse.
«En las capitales se ve al garimpeiro como un delincuente, un ladrón. Pero son padres de familia detrás de su sustento», dice este hombre, de 51 años.
«Si estuviera regularizado (el garimpo) se generarían más empleos y recaudación para los municipios. Canaã podría ser la ciudad más rica del planeta», defiende Casadei, quien afirma que hubo conversaciones avanzadas con la agencia federal de minería para legalizar garimpos, truncadas tras la derrota de Bolsonaro.
Nuevas oportunidades
Los garimpeiros critican que la explotación legal esté reservada a Vale, que emplea a 9.000 personas y mantiene el derecho de posesión sobre la mayor parte del subsuelo de la zona, aunque solo explota un 13%.
Y alegan que obtener la documentación para operar de forma legal es prácticamente imposible.
Agachado, sobre un montículo de piedras brillantes junto a un pozo minero, Valmir Souza golpea con un martillo fragmentos de rocas extraídas, para separar el polvo del cobre.
«Es un trabajo duro, peligroso, tenemos que estar atentos para no lastimarnos», dice este hombre de 33 años y tez morena, que viste guantes, botas de goma y un casco blanco.
Llegó hace siete meses desde su estado, Maranhao (noreste), el más pobre de Brasil y donde trabajaba como profesor de capoeira, atraído por nuevas «oportunidades» y mejor salario.
«Tenemos que trabajar escondidos. Porque si no, ¿qué vamos a hacer?», se resigna.
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