Nada consuela tanto como un abrazo sincero, tanto si se trata de un dolor físico o emocional. Desde marzo de 2020, la pandemia ha ocasionado numerosos momentos críticos en que los que los achuchones se agradecen más que nunca. La paradoja es que, si pretendemos frenar al virus, lo que hay que evitar es, precisamente, el contacto.

En uno de los momentos de la historia en que más nos necesitamos unos a otros, en que mataríamos por fundirnos en un abrazo, no nos queda otra que resignarnos a, como mucho, chocar codos. O ni siquiera eso, según las últimas recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

La pregunta que queda en el aire es: ¿nos afecta esa limitación? A Robin Dunbar, catedrático de Psicología Evolutiva de la Universidad de Oxford (Reino Unido) y uno de los principales investigadores en neurobiología del distanciamiento social, no le cabe duda de que así es.

“La falta de estimulación social afecta al razonamiento, al desempeño de la memoria, al equilibrio hormonal, a la conexión entre la materia gris y la materia blanca del cerebro, y a nuestra capacidad de hacer frente a enfermedades físicas y mentales”, asegura en un artículo publicado recientemente en Trends in Cognitive Sciences.

Dunbar llega aún más lejos. Está convencido de que la carencia de relaciones sociales eleva más la mortalidad de otros factores de riesgo de sobra conocidos como el tabaco, el alcohol o la falta de ejercicio físicoUna prueba de ello, dice, es que cada vez que nuestras relaciones sociales se ven amenazadas, entran en acción las mismas áreas del cerebro que cuando corre peligro nuestra integridad física.

“El aislamiento social podría suponer la máxima amenaza para la supervivencia y la longevidad”, recalca Dunbar. Traducido a números, se estima que aumenta en torno a un 30 % el riesgo de muerte prematura, sobre todo debido a enfermedades cardiovasculares. No es de extrañar que el año pasado la propia OMS declarara oficialmente que la soledad debe ser considerada un grave problema de salud pública.

Bajan los contactos, bajan las defensas

A Dunbar le interesan especialmente los efectos de esta falta de contacto sobre el sistema inmunitario. “Parece que acariciarse y abrazarse activa los receptores de los nervios C-táctiles de la piel, que envían una señal directa a varios centros cerebrales para que produzcan endorfinas”, explica a SINC.

Concretamente, estos opioides naturales inundan el tálamo, el estriado, la corteza cingulada y la corteza frontal, provocando sensaciones sumamente placenteras en nuestro órgano pensante. “Pero lo realmente interesante de las endorfinas es que, además de producir un agradable ‘subidón’ anímico, consiguen estimular lo suficiente al sistema inmunitario para que produzca células T-asesinas, una de cuyas misiones es destruir virus invasores”, aclara.

Los expertos deducen de ahí que, cuando nos aislamos y racionamos los abrazos y las caricias, “la actividad del sistema inmunitario desciende y nos defendemos peor de las agresiones externas”. Existen evidencias científicas de que sentirse solo debilita visiblemente la respuesta inmunitaria y retrasa la cicatrización de las heridas. Es más, si estamos socialmente aislados se dispara la cantidad de proteína C-reactiva que corre por nuestras venas, el marcador más claro de inflamación de nuestro cuerpo.

Tiene lógica que el aislamiento nos afecte tanto, somos animales sociales. Tan arraigado está en nosotros ese rasgo que, si nos privan del contacto humano, nos estresamos. “Estudios en animales de laboratorio indican que el aislamiento social por periodos prolongados, especialmente en edades tempranas, afecta al desarrollo de procesos de plasticidad neuronal y a la capacidad de respuesta ante una situación de estrés», apunta Cristina Márquez Vega, investigadora del Instituto de Neurociencias de Alicante.

Pero pide prudencia a la hora de extrapolar resultados. “A la hora de hacer un paralelismo con nuestra experiencia estos meses hay que ser cautos, entre otros factores por la duración de nuestro confinamiento, mucho más corto comparado con estos trabajos”, añade.

Los beneficios fisiológicos y psicológicos de los abrazos se multiplican si nos tocan personas conocidas. / Pixabay

Importa cuánto… y quién

Año 2004. Juan Mann acaba de volver a Australia, su país natal, después de romper con su novia. Pero se siente solo. Sus padres se han separado, su abuela está a punto de fallecer y sus amigos están lejos. Desolado, decide ir a una fiesta, donde una desconocida le regala un abrazo. Y siente tal subidón que decide salir a repartir abrazos a la gente que transita por la calle Pit Mall, en Sídney, con un cartel en las manos que pone en letras bien grandes: Free Hugs (abrazos gratis).

La historia de Mann no se quedó en una simpática anécdota aislada. En pocos meses dio origen a un movimiento mundial dedicado a repartir abrazos anónimos y espontáneos por doquier. Tierno pero, ¿acaso son lo mismo los abrazos anónimos que los que nos brindan nuestros seres queridos?

