¿Quién no conoce la anatomía de un Tyrannosaurus rex? Las películas de la saga Parque Jurásico han apuntalado en el imaginario popular sus cortas patas delanteras –que pudieron evitarle sufrir algún desmembramiento accidental durante la caza–, su ferocidad y sus enormes dientes. Pero no es el único animal que persiste en nuestra cultura a pesar de haber desaparecido.
El libro Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, y los dibujos basados en él, nos enseñaban el aspecto de un dodo, un ave no voladora que se extinguió a finales del siglo XVII. Por su parte, los mamuts lanudos son los grandes protagonistas de la cinta de animación Ice Age.
Aunque ya no podemos encontrarlos en la realidad, todos estos animales sobreviven en las pantallas y en la imaginación de mucha gente. Pero no es lo más habitual: las criaturas que desaparecen de la Tierra suelen, antes o después, hacerlo también de nuestro pensamiento.
En un reciente estudio, publicado en Trends in Ecology and Evolution, un equipo de investigadores ha bautizado a este fenómeno como “extinción social”. Utilizan este término para referirse a la desaparición de especies del conocimiento, la memoria y cultura colectivas, generalmente asociada a su extinción biológica, aunque no siempre. Algunas no están presentes socialmente a pesar de seguir vivas y hay otras que ni siquiera sabemos que existen.
Los autores aseguran que este efecto se ve acentuado por la actual crisis de biodiversidad y los cambios en la sociedad, en la naturaleza y en la relación entre ambas. La pérdida de especies y la homogeneización de las comunidades biológicas hace que se desvanezcan también las interacciones con las personas. Y una vez borradas de la experiencia humana, es más fácil que acaben siendo olvidadas.
Pero ¿qué hace que prestemos más o menos atención a ciertos seres vivos y a su desaparición?
Especies carismáticas
A pesar de estar extintos, el lobo de Tasmania y el dodo se han convertido en iconos de la conservación e, incluso, en objetivos de posibles técnicas de resurrección. Ambos cumplen los requisitos para pertenecer a la farándula animal: los más populares son normalmente grandes, coloridos y cercanos a los humanos filogenéticamente. Suelen inspirar una imagen positiva, tener alguna peculiaridad evolutiva o de comportamiento o ser peligrosos.
Algunas de estas especies llegan a convertirse en auténticas celebridades; aparecen en películas, camisetas, emblemas y productos comerciales.
Lamentablemente, esta fama puede llevar consigo una transformación cultural que desconecta la representación ficticia de su realidad biológica, sobre todo en el caso de que fueran conocidas previamente. Por ejemplo, a pesar de haberse extinguido en libertad, la película de animación Río da a entender que existen guacamayos de Spix en Río de Janeiro (Brasil).
Los dinosaurios y los mamuts sufren sesgos asociados al tamaño y al carisma. Ambos se colaron en el imaginario colectivo aproximadamente en el siglo XVIII y “tienen un cierto estatus de criatura mítica, sus representaciones son abstractas y simbólicas”, señala la investigadora de la Universidad de Helsinki, Andrea Soriano-Redondo, coautora del trabajo de Trends in Ecology and Evolution.
“La mayoría de nosotros, cuando nos imaginamos un dinosaurio, pensamos en un animal grande y llamativo, no en una criatura de algunos centímetros, pero también existían”, añade la científica.
Asimismo, puede ocurrir que un organismo tenga diferentes identidades sociales en distintas regiones o que gane popularidad por ser confundido con otro. El rascón rojo, un ave extinta endémica de Mauricio, heredó el nombre del dodo en esta isla del Índico tras la desaparición de este último.
En otras ocasiones, solo se conocen las especies más representativas de un grupo, como ocurre con los murciélagos, los tiburones y las arañas. O se perciben como más valiosas aquellas pertenecientes a una familia pequeña. Por ejemplo, la desaparición de una especie de carpa –recientemente se han extinguido dos en Turquía– podría parecer menos grave que la del pez espátula del Yangtsé en China, uno de los únicos dos miembros de la familia de los poliodóntidos.
