Birmania.

Con menos de la mitad de su población vacunada contra la COVID-19, Birmania necesita vacunas urgentemente, pero la situación de conflicto y semi-anarquía que vive el país hace probable que, aunque reciban las dosis, se conviertan en un arma arrojadiza entre el Ejército y los rebeldes y no lleguen a todos.

En un país que en poco más de un año, desde el golpe de Estado del 1 de febrero de 2021, ha pasado de ser una de las grandes promesas de apertura asiáticas a un estado en guerra alejado de la comunidad internacional, la falta de vacunas contra la COVID-19 es el enésimo ejemplo de la disfuncionalidad de la junta de Min Aung Hlaing.

Formado por miembros de la derrocada Liga Nacional para la Democracia de Aung San Suu Kyi, que gobernó entre 2015 y 2021, el Gobierno de Unidad Nacional (NUG) se autoproclama el poder legítimo de Birmania, donde una gran parte de la población no reconoce a la junta y ha salido a las calles a enfrentarse a los generales desde la asonada.

Una situación de conflicto que ha sumido al país en la anarquía y ha colapsado múltiples servicios, entre ellos el sistema sanitario. Los médicos han sido una pieza clave del movimiento de desobediencia civil surgido tras la asonada, a lo que los militares han respondido deteniendo a más de un centenar de facultativos, según una ONG local, y cerrando centros sanitarios desleales al régimen militar.

Asimismo, la junta ha convertido las vacunas en un arma a su favor al bloquear su llegada a las fuerzas de defensa popular la guerrilla formada para combatir al Ejército y a los presos políticos y sus familiares. Aunque fuentes humanitarias también afirman que muchos de los 54 millones de habitantes han preferido no recibir las vacunas distribuidas por el régimen para mostrar su posición política o bien porque no quieren las dosis chinas.