Es la pregunta que lleva años haciéndose Juulia Suvilehto, neurocientifica de la Universidad Aalto, en Finlandia. Y parece tener ya la respuesta. Por un lado, el simple contacto piel con piel tiene efectos por sí mismo, “independientemente de si nos tocan las manos de un masajista desconocido o nos abraza un buen amigo”, apunta. Sin ir más lejos, existen pruebas de que abrazarnos unos a otros reduce significativamente la presión arterial, con todos los beneficios que eso conlleva para la salud. Además de bajar los niveles de cortisol, la dañina hormona del estrés.

Sin embargo, en las relaciones sociales se añaden otros elementos que amplifican el efecto. Dicho de otro modo, los beneficios fisiológicos y psicológicos de los abrazos se multiplican si nos tocan ciertas personas. “En cuanto al contacto físico tenemos preferencias claras: si nos dan a elegir, la mayoría escogemos que nos toque un buen amigo o una pareja sentimental, y el contacto físico es mucho más agradable con un conocido que con un extraño, aunque objetivamente la cinemática del tacto sea idéntica”, afirma Suvilehto a SINC.

La neurocientífica finlandesa colaboró el año pasado con Dunbar en un estudio en cinco países europeos y Japón en el que constataron que, independientemente de nuestro origen y acervo cultural, permitimos que toquen más zonas de nuestro cuerpo cuanto más estrecha es nuestra relación con alguien.

“A pesar de los distintos que somos los finlandeses de los japoneses o los italianos, en todos los casos está asociado directamente cuánto queremos que alguien nos toque, y cuánta superficie corporal permitimos que nos toquen, con lo estrecha que es la relación con cada persona”, aclara la experta.

“Lo heredamos de nuestros antepasados: monos y primates mantienen sus relaciones sociales acicalándose y desparasitándose unos a otros, y nosotros mediante caricias y abrazos”, añade Dunbar. En ambos casos, “las neuronas C-táctiles mandan al cerebro la orden de estimular la liberación de endorfinas, que entre otras cosas tiene un efecto analgésico 30 veces superior a la morfina”, aclara.

Las consecuencias del distanciamiento social

Sin embargo, no está claro cómo se aplica todo este conocimiento a la situación originada por la pandemia. “No sabemos hasta qué punto tocarnos influye en cómo establecemos y mantenemos relaciones humanas, pero supongo que mucho. Ahora nos cuesta más conservar las relaciones sin ese contacto físico”, opina Suvilehto.

“No quiero decir que sea contraproducente pedir el distanciamiento social: hacerlo plantea nuevos retos para nuestra salud mental y física a largo plazo. Pero el SARS-CoV-2 es una amenaza inmediata y no queda más remedio. No envidio a los que tienen que tomar decisiones epidemiológicas en estos momentos”, reconoce.

Cristina Márquez Vega cuestiona que, si bien nos centramos en hablar de la pérdida de abrazos, besos y contactos sociales directos con nuestros allegados, hay más factores. “No deberíamos olvidar dos cambios importantes que esta nueva normalidad ha traído: el distanciamiento social y la capacidad de interpretar señales sociales faciales tras una mascarilla”, subraya.

Aunque la distancia interpersonal es muy dependiente de las culturas, incorporar un cambio en lo que debería ser nuestra “distancia normal” con los demás supone un esfuerzo consciente para todos. “Lo que era natural tiene que ser readaptado, y generar nuevos hábitos lleva tiempo y requiere de procesos plásticos en diferentes áreas del cerebro, como la corteza prefrontal y su conexión con los ganglios basales”, aclara.

“Esto no es trivial: aumentar la distancia de nuestro interlocutor hace que muchas veces sintamos que las interacciones son artificiales, y en muchos casos hasta frustrantes”, insiste la neurocientífica. Mantener una atención sostenida en un contexto de tanta incertidumbre como el actual “supone un alto gasto cognitivo, que depende del funcionamiento de la corteza prefrontal, entre otras, y que seguramente explique los problemas de atención y razonamiento abstracto que mucha gente está experimentando”.

Por su parte, Dunbar está convencido de que, si el distanciamiento social se prolonga en el tiempo, “merma la calidad de nuestras amistades (y el número) y puede resentirse la supervivencia, porque perdemos los beneficios que acarrea el contacto humano para la salud”.

Pero coincide con Juulia Suvilehto en el orden de prioridades: “Nada en la vida sale gratis: por cada beneficio, pagamos un precio”, reflexiona. “Ahora lo más importante es parar la covid-19, así que tendremos que preocuparnos por nuestros contactos más adelante. Si no sobrevivimos al virus, tener amigos servirá de poco”.

Por: SINC.