Los grandes olvidados
¿Y qué pasa con los invertebrados, los hongos, las plantas y los microorganismos? A pesar de que representan la mayor parte de la biodiversidad terrestre, la atención que despiertan no es comparable a la de los animales más grandes.
Es lo que ocurre con aquellos seres vivos poco carismáticos, pequeños o que viven en zonas más inaccesibles, como los ambientes acuáticos. “Estos grupos siguen siendo grandes desconocidos para la sociedad, con la excepción de algunos casos, como las orquídeas o los hongos comestibles, y eso indudablemente influye en su conservación”, dice Soriano-Redondo.
El catedrático de Botánica de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC), José María Iriondo, coincide con la investigadora: “La sociedad en general está sensibilizada con la extinción o el peligro de extinción de especies emblemáticas y carismáticas que se corresponden con aves y mamíferos”.
En España, algunos ejemplos serían el lince, el lobo, el urogallo, el quebrantahuesos y el águila de Bonelli. Pero otros grandes grupos como las plantas y los insectos “son en gran parte ignorados” a pesar de que “su función en los ecosistemas es tan importante o mayor que el de las especies emblemáticas”, añade.
Por eso, aficionados y expertos del mundo vegetal han creado en Twitter la etiqueta #plantblindness para denunciar ese olvido cuando se habla de conservación de la biodiversidad. “Para evitar su extinción social, se están promoviendo iniciativas desde el ámbito de la botánica española para promover el conocimiento y el contacto de la sociedad con las plantas”, cuenta a SINC Iriondo, y menciona el I Biomaratón de Flora Española celebrado el año pasado.
“El 99 % de las plantas en peligro no tienen presencia mediática”, asegura este experto de la URJC. Pocos conocen a las canarias Sideritis amagroi y Pericallis hadrosoma, de las que apenas quedan diez ejemplares.
Algunas especies aparecen en los catálogos de protección, pero no se han desarrollado planes de recuperación o de conservación, y otras ni siquiera figuran en los listados de especies amenazadas. Las plantas acuáticas Potamogeton praelongus y Nymphoides peltata, por ejemplo, están catalogadas por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) como en peligro crítico, pero no están legalmente protegidas en España.
Barreras para la conservación
Entre las principales herramientas para evitar la extinción social de las especies están la educación para la conservación y las campañas de información y sensibilización ambiental, pero también el contacto con la naturaleza y la vida silvestre.
“Hay limitaciones psicológicas y cognitivas que inevitablemente llevan a cambios en el interés que ciertas especies despiertan a lo largo del tiempo”, advierte Soriano-Redondo.
Las transformaciones sociales pueden influir en ese interés. Un ejemplo es el abandono de las zonas rurales, que “lleva a la pérdida de interacciones hombre-naturaleza, a la extinción de la experiencia y, por último, al síndrome de las referencias cambiantes”, explica Jarić Ivan, investigador Centro de Biología de la Academia de Ciencias de la República Checa y líder del estudio que definía la extinción social.
Olvidarnos de las especies de nuestro entorno cambia nuestra noción del medio ambiente y su estado natural o normal. Si no recordamos que existen, tampoco entenderemos su ausencia como algo negativo.
Esta situación “puede producir una falsa percepción de la gravedad de las amenazas a la biodiversidad, llevándonos a subestimar las verdaderas tasas de extinción”, señala el investigador checo, y a reducir los esfuerzos de conservación. Por ejemplo, puede disminuir la financiación dedicada a preservarlas o el apoyo público a su reintroducción en su hábitat natural si ni siquiera se asocian a él.
Las estimaciones sobre el número de especies presentes en la Tierra van desde los 5,3 millones al billón. A estas altas cifras se suma la gran cantidad de organismos amenazados, al borde de la extinción o desaparecidos por culpa de la actividad humana.
Lamentablemente, muchos de ellos ni siquiera viven ya (o no lo han hecho nunca) en la memoria colectiva. ¿Prestaríamos la misma atención al dodo o a los mamuts lanudos si existiesen en la realidad y no en las películas?
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