Iberoamérica.
Aunque hay consenso sobre los efectos negativos de los pesticidas sobre la salud humana, la heterogeneidad y limitaciones de los estudios en América Latina socavan su solidez y limitan la llegada a quienes formulan políticas, concluye una revisión publicada en Environmental Health Perspectives (EHP) sobre 233 investigaciones realizadas entre 2007 y 2021.
Pese a que, según la revisión, América del Sur y Central son las regiones que registran el mayor consumo de pesticidas per cápita (1,8 kg por persona al año) del mundo, los expertos internacionales advierten en el estudio que las investigaciones sobre sus efectos desarrolladas en la región resultan “dispersas”.
La exposición a pesticidas puede ocurrir tanto en el campo y en los hogares, por el traslado directo de sus residuos o el consumo de agua y alimentos contaminados. “El riesgo de toxicidad aguda o crónica está directamente relacionado con la probabilidad, frecuencia y duración de los contactos”, explica en un correo electrónico a SciDev.Net Gabriela Rovedatti, del Laboratorio de Toxicología de Mezclas Químicas de la Universidad de Buenos Aires (Argentina), que no participó en el estudio.
En ese sentido, los autores recomiendan realizar estudios más sólidos, integrar sus resultados a nivel continental e informar mejor a los sistemas de salud.
No obstante, el informe reconoce una “evidencia consistente” de que la exposición a pesticidas daña el material genético de niños y adultos mediante alteraciones cromosómicas, estrés oxidativo y muerte celular. Cita, por ejemplo, la investigación que reportó “daño citogenético aumentado entre personas viviendo cerca de campos agrícolas” en la provincia argentina de Córdoba.
El perjuicio se debe a plaguicidas usados en los cultivos de soja y maíz, sugiere en otro correo electrónico a SciDev.Net Celeste Salinero, una de las autoras de ese informe e investigadora de la Universidad Nacional de Río Cuarto.
La aplicación de pesticidas también se asoció “consistentemente” a desórdenes neuroconductuales entre trabajadores agrícolas y niños, agrega la investigación regional.
“No solo hablamos de problemas de los nervios distales, como los que están en brazos y piernas, sino también de la forma en que funciona nuestro cerebro”, aclara a SciDev.Net vía telefónica Ana María Mora, investigadora de la Universidad de California y una de las autoras de esa revisión.
El estudio reportó problemas de cognición, memoria, ansiedad y depresión entre niños y adolescentes, así como ideaciones suicidas y desórdenes neurodegenerativos entre adultos.
Aun en concentraciones bajas, los plaguicidas pueden actuar como disruptores endocrinos, agrega Rovedatti, que también menciona daños al ADN de trabajadores agrícolas, síntomas cardiorespiratorios y dermatológicos en agro-aplicadores y posibles complicaciones durante el embarazo.
La evidencia recopilada no resultó concluyente en cuanto a problemas reproductivos, bajo peso natal, malformaciones congénitas y cáncer. Sin embargo, “los pocos artículos publicados indican una probable asociación entre la exposición de los padres —antes, durante y después del embarazo— y el riesgo de leucemia infantil”, confirma Mora.
“Los estudios de cáncer son de casos y controles, con lo cual la evaluación se hace de forma retrospectiva”, explica. Como además se trata de reportes con pocas muestras, “deberían ser longitudinales y con miles de participantes, ya que se la considera una enfermedad poco frecuente”.
A nivel general, la heterogeneidad metodológica se debe a que no se midió la exposición ni se evaluaron los efectos de la misma forma. Algunos estudios usaron vías indirectas (cuestionarios, auto-reportes) y otros buscaron biomarcadores (presencia de sustancias químicas). Incluso en estos últimos, los metabolitos se midieron tanto en orina como en sangre, lo que dificulta sensiblemente las comparaciones.
Los investigadores también critican la escasa cantidad de estudios sobre la exposición a productos de uso extendido, como el glifosato, y sobre aquella que se da en los primeros meses de vida y en los enfermos crónicos. Apenas tres trabajos examinaron los efectos de las mezclas de pesticidas con métodos estadísticos.
Ante este panorama recomiendan fortalecer las capacidades de investigación para aumentar el rigor de los estudios y generar evidencia más robusta, algo “esencial para informar las políticas públicas y los programas de vigilancia”.
También destacan la necesidad de incorporar biomarcadores que reflejen la exposición a productos específicos y en diferentes momentos. Solo sucederá, advierte Mora, cuando los países aumenten el financiamiento a investigaciones prolongadas.
Para aquellas donde resulte imposible se recomienda incorporar dinámicas menos susceptibles a sesgos personales, como el monitoreo del aire y el agua.
El trabajo también advierte sobre la importancia de una mayor colaboración al interior de la región, con equipos interdisciplinarios que contribuyan a la homogeneización de abordajes, la comparación de resultados y el avance hacia regulaciones consistentes.
En otro nivel, Mora recuerda la importancia de que los agricultores usen equipo de protección y reciban entrenamiento sobre el manejo de plaguicidas. En el caso de embarazadas y niños, resultan “sumamente importantes los programas de educación para comprender los riesgos asociados al contacto” incluso con los insecticidas hogareños.
Otras recomendaciones son cerrar puertas y ventanas de casas cercanas al campo durante las fumigaciones, que idealmente deberían realizarse de noche y sin viento, para evitar los efectos de deriva.
El estudio destaca, por último, la importancia de promover alternativas de alimentación sustentables. “Muchas veces, cuanto más bonitas se ven frutas y verduras, es porque más plaguicidas se usaron”, recuerda Mora. “Parte de la culpa también es del consumidor. Los productos orgánicos suelen ser más costosos; pero cuanto más se demanden, menor será su precio”.
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