Por Rolando Ísita Tornell.

 

Hace 13 mil años llegó a la Península de Yucatán, México, una madre joven cazadora, migrantes y guerrera de entre 15 y 17 años de edad, a quien sus descubridores buzos llamaron Naia.

Sus restos, junto con los de 26 grandes mamíferos parientes de elefantes (genofotéridos), perezosos gigantes y un esmilodonte (mal llamado tigre dientes de sable), fueron hallados en un sistema de cuevas del cenote Sac Actun, en Quintana Roo, a 30 metros de profundidad en una cámara absolutamente oscura que los buzos llaman Hoyo Negro, a kilómetro y medio de la entrada.

Según la investigación dirigida por el Instituto Nacional de Antropología e Historia y National Geographic Society, Naia provino de un grupo de cazadores recolectores nómadas que transitaron por Siberia, Beringia, Alaska, hace entre 26 mil y 18 mil años.

Con los datos multidisciplinarios obtenidos de sus restos, los analistas infieren que Naia tenía menos de quince años y ya había parido. Traía una herramienta para alumbrarse dentro de la cueva oscura, una antorcha.

Se hallaba al fondo de una hondonada a la que cayó y a la que cayeron los especímenes de mamíferos superiores, entre ellos los restos óseos de un depredador eficaz y poderoso al que Naia y su gente debían enfrentar o morir, el esmilodonte.

Como otras especies, Naia buscaba agua dulce. La más reciente glaciación aún no concluía y el nivel del mar estaba por debajo de la entrada a la profunda cueva en la que Naia sucumbió. Seguramente sabía que las otras especies buscarían agua en el mismo lugar, pues en las cuevas suele filtrarse y acumularse el agua dulce de la superficie.

Por ello Naia venía armada, traía un carcaj de flechas y, por las puntas de piedra talladas —acusadamente parecidas a las halladas en Siberia, Bering, y Clovis, Nuevo México—, los investigadores concluyeron que pertenecía a los clovis, grupo humano de migrantes del Pleistoceno cuyos ancestros iniciaron la última oleada de migración humana que partió del “triángulo de Tanzania”, África, para poblar de Homo sapiens todo el planeta.

 

Rendir frutos

 

La proeza de la larga marcha de los abuelos del grupo clovis de Naia, la primera pobladora de nuestra geografía de la que hay evidencia hasta ahora, se inició con la última y tercera oleada de migrantes que partieron del continente africano y se dispersaron por Eurasia, Oceanía y América hasta poblar toda la Tierra, hace 500 mil años.

Los Clovis y sus ancestros no migraron por gusto, se adaptaron y sobrevivieron a medio planeta congelado. Sus abuelos y bisabuelos caminaron por toda Siberia y cruzaron por el gélido puente de Bering hacia América siguiendo a sus únicos alimentos con proteínas, el mamut y otros mamíferos adaptados al hielo, a los que emboscaban y enfrentaban con sus arcos y flechas.

A finales del Pleistoceno se produjeron cambios climáticos que afectaron los ciclos de lluvias en África, que ocasionaron barreras entre bosques tropicales y desierto que cambiaban conforme las oscilaciones climáticas. En esas condiciones, no es difícil imaginarse a las poblaciones de los primeros humanos plantearse la opción de sucumbir a la escasez y al desierto quedándose o migrar a otro lado y sobrevivir. Han de haber optado por lo menos malo, el caso es que aquí estamos.

Aún hoy es una proeza de poblaciones migrantes salir vivos de la selva del Darién, de los ríos Usumacinta y Bravo, de los desiertos del norte de México, de navegar el mar Mediterráneo en canoas después de cruzar desiertos en el norte de África, de escalar y cruzar los Cárpatos y el Mar Rojo, de los misiles en el Oriente Medio; de haber escapado de los depredadores humanos en su trayecto, de las balas en los cuerpos que tratan de saltarse las vallas de Ceuta y Melilla.

Hoy, como entonces la especie al final de Pleistoceno, la actual migración masiva de poblaciones (70 millones de personas en todo el mundo, por varias rutas) abandonan sus lugares buscando seguridad, protección, (…) y por hambre.